El mentiroso – Mikel Santiago

Sus ojos se volvieron profundamente negros, casi como los de un tiburón antes de morder.

—No. No vamos a hablar de nada. Excepto de que eres un entrometido.

—Abuelo…, son cartas de suicidio.

—¡No sabes nada! Solo eres un fisgón.

Estaba bastante enfadado.

—Solo lo he hecho porque estoy preocupado por ti.

—¡Pues no te preocupes! Soy un viejo, pero todavía me rige la cabeza, ¿entiendes? Tú eres mi nieto. Me quieres, me necesitas, pero no puedes apoderarte de mí.

—No quiero apoderarme de ti. Solo quiero intentar convencerte de que hay otras posibilidades, aunque te niegas a todo. Ese neurólogo de Bilbao…

El abuelo dio un puñetazo en la puerta y me hizo callar. El golpe resonó por toda la casa.

—¡Ya basta con tus posibilidades! Moverías cielo y tierra como hiciste con tu madre, ¿para qué? Para que os dijeran lo que ya sabíais. ¡Que la muerte es inevitable! ¡Que todos vamos a morir, jóvenes o viejos, injustamente, llenos de sueños o queriendo hacerlo!

Oí unos pasos escaleras abajo, posiblemente Dana y Erin habían escuchado todo. Yo estaba temblando de pies a cabeza. El abuelo nunca me había gritado así.

—La vida no es durar, niñato, la vida es vivir. La vida es amar. Soñar. Emborracharte con un viejo amigo, perder el aliento a carcajadas. Ver un amanecer rojo en la soledad del océano. Enamorarte de una mujer preciosa. Tener una hija que te roba el corazón. ¡Ya he hecho todo eso! ¡He vivido lo mejor! Y ahora todo se ha quedado en cenizas. Podría vivir sin ellas, viéndote seguir adelante, mocoso. Pero solo a condición de disfrutarlo. De olerlo. De poder tocarlo. Lo otro solo es durar. Y no quiero durar… No necesito durar.

Dijo esto y cerró la puerta del baño de un portazo.

En la cocina, Dana tenía lágrimas en las mejillas y Erin le estaba dando un abrazo. Supuse que habían oído la discusión.

—Voy a cocinar algo —dijo—. Habrá que cenar…

—Dana…

—No, por favor… Dejadme.

Erin me hizo un gesto para fumar. Salimos al jardín de atrás, con las chaquetas puestas.

—Dana me ha contado eso de las cartas. Lo siento mucho, Álex. Si hay algo que pueda hacer…

—En realidad, tiene razón, no debería haberlas leído.

—Quizá no, pero deberíais preocuparos por eso. Los hombres, sobre todo del estilo de tu abuelo, no suelen avisar con esas cosas. Normalmente aciertan a la primera.

—Y ¿qué podemos hacer? ¿Atarle a la cama?

—Deberíais intentar que acudiera a un psicólogo. Todo este asunto de sus despistes puede estar deprimiéndolo.

—¿Más de lo que ya estaba? Bueno… Solo espero que no coja una neumonía. Estaba empapado de pies a cabeza. ¿Hacia dónde ibas con el coche?

—Venía hacia aquí. Te he llamado un par de veces después del trabajo, pero tenías el teléfono apagado. Quería charlar contigo, pero quizá no sea la noche adecuada.

—No —dije—, está bien. Mejor que sea todo hoy.

—¿Todo?

—Dejarlo o lo que sea que hayas venido a decirme… Ya da igual.

Erin se quedó en silencio un buen rato.

—¿Quieres dar un paseo? —dijo ella—. Igual nos sienta bien un poco de aire en la cara.

—Vale.

Salimos caminando hacia el sendero del acantilado. Había dejado de llover, pero hacía bastante viento y nos mantuvimos a una buena distancia del borde. Fuimos caminando por entre los pinos.

—Este fin de semana he hablado un montón con Leire… —dijo Erin—. He hablado mucho de ti y me he dado cuenta de lo mucho que te echo de menos.

—Yo también te he echado de menos.

—Sobre el asunto del aparcamiento y la furgoneta… Leire admite que podría haberse equivocado. Quizá no eras tú.

Erin hizo un pequeño silencio. Yo sabía lo que esperaba de mí; no era tonta.

—No… No se equivocó, Erin —dije—, era yo.

—Vale.

—Y no tengo una explicación demasiado inteligente para eso. Estaba allí. Esa noche. A veces necesito conducir, dar un par de vueltas. Fumar un cigarrillo, escuchar la radio. Me ayuda, ¿entiendes?

—No es raro… Pero ¿el aparcamiento de un supermercado?

—En realidad, pensaba que llegaba a tiempo. Quería comprar algo de comer. Sin más. —Le estaba mintiendo otra vez y me sentía como una mierda. Pero ¿qué podía hacer?

—Entonces ¿a qué viene todo este secretismo? ¿Por qué no me dijiste eso y ya está? Me has tenido todo el fin de semana agobiada, pensando en mil teorías.

—¿Qué teorías?

—No lo sé. Esas noches en las que no coges el teléfono, esos viajes en carretera… Es algo extraño, Álex. Es como si ocultaras algo.

¿Qué decir ahora? Opté por la verdad. Una verdad literaria, desde luego.

—Bueno, a veces pienso que la verdad podría no gustarte. A veces…, la vida tiene dientes muy largos. ¿Alguna vez te has visto sin un duro? ¿Sin saber exactamente dónde ibas a vivir el mes siguiente? Yo sí… y solo he intentado hacerlo bien…, sin hacerle daño a nadie…, pero…

—No acabo de entenderte, Álex.

—Lo que quiero decirte es que a veces tengo que conducir por carreteras solitarias, ¿vale? A veces tengo que mancharme las manos y no quiero que nada te salpique. Tú y tu familia sois lo mejor que me ha pasado en la vida. Sois perfectos, generosos, nadie se ha portado tan bien conmigo. No la quiero joder.

—No la vas a joder, Álex. Joderla sería que en ese aparcamiento del Eroski… hubiera otra chica contigo.

—¿Eso te preocupa?

Asintió y yo me reí.

—No hay ninguna otra, Erin.

Ella respiró aliviada.

Llegábamos en ese momento al restaurante. Soplaba un viento atroz y decidimos salir del pinar antes de que nos cayera alguna rama.

—¿Te puedo dar mi opinión de licenciada en Psicología que jamás ejerció?

—Vale.

—A veces, las personas se culpan a sí mismas cuando no saben qué hacer con algunos sentimientos. Creo que a ti te pasa eso. Tu padre te abandonó y eso es incomprensible para un niño. Quizá, en lo más profundo, te culpes por ello.

—Puede ser.

—Y quizá por eso, Álex cortahierbas, piensas que debes ir por la vida pisando cristales. Haciéndote daño y aguantando todas las cargas de los demás. Y que no te mereces una chica como yo, por rica, pija y feliz que sea.

—No he dicho eso.

—Da igual. Lo soy. Pero no tengo la culpa de serlo.

Me dio un beso.

—En cuanto a tus carreteras solitarias… Comprendo que llevas mucho tiempo conduciendo solo. La historia de tu madre. Tus años viviendo fuera. Pero tienes que darte cuenta de que ya no estás solo. Tienes que acostumbrarte a que te quieran, Álex. Y yo te quiero.

Otro largo beso.

—Yo también te quiero. Eres la mejor tía que he conocido en mi vida, Erin. Aquella primera vez que quedamos, yo iba caminando a tu lado y pensaba: «¿Esta chica quiere salir conmigo? ¡No sabe lo que hace!».

—Pero sí lo sabía. Sabía que eras un tío con un corazón gigante, Álex. Es lo único que me ha importado siempre. Además de eso, me haces reír… Y me haces otras cosas estupendamente.

Nos pegamos contra un árbol y empezamos a besarnos como si solo nos quedara una noche en la tierra. Erin bajó la mano hasta mi pantalón. ¿Un polvo de reconciliación entre los pinos? Me apretó la entrepierna y yo comencé a notar que el suelo temblaba bajo mis pies. Primero pensé que debían de ser mis piernas, pero entonces me di cuenta de que era algo más. La tierra se movía. Fue como un trueno estallando en las entrañas de Punta Margúa. A solo diez metros de nosotros, el borde del acantilado emitió un chasquido fortísimo, seguido de un sonido de cascotes golpeando en la pared.

—¡Erin!

La cogí de la mano y nos echamos al suelo por puro instinto. Solo alcancé a ver una pequeña nube de polvo gris alzándose en el aire, que la brisa borró rápidamente.

—Un derrumbe —dije.

—Joder, sí. —Erin miraba hacia el trozo de roca—. Pensaba que no eran de verdad.

—Pues lo son. Anda, será mejor que volvamos a la casa.

8

Esa noche, Erin y yo nos reconciliamos tres veces seguidas bajo el edredón de mi cama; lo que era mucho más recomendable que un pinar frente al océano. Después, cuando se quedó dormida, desnuda entre mis brazos, sentí que al menos una parte de mi vida volvía a su sitio. Mi vida, esa vida que también se estaba cayendo a pedazos, al menos se sujetaba por una parte. Aunque ahora mis miedos eran mayores, más terribles, y esa noche volví a soñar con la cárcel. Mi abuelo estaba conmigo en la celda. «Cuando no mires, lo haré —me decía—, me quitaré de en medio. No quiero ser una carga para nadie.»

Al despertar, Erin salía de la ducha envuelta en una toalla, con el pelo mojado. Recorrí sus piernas con los ojos y tiré de su toalla. Quería traerla de vuelta a mi cama, pero me dijo que ya iba con retraso.

—Tengo una clase de inglés a primera hora.

—¿Y esta tarde?

—Imposible. Es la final de la liguilla. Por cierto, mis padres han preguntado si vendrás.

—Allí estaré. Volví a dormirme y me despertó el timbre de la casa, sobre las once. Era un técnico del ayuntamiento. Esa noche, al parecer, había habido una serie de derrumbes en el acantilado. Quería hacer algunas mediciones en la casa y revisar el estado de las grietas. Me preguntó por el abuelo, pero no había ni rastro de él ni de Dana. Faltaba el Mercedes, así que supuse que habrían ido a hacer algún recado.

El técnico echó un vistazo a las diferentes grietas y rellenó algunos formularios. Cuando le pregunté si todo iba bien, frunció un poco el ceño.

—Parece que hay una sección de la base de roca que está erosionada. Vamos a cerrar el paseo permanentemente.

—¿Y la casa?

—Eso habrá que verlo. Les iremos informando.

Me quedé solo y fui a prepararme un café. Hasta ese momento no había tenido un instante para pensar detenidamente en esa serie de cuestiones que la conversación con Irati había puesto sobre la mesa.

Primero: Félix me había perseguido hasta la vieja fábrica. Y según Irati, no solo una, sino dos veces. Recordé una ocasión, semanas atrás, en la que tuve la sensación de que alguien estaba rondando la fábrica. ¿Fue entonces? Posiblemente.

De modo que ese era su plan. Irati hacía un pedido por una buena cantidad de pasta. Félix me esperaba escondido, me seguía y me grababa de alguna manera recogiendo la mercancía. Y después, ¿qué? ¿Qué iba a pedirme a cambio? Según Irati, yo era una pieza de su «plan». Pero ¿cuál? ¿Quizá iba a pedirme información sobre Edoi, igual que a Denis? A fin de cuentas, yo era el yerno de Joseba. Podía colarme en su casa, robar los papeles que hicieran falta. ¿Eso era lo que pretendía?

Y hablando de esos papeles. Segundo: ¿dónde guardaba Félix todas esas cosas? El vídeo de Irati. El vídeo de Carlos y Denis. El manuscrito… ¿Quizá tenía un escondite en su casa? ¿Algo que había escapado a mi registro? ¿O quizá el ladrón que entró antes que yo se lo había llevado todo? Otra incógnita.

Y por último, pero no menos importante: ¿cómo sabía Félix que Álex Garaikoa era el «chico de las medicinas»? Esa conexión era algo prácticamente imposible, a menos que alguien se lo hubiera dicho. Y solo se me ocurría una persona que pudiera haberlo hecho, y que además llevaba toda la mañana con el teléfono desconectado.

Txemi Parra.

Estuve intentando llamarle y le escribí un par de mensajes, pero ni siquiera parecía estar recibiéndolos. Pensé en que podría ir a hacerle una visita. Sacarle de la cama, donde posiblemente tendría compañía, y hacerle unas cuantas preguntas. Pero antes de que todo eso pasara, recibí otro mensaje, de Mirari.

Me gustaría invitarte a comer en el Club. Quisiera charlar un poco sobre tu abuelo. Erin me ha contado lo de anoche.

Estuve a un tris de rehusar la invitación, pero después lo pensé un poco. Quizá había llegado el momento de hablar con Mirari sobre algunos asuntos de su pasado. Y un almuerzo a solas era una gran oportunidad para hacerlo.

Quedamos muy pronto, a la una en la puerta del Club. Yo esperaba sentado en las escaleras cuando Mirari llegó a bordo de un taxi.

—Lo siento —dijo al salir—, justo hoy no había ni un taxi libre. ¡Cuando más puntual quieres llegar!

Nos dimos un fuerte abrazo y pasamos al comedor del bar inglés. Había salido una tarde espléndida y Mirari me preguntó si quería comer fuera, frente a las canchas. «Así tendremos sitio para ver el partido más tarde.» Nos sentamos al fondo, en la misma mesa donde dos días antes había estado charlando con Denis. Pedimos un menú del día y dos copas de vino. Dijo que quería brindar por que Erin y yo hubiéramos arreglado nuestro «pequeño desencuentro».

—Joseba y yo estábamos bastante preocupados… Tú eres ya como uno más de la familia, Álex… Y hablando de eso, ya te he dicho que Erin nos ha contado lo de tu abuelo. He consultado a algunos amigos sobre el tema. Quizá necesitaría ver a un psicólogo.

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