—Vale.
Erin me pasó un teléfono y marqué el fijo de la casa de mi abuelo Jon. El teléfono dio un par de tonos y después escuché un pequeño barullo de voces. Mi abuelo gruñendo por un lado, y la dulce voz de Dana por el otro.
—Dana —dije—, soy Álex.
—¡Álex! ¡Gracias a Dios! ¿Cómo estás, carriño?
Dana era de Ucrania. Hablaba mejor español que muchos nativos, aunque de vez en cuando arrastraba algunas palabras con su peculiar acento eslavo.
—Bien. Me he despertado al fin. El doctor dice que estoy bien, aunque tengo amnesia.
—¿Amnesia? ¿Has olvidado?
—Sí. No recuerdo nada desde el jueves por la noche.
—¡Ah! Yo te ayudaré con eso.
Escuché a mi abuelo por detrás. Gruñendo como siempre. «Pásame a mi nieto, ¡espía de Lenin!»
—Te paso a Jon —dijo Dana—, está poco nerrvioso. Ya sabes…
—¡Álex! —Mi abuelo Jon cogió el teléfono—. ¿Cómo estás? Y dime la verdad, no te andes con rodeos.
Jon Garaikoa era así, como un vendaval de puro nervio.
—Estoy bien, abuelo —respondí—. Me han dicho que solo es una contusión.
—¿Hay derrame? Conozco los golpes en la cabeza, nunca se puede decir que estén bien hasta que pasen unos días. ¡Escúchame! No te vayas del hospital hasta que te hagan todas las pruebas del mundo. He visto a hombres caerse secos de repente por no mirarse un golpe en la cabeza.
—Vale, lo tengo en cuenta, abuelo. Pero me han hecho varios escáneres y dicen que…
—De acuerdo. De acuerdo. Si necesitas algo, un pijama, tabaco…, lo que sea, mandaré a Dana. ¿Okey? Dime lo que necesites. A mí no me dejan ir. La comisaria política me tiene secuestrado. Dice que monté un cisco ayer, ¡ja!
—Tengo de todo, abuelo. Muchas gracias. Creo que pasaré una noche más y mañana por la mañana estoy en casa.
El abuelo se despidió y volvió a ponerse Dana. Le pregunté por ese «cisco» que había montado el abuelo.
—No te prreocupes. No fue nada: tu abuelo empezó a llamar inútiles a los médicos y alguien llamó a segurridad.
Al cabo de un rato apareció por allí un celador y me informó que me bajarían a planta. Salí de aquel fantástico box de vigilancia intensiva y me mudé a una habitación en la que había un chico con la pierna enyesada por un accidente de moto. Le dije a Erin que se marchara a casa. Se había pasado el día anterior velándome y dormir en el butacón del hospital sería una tortura innecesaria. Discutió un poco pero al final la convencí. Me prometió que vendría al día siguiente y yo le dije que no se diera prisa: «Estaré bien».
Así que me quedé solo, con la compañía de Unax —así se llamaba el chaval de la cama de al lado—, que se dedicaba a jugar con su Nintendo Switch y a intercambiar mensajes de móvil. En realidad, tampoco estaba buscando conversación. Sentía la cabeza como una esponja húmeda y pesada, con un dolor muy remoto en la parte de atrás. Esa herida «extraña» que había alertado a los médicos. Una herida que «no era compatible» con un accidente en carretera. Pero ¿de verdad había tenido un accidente? ¿Por qué? ¿A dónde iba yo conduciendo a las seis y pico de la mañana por esa carreterilla de mala muerte?
Una cara. Dos ojos negros, fijos, sin brillo.
Un hombre me mira, quieto, en el suelo.
¿Está muerto?
—¡Mierda! Oye, ¿no tendrás un cargador de Android?
Unax no lograba encontrar su cargador y parecía a punto de tener un ataque de ansiedad. Le dije que no.
—¿Crees que si llamo a la enfermera tendrán uno?
Turno de cenas, ronda de saludos, visitas fuera. Las noches en el hospital. Las conocía bien, había pasado casi un año entero merodeando por uno, aunque en una planta mucho menos alegre. En hospitalización oncológica se libra una lucha más dura que una pierna rota. Recordé a mi madre, nuestras pequeñas victorias, cuando salíamos de allí sonrientes. Nuestras derrotas, cuando regresábamos.
Pensé que sería incapaz de dormir, pero tras la cena una enfermera me ofreció una pastilla y la tomé. Unax había comprado una tarjeta de televisión y estuve viendo una película de Denzel Washington hasta que me quedé dormido. Caí rápidamente en un sueño profundo. Como Alicia, descendí por la madriguera del conejo y en el fondo, ahí abajo, sonaba Chet Baker…
Estamos en una fiesta. Hay varias personas bebiendo, envueltas en una charla amistosa. No conozco a nadie.
Es un salón magnífico, con un mirador central desde el que se puede ver el ir y venir de la luz de un faro en la distancia.
Observo la decoración. Muchos muebles, butacas, canapés, incluso una chaise longue de terciopelo color frambuesa. Y muchos cuadros. Uno de ellos me llama la atención: un hombre desnudo con un pene descomunal. En otro hay animales, vestidos de traje y corbata.
Suena «I Fall In Love Too Easily», de Chet Baker.
Entonces, un tipo se me acerca. Barba negra, gafitas, aspecto de intelectual. Trae dos copas en la mano.
—¡Hola! Tú eres Álex, ¿verdad? Álex Garaikoa. Tenía muchas ganas de conocerte…
3
Erin no me hizo caso y vino a primera hora del día siguiente con un par de cafés, dónuts y un periódico. Era lunes y le pregunté si no tenía cole.
—He pedido a una compañera que me sustituya. Hoy tenía pocas clases.
Estaba guapísima con un vestido negro con estampados rosas, el pelo suelto sobre los hombros. Desayunamos hablando de todo un poco.
—Cancelé lo de Toulouse. No creo que estés para viajar en una temporada. También he llamado a tus clientes. Todo el mundo te envía un abrazo. Menos Txemi, a él le he dejado un mensaje en el contestador.
—Gracias.
—¡Ah!, y mi padre se enteró de todo anoche. Ha estado en varias reuniones de trabajo en Tokio y ni se lo había dicho. Te manda otro abrazo gigante. ¿Qué tal tu memoria?
El doctor Olaizola me hizo la misma pregunta más tarde. ¿Había logrado recordar algo más? A ambos les respondí lo mismo: había tenido sueños extraños, pero no estaba seguro de que fueran recuerdos de nada real. No les conté demasiados detalles. Ese hombre de barba negra y gafitas… en algunas imágenes aparecía bebiendo vino en la fiesta, en otras estaba muerto sobre el suelo de hormigón de la vieja fábrica. ¿Qué sentido tenía eso? Para mí, en aquel momento, ninguno: era todo parte de una pesadilla recurrente.
Olaizola dijo que estuviese atento a esas imágenes extrañas: «A veces, una lesión neuronal puede provocar alucinaciones». El neurólogo repitió sus consejos sobre estar atento a mi memoria y me recetó paracetamol para sobrellevar el dolor, aunque pensaba que la hinchazón iría desapareciendo. Me citó en dos semanas para evaluar el progreso de la amnesia —«Posiblemente lo habrás recordado todo para entonces»— y me dio el alta tras recomendarme reposo, reposo y más reposo.
—¡Pero si no tienes nada que ponerte! —dijo Erin al enterarse de que podía marcharme a casa—. Iré a por algo.
Al cabo de una hora y media apareció con su madre, Mirari, cargada de bolsas. Mirari era un poco más baja que Erin, pero por lo demás eran como dos gotas de agua. Las dos tenían ojos grandes como océanos, y del mismo color azul, cosa de la que costaba darse cuenta porque Mirari siempre iba con gafas de sol. Tenía un tic nervioso en los párpados que la obligaba a llevarlas para esconder su «pequeño nervio loco», como lo llamaba ella.
Pusieron todo sobre la cama: un conjunto completo de camisa, pantalón, cinturón, todo de Harmont & Blaine, y zapatos Timberland. Hasta los calzoncillos eran de marca.
—Esto es demasiado caro —protesté.
—¿Qué pensabas que te íbamos a traer? ¿Harapos? —Mirari me miró con sorna detrás de sus gafas negras—. Vamos, póntelo.
Me cambié en el cuarto de baño y cuando salí las dos mujeres dieron su aprobación.
—Hemos acertado con las tallas.
—No sé. Yo me veo raro.
—¡Eso es porque siempre vas en vaqueros y camiseta!
Los Izarzelaia —Erin, Mirari, Joseba— eran una de esas familias a las que no se les notaba el dinero casi nunca, excepto con cosas como esas. Una compra de quinientos euros en ropa como si fuera un chupa-chups; un viaje a Sudáfrica para celebrar las Navidades; un iPhone por tu cumpleaños… Me despedí de Unax, que había conseguido recargar su Android y estaba feliz en su mundo de mensajes de móvil.
El mío continuaba en paradero desconocido, así que dejé un mensaje en el puesto de enfermeras por si alguien lo traía, aunque ellas insistieron que eso no ocurría nunca.
—Llama a la Ertzaintza. Si alguien lo ha cogido, serán ellos.
Un taxi nos esperaba en la puerta. Mirari, por su problema en los ojos, iba a todas partes en taxi. Nos montamos y salimos en dirección a Ilumbe. Hacía un día gris y plomizo y amenazaba lluvia. Madre e hija, sentadas en el asiento de atrás, iban hablando alegremente de sus cosas. Yo iba un poco más callado, mirando por la ventanilla. Las montañas cubiertas de espesos encinares, los valles de interior. Todo me recordaba esa visión de la antigua fábrica y esa absurda imagen que se repetía una y otra vez en mi cabeza.
El tipo no se mueve. Ni parpadea. Está muerto.
—¿Álex?
Me giré. Mirari y Erin me miraban extrañadas.
—Estabas como ido… ¿Te encuentras bien?
—Se me había ido la cabeza, perdón, ¿qué decías?
—Que mi aita vuelve el jueves. Al parecer, las cosas en Tokio han salido a pedir de boca y va a organizar una fiesta en casa para celebrarlo. Espera que te apuntes.
—Claro —respondí yo.
Unas nubes muy oscuras se cernían sobre la costa cuando llegamos a Punta Margúa, el cabo de roca en el que se asentaba, más mal que bien, nuestra casa familiar.
La casa de Punta Margúa estaba construida frente a un acantilado de casi treinta metros de altura. El lugar llevaba años sufriendo derrumbes por la erosión de las olas de forma que ahora todo el cabo se iba rindiendo y los terrenos de la casa estaban desestabilizados. En el pueblo la llamaban la «Casa Torcida» y lo cierto es que si colocabas una canica en cualquier habitación de Villa Margúa —que es como se llama en realidad—, corría a una velocidad preocupante hacia el mar.
El taxista hizo un comentario al hilo de esto según llegábamos a la gasolinera Repsol:
—Dicen que la diputación está pensando en expropiar estos terrenos, ¿no?
—Son solo habladurías —le respondí secamente.
Desde la Repsol salía el caminito de subida a la casa. Arriba, Villa Margúa surgía frente a unos frondosos pinares que discurrían por todo lo largo del acantilado.
Llegamos frente a la verja de entrada justo cuando comenzaban las primeras gotas de lluvia. Dana apareció corriendo con un paraguas. Mirari y Erin dijeron que no querían molestar, pero Dana insistió: «Jon ha dicho que paséis. Además tengo almuerrzo listo: alubias rojas con sacrramentos». Nos reímos de cómo sonaba ese plato típico en labios de una ucraniana. Dana había trabajado en un hotel del pueblo durante muchos años y conocía el recetario vasco de pe a pa. «Pimientos, muchos pimientos, siemprrre pimientos.»
Mi abuelo esperaba bajo el portón del garaje, con las manos metidas en los bolsillos. Jon Garaikoa era un armario de espaldas anchas vestido con un eterno jersey desgastado de color oscuro. Tenía un oído sordo y una larga cicatriz en la frente: heridas de guerra de un viejo marino. Por lo demás, aún conservaba una buena cabellera de color plata y dos ojos pequeños y oscuros, avispados, reflexivos y duros.
—Le veo más delgado, Jon —dijo Mirari.
—Es la rusa, que me mata de hambre… ¡y de sed!
Lo dijo en voz alta para que Dana pudiera oírle, pero a Dana le daba igual. Su trabajo era cuidarle y lo hacía a conciencia. Mucha verdura y pescado blanco, poca carne, nada de frituras. Y sobre todo le controlaba el vino. Los neurólogos se habían apresurado a quitarle el alcohol ante sus primeros achaques y Dana se lo había restringido a tres vasos diarios. Uno en la comida, dos en la cena. Mi abuelo, que era capaz de beberse una botella al día, lo vivía como un calvario.
—Anda, Álex, saca una botellita de vino. Hoy es un día que hay que celebrar.
La tormenta caía a chorro. Un viento furioso embestía la casa de frente, que sonaba como un barco estremecido por el oleaje.
—Ya no me acordaba de cómo sonaba esta casa —dijo Mirari en el salón—. Siempre que veníamos de niñas nos moríamos de miedo.
—Te acabas acostumbrando. —Dana dio una palmadita contra la pared, como si le palmeara la espalda a la casa—. Tiene buenos cimientos.
—¿Habéis recibido algún otro informe del ayuntamiento?
Un técnico municipal hacía mediciones bimensuales de las grietas que había repartidas por las habitaciones. Se temía que los fundamentos pudieran rendirse a tal punto que se nos derrumbara encima. Por el momento, todos los informes nos permitían seguir viviendo allí. Además, no teníamos otro sitio donde caernos muertos.