El mentiroso – Mikel Santiago

Txemi me había dicho que Félix había llevado un montón de cosas a su «escondite» y eso me hizo pensar en el maletero del coche. Quizá allí hubiera algo interesante. Había una pequeña palanca debajo del asiento del conductor. La accioné y se abrió. Salí otra vez por la ventana, poniendo los pies por delante y ayudándome con el volante y una de las asas del techo. Una vez fuera, me dirigí a la parte de atrás, levanté la puerta del maletero y, bueno, aquello no era el pandemonio que podría haberme imaginado. De hecho, estaba bastante ordenado. Había cepillos para limpiar el coche, un repuesto de luces, líquido refrigerante, un bote de aceite, un juego de triángulos de señalización… Entonces di con algo interesante. Era una caja de cartón que mostraba la imagen de un navegador GPS, marca TomTom. La caja estaba vacía, solo tenía un folleto de instrucciones dentro. Me quedé con aquello en las manos pensando: «¿Un GPS?». Joder, eso era precisamente lo que estaba buscando. Removí Roma con Santiago en el maletero. Rebusqué en cada esquina dos o tres veces. Levanté la tapa de moqueta que escondía la rueda de repuesto… Nada. Ni rastro de un GPS.

Estaba tan concentrado que tardé un poco en reparar en un sonido que llevaba varios minutos ahí. Un sonido de sirenas. No estaba cerca. De hecho, sonaba como a kilómetros de distancia, pero no parecía moverse en ninguna dirección, tal y como suele ocurrir con las ambulancias. Más bien parecía haberse detenido en algún sitio. ¿Un incendio?

Entonces me di cuenta de que aquel sonido procedía del robledal. Cerré el maletero y caminé hacia esa esquina del aparcamiento. No necesité ni llegar allí para detectar un resplandor azul por encima de las copas de los árboles.

La policía estaba en la vieja fábrica Kössler. Por fin había pasado: habían encontrado a Félix.

No se oía gran cosa, pero el resplandor de luces era visible a cientos de metros. Me imaginé que habría varios coches patrulla, ambulancias… ¿Cuánto llevarían allí? Poco. Dos horas antes había mirado en esa dirección sin ver nada. ¿Cómo habría ocurrido? ¿Cómo habían llegado hasta allí?

Se me ocurrió que aquel lugar, el polígono, había dejado de ser seguro. Si no lo habían hecho antes, la poli empezaría a rastrear la zona, los alrededores. No tardarían en localizar el sendero y el polígono que había al otro lado. Y el coche de Félix.

Volví al Laguna, a toda prisa. Cerré el maletero, donde dudaba que fuese a encontrar nada, y me metí por la ventanilla otra vez. El TomTom tenía que estar por alguna parte, joder, y me quedaba muy poco tiempo para dar con él.

«¡Piensa!»

Volví a repasar la guantera, los bolsillos. Busqué algún compartimento falso en el plástico del salpicadero. Algún lugar donde poder esconderlo a salvo de las miradas de algún eventual mangui…, y entonces se me ocurrió. ¿Dónde solía dejar yo el frontal de mi radio? Debajo del asiento. Metí la mano allí y palpé algo. Una especie de cajita, pero se me escapó entre los dedos. Aquel Laguna tenía la radio integrada, con lo que aquello solo podía ser otra cosa lo suficientemente valiosa para que Félix la hubiera dejado fuera de la vista. Así que me recliné más, pero la cajita estaba ya muy atrás. No llegaba. Por suerte, el Laguna era lo bastante ancho como para poder saltar entre los asientos sin grandes esfuerzos. Pasé a la parte de atrás y me agaché para alcanzar la cajita. Voilà, la saqué de allí y la observé en la penumbra. Un estuche negro con el logotipo de TomTom. Lo abrí y el brillo de la pantalla de cristal resplandeció ante mis ojos. Lo tenía. Por fin.

Pero en ese instante, según estaba allí tumbado sobre el asiento trasero, un bandazo de luz iluminó el coche. Un potente foco llenó de luz blanca los reposacabezas del Renault Laguna. Casi al mismo tiempo, escuché un sonidito electrónico. Beep-beep.

—Aquí patrulla número diecisiete. Creemos haber encontrado el vehículo del sujeto. ¿Podéis confirmarnos la matrícula, por favor?

4

«Vale. Este es el final del libro —pensé mientras seguía allí tumbado, en el asiento de atrás del Renault Laguna de Félix Arkarazo—. Aquí se acaba todo. Lo has intentado, has hecho lo que has podido, pero ha sido imposible.»

Pensé en mi abuelo, en Erin, en Joseba y la oferta de trabajo… Vaya final. Aunque también debo admitir que, durante aquellos breves instantes, sentí una especie de gigantesca sensación de alivio. Por fin podría descansar, soltarlo todo, dárselo a otra persona y que ella lo resolviera por mí. ¿Arruti? Le explicaría hasta el último detalle. El hombre muerto. El asesinato. Mi amnesia. ¿Me creería?

Escuché el ruido de la radio. Los policías intercambiando un comentario. En breve saldrían a echar un vistazo y me encontrarían allí. Bueno, lo mejor era no complicarlo más. Me levanté y me quedé sentado, esperando alguna reacción. Algo como un grito: «¡Quieto! ¡Arriba las manos!». Pero no sucedió nada. De hecho, el foco ya no estaba allí.

Me giré y pude ver la parte trasera del coche patrulla desapareciendo tras una de las camionetas. ¿A dónde iba? Quizá estaban echando un vistazo o habían ido allí a maniobrar. Fuera lo que fuese, era una oportunidad, un pequeño milagro, y tenía que aprovecharlo. «Ahora o nunca.» Salté al asiento del conductor, metí el estuche en la mochila y la lancé al asfalto del aparcamiento. Después saqué las piernas, el culo y el resto del cuerpo por esa ventanilla y me tiré al suelo.

Me quedé allí pegado, como una lagartija, mirando por debajo del Laguna y de la camioneta de reparto. El coche patrulla acababa de dar una vuelta completa y regresaba. Tenían uno de esos potentes focos instalados en la ventanilla con el que iluminaban el Renault de Félix y todo a su alrededor. Si llegaban a mi altura, me pillarían con las manos en la masa, tenía que moverme rápido. Empujé mi mochila debajo de la camioneta que tenía justo al lado, después me arrastré a toda prisa, casi al mismo tiempo que un haz de luz muy blanca lo inundaba todo. Si no me vieron los pies, fue porque estaban atentos a otra cosa.

El ruido del motor camuflaría mi respiración, pero dejé de respirar. Escuché cómo se abría una puerta. Vi las botas de uno de los polis caminando delante de mis narices. Se acercaron por un lado y por el otro.

—Hostia, mira —dijo el que yo tenía más cerca—. La ventana está rota.

—Joder… Pues avisa.

—Atención, central —dijo el primero—. Nos parece observar que ha sido vandalizado. La luna del conductor está rota.

«Okey. Estamos enviando una grúa y un coche escolta.»

—¿No viene la Científica?

—No lo creo. En estos casos, se lleva el coche entero a la central. Además, ahora estarán ocupados ahí arriba.

Me imaginé que con el «ahí arriba» se referían a la vieja fábrica. Estarían analizando el cadáver y todas las huellas, pelos, partículas de piel, de uña y demás que pudieran encontrar. «No perdáis el tiempo, hay un trozo de ventana que tiene escrito mi nombre en sangre.»

—Espera… Esto es reciente —dijo uno.

—¿Qué?

—Que esto tiene que ser reciente. Ha llovido un montón estos días y el coche está seco por dentro. Y limpio. Diría que han entrado hoy mismo. Mira.

Buenos polis. Todos los necesitamos, joder, pero en aquel momento me hubiera venido bien uno más tonto.

—Es verdad. Hostia, da el aviso.

El sonido del beep de una radio.

—¿Central? Aquí unidad diecisiete otra vez, desde el aparcamiento del polígono. Tenemos la impresión de que el coche ha sido allanado muy recientemente. Puede que hace unas horas o menos. Avisad a la Científica y enviad más patrullas. Es posible que el delincuente se halle todavía por las inmediaciones.

«Okey, recibido, diecisiete. Avisamos.»

—¿Tú crees que está por aquí?

—No lo sé. Voy a dar una vuelta. No te muevas.

Los botas giraron ante mis narices y salieron caminando. El otro par de botas se quedó a la espera. Su capacidad fantástica no les permitió imaginar que yo estaba escondido debajo de la furgoneta, a un metro escaso del Laguna. Pero venían más coches y pronto sería imposible dar un paso sin ser visto. Tenía que salir de allí cuanto antes.

Pensé todo lo rápido que pude. Aquel aparcamiento estaba cercado por una valla, algo que no tenía demasiado sentido, ya que la parte «grande» —la que daba al robledal— no tenía ningún vallado. Supongo que se debía a que en su tiempo fueron cosas separadas. El caso es que solo podía salir de allí de dos maneras: corriendo por la carretera del pabellón o saltando la valla. La primera opción era de lo más arriesgada. No solo me expondría a estos dos policías, sino también a los otros coches patrulla que previsiblemente aparecerían por allí en cualquier momento. Pero ¿cómo saltar una valla de casi tres metros sin ser visto? Volví a mirar aquello con detenimiento. Había otra camioneta aparcada a unos cinco metros. Si llegaba a ella, podría volver a meterme debajo. Justo al lado había un grupo de contenedores pegados a la pared de otro pabellón. Pero podría subirme a uno de ellos y saltar la valla con la cobertura de la camioneta. Esa era mi mejor oportunidad sin lugar a dudas.

Empecé a arrastrarme muy despacio, con las puntas de los pies, y conseguí llegar al otro lado de la camioneta. Entonces apareció un segundo coche patrulla. Venía con las luces parpadeantes pero sin sonido. A toda velocidad giró y frenó junto al primero. Más sonido de puertas. Más polis.

—¡Eh!

—Buenas.

—¿Cómo va ahí arriba? —preguntó el poli que se había quedado guardando el coche.

—Lo han matado de un golpe. —Era la voz de una mujer. La reconocí inmediatamente: era Nerea Arruti—. Parece que alguien limpió la escena. Es algo muy raro. ¿Y aquí?

—Han reventado la luna y se han colado dentro. Supongo que buscaban algo.

—Como en la casa. Y ¿dices que es reciente?

—Sí. Mira. Está perfectamente seco y limpio. Incluso huele a coche cerrado. Calculo que lleva como mucho una hora abierto.

Estaban todos reunidos junto al maletero del Laguna. Era mi mejor oportunidad de salir de allí antes de que precintaran la zona y pusieran gente a controlar las entradas y salidas. Tenía que actuar ya.

Dejé de respirar y seguí moviéndome como si llevara una bomba acoplada al cuerpo. Ahora había dos motores en marcha haciendo ruido. Esa era mi única baza a favor. Llegué hasta el otro lado de la furgoneta. Eché un vistazo. Conté ocho piernas, cuatro polis. Pero no estaba seguro. Si uno de ellos había bajado del coche en silencio y miraba en mi dirección, me pillaría in fraganti. Bueno. No me quedaban más opciones que arriesgarme. Supongo que es lo mismo que sentían en la guerra cuando abandonaban la trinchera gritando banzai! Me puse en pie y, sin mirar atrás, corrí tan deprisa como pude hasta la siguiente camioneta. Llegué. Deslicé la mochila. Me tiré al suelo otra vez y me escurrí debajo. Y solo entonces respiré de nuevo.

Vale, primera etapa superada. Los dos coches patrulla seguían allí, aparcados en paralelo, nadie me había gritado «alto». El grupo de policías hablaba tranquilamente. Bien, que siguieran así. Empecé a arrastrarme otra vez hasta el otro lado de la camioneta, entonces volví a escuchar ruido de puertas que se cerraban. Uno de los coches se movía. De hecho, venía en mi dirección, despacio, enfocando cada rincón. Me quedé quieto. Con ese ángulo, si se les ocurría enfocar a los bajos de la camioneta, no les costaría verme. Llegó hasta donde yo estaba y se paró. Una de las puertas se abrió y bajó un patrullero. Comenzó a caminar hacia mí.

Esos dos pies se quedaron quietos a pocos centímetros de mi cara. Luego vi que la linterna se encendía y su haz se proyectaba contra el suelo. Tragué saliva.

—¿Qué haces?

—Un segundo —respondió la voz.

Era ella. Nerea.

El haz de su linterna penetró en la zona de contenedores. Se le había ocurrido mirar allí detrás, pero no se le había pasado por la cabeza que yo pudiera estar a diez centímetros de su zapato, debajo de aquella camioneta.

Se acercó a la valla y miró fuera, al talud y al arroyo que discurría al otro lado.

—Ahí abajo hay un arroyo.

—Sí —dijo su compañero—, es un riachuelo.

Arruti se quedó en silencio unos segundos más. Después regresó al coche, que arrancó.

Tan pronto como les vi doblar la esquina me puse en marcha. Un último vistazo para asegurarme y salí de allí. Lancé la mochila al otro lado de la valla. Subí al contenedor con un salto, suave, estilo Navratilova, y conté hasta tres para darme el impulso más fuerte que pudiera. Alcancé lo alto de la valla con las dos manos. Resbalé un par de veces con la punta del pie hasta que conseguí encajarla en uno de los pequeños huecos de la cerca. Eso hizo ruido, pero ya no podía permitirme el lujo de pararme a ver si alguien me había escuchado. Con los puntos de apoyo bien fijados, di un último impulso y caí al otro lado. Un talud de rocas que, afortunadamente, comenzaba con una porción de césped. Caí en aquel suelo almohadillado y me quedé quieto.

Autore(a)s: