El mentiroso – Mikel Santiago

—¿De mí?

—Sí. De alguna manera sabía que éramos amigos. El caso es que me dijo que tú eras muy interesante para él. No sé por qué…

—De acuerdo —dije—, sigue.

—Bueno, me di cuenta de que Félix estaba un poco jodido de la azotea. Pero ese loco de barbas tenía mi futuro en sus manos. Le dije que le ayudaría. Le dije que te convencería para que hablases con él, pero Félix tenía otros planes. Dijo que necesitaba algo más. Algo sucio. Algo que te obligase a colaborar con él. Ese era el precio si quería seguir teniendo opciones en la película…

—Claro.

—¡Tienes que creerme! Le hice prometer que no te jodería. Te lo juro. Él me respondió que tú no eras su objetivo. Que podrías pasar por esto sin mancharte.

Yo me puse en pie. No podía con los nervios.

—Lo siento, Álex. De verdad.

Me dirigí a la puerta y cogí la manilla, pero entonces me detuve. Respiré hondo. Necesitaba salir de allí, solo que aún tenía cosas que saber. Me di la vuelta. Cogí otro Marlboro y me lo encendí. Txemi parecía arrepentido de verdad, aunque el muy gilipollas me había metido en un lío del carajo.

—Bueno, vale. Está bien. Me traicionaste de buen rollo. Ahora necesito saber algo.

—Lo que quieras.

—Lo de enviarme a la casa de Ane el viernes. ¿Fue un truco para que me encontrara con Félix?

—¿Un truco? ¡No! Eso debió de ser una casualidad.

Deshice el camino, volví a sentarme, fumé despacio.

—Vale. Siguiente pregunta: ¿qué era lo que Félix necesitaba de mí?

—Ni idea. No me lo dijo. Va en serio. No tendría por qué mentirte.

—Intenta pensar, joder. Exprímete la puta cabeza.

Txemi hizo un largo silencio, como si tratara de recordar.

—Ha pasado mucho tiempo y yo estaba borracho. Recuerdo que salimos fuera… al aparcamiento. Félix me ofreció traerme a casa en su coche. Yo le pregunté qué era lo que quería de ti. Me dijo que eras una pieza interesante para su historia, que «conectabas» muchas cosas. Nada más… Pero ¿a qué viene todo esto, Álex? ¿Tiene algo que ver con la desaparición de Félix?

Txemi había dejado de ser un tío en el que podía confiar. Así que opté por plagiar una historia que había escuchado recientemente. Le dije que Félix me había grabado en vídeo y me lo había mostrado en la fiesta de Ane.

—Me tiene agarrado por las pelotas, Txemi. Y todo gracias a ti.

—¿Y no te dijo lo que quería?

—No. Solo que me llamaría para hablar. Ahí quedó la cosa. Hasta hoy. Cuando he visto la noticia por la televisión he empezado a pensar: ¿y si alguien se lo ha cargado?

—¿Crees que puede estar muerto…? —En los ojos de Txemi pude ver que eso sería una gran noticia para él—. Quizá solo esté escondido.

—¿Escondido?

—Bueno, el tipo tiene muchos problemas. Ya te lo he dicho. Hacienda le persigue por haberse montado una S. L. para pagar menos impuestos. Y la editorial también le estaba presionando. Me lo contó todo mientras me traía a casa aquella noche. Tenía el coche lleno de cajas y me dijo que las iba a llevar a una especie de refugio en alguna parte. Un sitio donde solía retirarse a escribir.

El corazón me dio un vuelco al oír eso.

—¿Un refugio?

—Sí. Tenía miedo de que lo desahuciaran y se estaba llevando lo imprescindible para poder terminar su novela.

Pensé en aquel despacho de Félix donde no había ni un mísero cuaderno de notas. Eso tenía todo el sentido.

—¿Sabes dónde estaba ese refugio?

—No, pero debía de ser algún lugar cerca de la costa. Creo que mencionó Cantabria. No estoy seguro.

Entonces, según Txemi decía aquello, se me iluminó una bombilla de cien vatios sobre la cabeza. ¡Cómo no lo había pensado antes!

—Espera un segundo. ¿Dices que Félix tenía un coche?

—Sí. Se lo acababa de comprar de segunda mano. Bueno, era una chatarra.

Yo me había quedado frío, con el cigarrillo entre los dedos.

—¿Recuerdas qué coche era?

—Sí… Un Renault Laguna de color gris. Recuerdo la marca porque me pareció un coche barato para una celebridad como él. Pero claro, el tío andaba más tieso que una bandera en la luna.

Apagué el cigarrillo y me levanté.

—¿A dónde vas?

—Tengo que comprobar algo —dije mientras salía hacia la puerta.

—Oye…, Álex… Espero que lo entiendas… Era mi última oportunidad de volver a trabajar —dijo Txemi desde el sofá.

Salí dando un portazo.

3

Félix tenía coche. Claro que tenía coche. Un tipo que vive en un chalé perdido en lo alto de la montaña tiene que tenerlo por fuerza, pero hasta ese instante no me había parado a pensarlo a fondo: ¿dónde estaba el coche de Félix? Su garaje de Kukulumendi estaba vacío, el detalle ya me había llamado la atención el domingo. ¡Un detalle que ahora parecía bastante importante!

Félix me había tendido una trampa, de modo que esa noche había conducido desde Gure Ametsa hasta los alrededores de la fábrica Kössler. Y quizá —si la suerte estaba conmigo— ese Renault Laguna seguía aparcado por allí, esperando a su dueño (que nunca volvería).

Bajé la montaña y conduje por las carreteritas secundarias del valle, hasta la general. El polígono Idoeta apareció a mi derecha, pero lo pasé de largo. Cien metros más allá había un taller de neumáticos con un pequeño aparcamiento junto a la carretera. Las cosas habían cambiado y el asunto de Félix era ya vox populi. No sabía si la policía tenía alguna pista sobre el paradero de Félix, pero seguramente estaban buscando ese Renault Laguna por todas partes y puede que a estas horas incluso hubieran dado la descripción del coche en las noticias. Así que no podía arriesgarme a aparecer por el polígono con mi furgoneta y dejarme ver como si nada.

Aparqué, me colgué la mochila de útiles y salí caminando con aires de paseante dominguero. En el aparamiento del polígono Idoeta había algunos coches, no muchos a esas horas. La zona orientada al robledal estaba vacía, pero había otra, que daba a un muelle de carga, donde había varias camionetas de reparto aparcadas. Conocía las camionetas, eran vehículos de empresa de logística que «dormían» allí a diario. También sabía que había una cámara de seguridad en una de las esquinas del almacén. Me eché la capucha sobre la cabeza y enfilé la carretera que discurría frente al muelle de carga.

Entre dos de aquellas camionetas de reparto había aparcado un coche de color gris. Las letras plateadas del modelo brillaron como un tesoro desde el maletero: LAGUNA.

Joder, habría sido tan fácil pensar en ello…, pero las grandes ideas vienen cuando vienen. Y allí estaba, tal como pensaba, el Renault Laguna familiar de Félix Arkarazo. Lo aparcó allí el viernes por la noche y después se dirigió a la vieja fábrica, posiblemente armado con una cámara de fotos. Lo que mediaba entre ese momento y que alguien lo matara con una piedra seguía siendo un misterio. Un misterio que cada vez estaba más cerca de poder resolver.

Pasé de largo y seguí caminando como si fuera uno de esos señores que dan paseos por polígonos industriales, trinchando basura con un bastón. Había que reconocer el terreno y asegurarse de que no había ojos indiscretos. Di la vuelta a la esquina y llegué a la zona más apartada del aparcamiento. Allí era donde yo solía aparcar mi GMC antes de tomar el camino del robledal. Algunos talleres continuaban abiertos, y había gente por allí. Miré hacia el grupo de árboles. Al otro lado no se distinguía ningún resplandor. Nada. Quizá todavía quedaba una oportunidad para limpiar mi sangre de ese cristal. Pero debía esperar un poco más.

Terminé de rodear el polígono, volví a la general y llegué caminando hasta el taller de neumáticos. Entré en la furgoneta, arranqué. Fui hasta una gasolinera low cost que había a dos kilómetros de allí. Compré un sándwich de atún y una lata de Coca-Cola. Entonces, según estaba a punto de pagar, vi uno de esos llaveros de emergencia que sirven para cortar cinturones y reventar lunas. Todavía no había pensado cómo entraría en el Renault, pero aquello vino a darme una idea. Lo compré también. Después volví a la GMC y cené mientras leía las noticias en el móvil. La policía seguía con la historia del secuestro. Se hablaba de Félix por todas partes. No solo a nivel local, sino a nivel nacional la noticia había llegado a los titulares.

Quizá para desalentar a sus posibles secuestradores, se hizo público que Félix Arkarazo, el célebre autor best seller, estaba metido en problemas con el fisco. Le perseguían por haber eludido impuestos y ahora debía una verdadera fortuna que al parecer ya se había gastado en algunas inversiones muy poco inteligentes. Además de eso —pese a que la editorial había declinado comentar el extremo—, se había filtrado a los medios que Félix llevaba más de un año de retraso en la entrega de su siguiente manuscrito. Un tal Juan Aguirre —aquel amigo suyo que le ayudó a mover su primera novela— afirmaba que en su última conversación con Félix, el autor estaba absolutamente bloqueado, desesperado y deprimido. «La presión ha podido con él. La fama y todos los problemas que han venido con ella han terminado por desestabilizarle. Si alguien le ha secuestrado para pedirle dinero, por favor, que lo suelte. Félix estaba en la ruina.»

De modo que, a las ocho de la tarde de aquel martes, las teorías sobre el paradero de Félix Arkarazo se multiplicaban. Estuve mirando los foros de internet y, como siempre, surgieron un montón de teorías paralelas al secuestro. La más interesante era la de que Félix se había fugado para evitar al fisco.

«¿Y lo del robo en su domicilio?», preguntaba alguien en Twitter.

«Fácil —le contestaba otro—. Simuló un robo en su casa para que creyéramos que ha sido secuestrado.»

Dormité otras dos horas más antes de volver al polígono. Ahora todos los talleres estaban cerrados y el aparcamiento vacío. Un par de farolas alumbraban el muelle de carga del almacén y todo lo que se oía eran los grillos y el rumor de un pequeño arroyo que corría a los pies del aparcamiento. Las libélulas surcaban la noche, bajo las constelaciones de primavera.

Me acerqué al Laguna. Era un modelo antiguo y crucé los dedos, esperando que no tuviera una alarma conectada. Dejé la mochila en el suelo. Saqué un par de guantes y el llavero de emergencia. También me coloqué el gorro (no era cuestión de dejar un cabello ahí dentro). El mecanismo rompelunas es una especie de punzón engatillado que se dispara con mucha fuerza cuando lo aprietas contra el cristal, provocando un impacto muy pequeño y rápido que en teoría rompe el cristal. Bueno, nunca había probado y resultó espectacular. Bastó con empujar el rompelunas contra el cristal y el punzón lo partió en mil pedazos. No sonó ninguna alarma. Metí la mano e intenté abrir la puerta, pero estaba bloqueada; así que lancé la mochila dentro y me colé por la ventana.

Ya estaba dentro. ¿Ahora qué? En realidad, no tenía ni idea de lo que iba buscando, pero no pensaba irme de allí sin una pista. Félix había ido a su refugio y vuelto en ese coche, llevándose sus materiales con él. Algo tenía que haberse quedado por allí por fuerza. Además, el coche era una extensión del desorden y la suciedad que había encontrado en el chalé de su dueño. El cenicero atiborrado de colillas, latas de Red Bull, envases de comida rápida. Tenía fe en que algo apuntase en la dirección correcta. Empecé a buscar tiques de gasolina o cosas parecidas (un tique me había llevado a mí hasta Gure Ametsa) y eso me llevó a un primer hallazgo interesante. Un recibo por un desayuno en una gasolinera de la A-8, a la altura de Laredo. Una población que los vizcaínos invadían sistemáticamente en verano; tendría mucho sentido que Félix se hubiese buscado un refugio por allí. Pero necesitaba más.

Seguí el registro por los bolsillos laterales. Un mapa de carreteras que no tenía ninguna página doblada o marcada de alguna forma. Un ejemplar de Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe, un CD de Richard Clayderman (¿en serio?), un viejo ejemplar del Qué leer en el que Félix era portada. Por lo demás, nada. Abrí la guantera y comencé a sacar papeles: seguro de coche, manual de usuario, permiso de circulación. Todo apuntaba a la última dirección conocida de Félix: barrio de Kukulumendi, 1. Ilumbe. No había mucho más: un estuche de gafas, bolígrafos, el parte amistoso de accidentes…

Nada.

Eché un vistazo a la parte trasera de los asientos. Estaban limpios, como era de esperar en el coche de un tipo sin familia. En los bolsillos había chalecos reflectantes y nada más.

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