—Fue en aquel pinar, ¿lo ves? —Señalaba hacia uno de los pinares de Punta Margúa—. Allí fue donde saltó. O quizá se cayó, nunca se supo demasiado bien. En realidad, le hizo un favor a mucha gente…
—¿Lo dices por la empresa? Ane me dijo que Floren iba de mal en peor dentro de Edoi. Y que le estaban presionando para vender su parte… Su muerte lo facilitó todo.
—Ah, eso… también.
—¿También? ¿Es que hay algo más?
—No, da igual.
—¡Venga, aitite!
Bebió un trago de la bota y se limpió los labios con la manga del jersey.
—Floren también le hizo un buen favor a Ane muriéndose. Se había convertido en un monstruo.
—¿Quieres decir que la maltrataba?
El abuelo asintió.
—¿Te lo dijo ama?
—Bueno, a mí nunca me contaban demasiado, pero no hace falta ser muy listo para atar cabos. Que si un ojo a la virulé, que si manga larga en un día de verano… En el pueblo a nadie se le escapaban estos detalles. Y tu madre debió de enterarse también. Vino a Ilumbe a convencerla de que le abandonara. Precisamente esa noche, la noche en la que Floren se mató, estaban las tres cenando.
—¿En casa?
—No… —dijo el abuelo—. Esa noche estaba yo solo en Punta Margúa. Ellas estaban en casa de Ane, creo.
—¿Y qué hacía Floren en Punta Margúa?
—Eso nadie lo sabe. Dicen que estuvo bebiendo en el restaurante, que salió borracho y… Pues eso. Lo más seguro es que decidiera terminar con su miserable existencia. Estuve en el funeral y allí no vi demasiadas lágrimas, desde luego. En fin…, un desgraciado menos. Y yo me alegré mucho por Ane… Aunque la verdad es que no tiene buena puntería con los hombres. ¡Mira que acabar con el tío de Urtasa!
Sobre las diez y media comenzó a llover y mi abuelo arrancó el Trumoi. Volvimos a Ilumbe, dejamos la pesca en un barril de hielo en la lonja y fuimos de poteo por los bares del pueblo, que, siendo domingo, estaba bastante animado.
Mi abuelo se fue encontrando con gente. Era imposible dar dos pasos sin saludar a alguien. Me presentaba como su nieto y después se ponía a hablar en euskera. Mi madre me hablaba en euskera de niño y yo podía seguir las conversaciones hasta un punto, pero aquello no solo era vizcaíno, sino vizcaíno «de aquel valle», lo cual convertía esas conversaciones en una especie de protocolo encriptado de 128 bits.
Entre vino y vino yo miraba la calle. Un coche de la Ertzaintza se detuvo a unos metros de nosotros y el corazón me dio un vuelco antes de que reanudara su marcha, aunque tardé un poco en recobrar la serenidad. «Tranquilízate, Álex, es demasiado pronto.» Después, en el bar de Alejo, seguí con atención las noticias de la tele. Pero allí no decían nada de Félix ni de ningún cadáver hallado en ninguna vieja fábrica. La noche anterior, aquellos chavales tenían que haber encontrado el cuerpo. ¿Cómo es posible que no hubiera nada en las noticias? Pensé que quizá la policía lo mantenía en secreto por algún motivo… Quizá estaban investigando las pistas, las huellas… y se tardaba algo de tiempo en analizar todo eso.
Dos vinos más tarde, empecé a intentar verlo desde un ángulo positivo. La noche anterior, antes de que llegaran los juerguistas, me había dado tiempo a limpiar en profundidad. Solo había dejado un poco de sangre en un cristal, en una ventana en lo más alto de la fábrica. ¿Era posible que la policía no lo hubiera visto?
Volvimos a Villa Margúa, pusimos las doradas al horno y las comimos con un chacolí. Después subí a mi habitación. Mi cuerpo necesitaba recuperar algo tras mi noche de insomnio y caí sin darme cuenta.
Me desperté a las seis de la tarde. En las noticias seguían sin decir nada sobre Félix. Eso era bueno, supuse.
Por otro lado, Erin seguía sin dar señales de vida. ¿A qué estaba jugando? En su cuenta de Instagram había subido una fotografía de sus dos pies apoyados en el salpicadero del coche (el de Leire, deduje) y con los hashtags #findeDeChicas y #surfinLesLandes.
«Vaya, qué guay —pensé sin poder evitar que un amargo resquemor me trepara por la garganta—, parece que te lo estás pasando pipa. Gracias por ni siquiera dignarte a responder mi mensaje.» Le di un «me gusta» a su foto aunque en realidad no me gustaba. Lo hice en plan venganza. «Estoy aquí. Gracias por ignorarme.»
Después, me arranqué y le escribí lo siguiente:
Hola, Erin. No hace falta que respondas a este mensaje. Me alegro de que lo estés pasando bien en Biarritz. Solo quiero decirte que te echo de menos y que espero que nos podamos ver esta semana y charlar. P.D.: Por cierto, necesito el teléfono de Denis.
Esta vez tardó menos de cinco minutos en responder.
Sí, estoy en Biarritz con Leire. Volvemos esta noche, muy tarde. Te paso el número de Denis, pero siendo domingo, casi seguro que estará nadando en el Club.
Ni un beso, ni un emoticono, nada. Vaya, las cosas pintaban realmente bien entre Erin y yo.
2
«El Club», como se lo conocía por la zona, había sido una iniciativa privada de los primeros habitantes de la colina, gente con bastante dinero —como Joseba—, que, a falta de equipamientos deportivos cercanos, se unió en una cooperativa para construir el suyo propio. Había comenzado siendo una sencilla cancha de tenis con un bar y una zona de vestuarios, pero con la llegada de más habitantes a las colinas, se había terminado convirtiendo en un pequeño polideportivo con piscina, gimnasio y spa. La cuota de socio costaba una fortuna, pero yo tenía un carné gracias a Erin. Era uno de los muchos regalos que me había hecho. Lástima que ahora tuviera que devolvérselo. Y quizá a través de los barrotes de una celda.
Ese domingo por la tarde, el aparcamiento estaba casi lleno y, según entré por la puerta, comprendí por qué. Había un trío de jazz tocando y una treintena de socios disfrutaban del concierto en el bar del Club, un lugar decorado a la inglesa, con cómodos sofás y una terraza con vistas a la cancha de tenis. Busqué a Denis y no lo vi, pero recordé lo que Erin me había dicho, así que cogí mi mochila y me fui a nadar.
La piscina estaba construida con todo el lujo que cabría esperar: un techo de madera con grandes ventanales que ofrecían una relajante vista de los bosques mientras nadabas. Además había una sauna y un baño turco junto a la zona de duchas. Yo solía ir a nadar un par de veces por semana, un kilómetro a crol, solo por mantener un hábito saludable en la vida.
Me paré en la línea de saltos y observé a los nadadores que iban y venían por las calles en ese momento. Una mujer, una chica y un tío haciendo estilo mariposa. Este último tenía grandes posibilidades de ser Denis: era difícil estar seguro con el gorro y las gafas puestos, pero tenía una piel pecosa y pálida que se correspondía a la perfección con lo que yo conocía del tipo.
Bueno, no sabía muy bien cómo plantearle la pregunta que quería hacerle, pero me imaginé que lo mejor era actuar con sutileza. Me lancé al agua y empecé a nadar. En cuanto Denis saliera, le interceptaría y trataría de establecer una conversación.
Entre nosotros mediaba esa sílfide en bañador negro y tan rápida, pero yo nadaba sin perder de vista a Denis. De vez en cuando me paraba y echaba un vistazo, pero el tipo entrenaba fuerte. Estuvimos por lo menos veinte minutos allí. Ya me dolían los brazos, las piernas, hasta el ombligo. Por fin le vi sentado al borde de la piscina, charlando con la otra nadadora. Hice un largo más, a braza, y pude ver cómo se despedía y se dirigía al baño de vapor. Un largo más para disimular y le seguí allí dentro.
Una densa capa de vapor lo cubría todo. Un par de gradas, luces de colores, y la vaga silueta de dos personas allí sentadas. Lo eché a suertes y fui hacia la silueta de la izquierda. Subí la grada, me senté.
—¿Álex?
—¿Denis? Qué casualidad.
—¿Estabas nadando hace un minuto? —preguntó—. Conozco a casi todo el mundo por su estilo y el tuyo no me sonaba.
Me tomé aquello como una manera elegante de decir que mi estilo era una mierda. Lo era. El chorro de vapor se reactivó, y justo en ese instante la mujer que nos acompañaba se levantó y se marchó de allí, dejándonos a solas.
—¿Y Erin? —preguntó Denis.
—Siendo su mejor amigo, me extraña que no lo sepas.
—¿El qué?
—Erin está enfadada conmigo. No le sentó nada bien que le ocultase mi incursión en casa de Carlos Perugorria. Pero estoy seguro de que ya lo sabes.
—No he hablado con ella en todo el fin de semana —dijo Denis—. Te lo puedes creer o no, a mí me da igual.
Se levantó, cogió su toalla.
—Espera. Quiero hablar contigo de algo.
Denis se giró bruscamente. Calculé por un segundo la posibilidad de que llegásemos a las manos. Tenía un par de buenos brazos y era más alto que yo.
—Estuviste en la fiesta de Carlos, me viste, ¿por qué no se lo dijiste a Erin?
Se quedó mirándome en silencio. El vapor se había disipado por un momento.
—¿Crees que debería haberlo hecho?
—No lo sé. Solo me extraña.
—Erin es como una hermana para mí, ¿vale? No voy a permitir que nadie le haga daño. Ya ha pasado muchas veces. Tíos supermajos que terminan cagándola. Ha habido unos cuantos.
—Y yo soy uno de ellos, según tú.
—Eso está por ver. De entrada, tienes una tarjeta amarilla.
—¿Qué? —Me reí—. ¿Desde cuándo eres el árbitro de nada?
—No voy a permitir que le hagas daño, Álex. Te lo he dicho: no eres el primero. Erin se merece mucho más.
—¿Alguien como tú, tal vez?
Se rio.
—A mí me gustan los tíos, Álex.
—Pues no lo parece. Lo que parece es que quieres a Erin para ti solo. Bueno, quizá la consigas… De todas maneras, eso no responde a mi pregunta. ¿Por qué lo ocultaste?
—Un gesto de deportividad. Estaba esperando a que tú se lo dijeras.
—¿Yo? ¿Cómo iba a hacerlo, si no me acuerdo de nada?
—No me trago tu historia de la amnesia. No me trago ninguna de las historias que le has contado a Erin.
—¿Qué quieres decir?
—¿Le has hablado ya de ese montón de dinero que debes? ¿O de ciertos encontronazos que tuviste con la policía de Amsterdam?
El vapor volvió a salir desde alguna parte. Elevó la temperatura de la sala, aunque yo me había quedado helado.
No dije nada.
—¿Sorprendido? —habló de nuevo Denis—. Investigar el pasado de la gente es parte de mi trabajo. Y como abogado es bastante fácil saber cosas; sobre todo, en lo relativo a sus finanzas. Debes un dineral…, más del que nunca podrías ganar cortando hierba.
Me levanté. Ahora sí, me daba igual que Denis tuviera el doble de brazo que yo. Iba a romperle la cara.
—¿Se lo has contado a Erin?
—Tranquilo. No sabe nada. Te estoy dando la oportunidad de que se lo digas tú, Álex. Solo quiero protegerla de tus problemas, ¿vale? Y de tus intenciones, si es que no son buenas.
—No quiero el dinero de Joseba, si es a lo que te refieres.
—De momento, ya has conseguido que te dé un trabajo en su empresa.
—Estás enfermo, Denis. ¿Sabes lo que estoy pensando? Quizá sea yo quien le cuente todo esto a Erin. Cuando me mande al cuerno, mañana. Le contaré la clase de amigo posesivo y psicópata que tiene.
Denis guardó silencio.
—Y ya de paso, ¿por qué no hablamos de la mierda que escondes tú debajo de la alfombra? Esas amenazas de muerte a Félix Arkarazo…
Abrió los ojos de par en par.
—¿De qué hablas? —dijo.
—Del viernes pasado, en el aparcamiento de Gure Ametsa.
Su cara era un poema y yo supe que había apretado el botón correcto, pero en ese instante se abrió la puerta y entraron dos chicas. Saludaron y se sentaron en una de las gradas. Denis y yo nos quedamos callados.
—Estaré en el bar —dijo mientras cogía su toalla y se dirigía a la puerta—. Te espero allí.
Me quedé de pie, inmóvil en aquel vapor agobiante, mientras aquellas dos chicas hablaban de cómo y dónde hacerse un tatuaje. Tenía el corazón a mil por hora. ¡Denis lo sabía todo! Mi noche en un calabozo de Amsterdam, mis deudas… ¿Tan fácil había sido investigar mi vida? ¿Y a qué estaba esperando para contárselo a Erin?
Salí de allí acalorado y me dirigí a una ducha fría que había en la salida. Abrí el grifo y un chorro de agua helada me impactó de lleno. Entonces algo se abrió paso en mi cabeza, una imagen: la terraza de Gure Ametsa por la noche, la luz del faro. ¿Qué estaba ocurriendo?
Estoy en la terraza, puedo escuchar los ecos de la fiesta.
Claro… Estaba recordando.
Tengo el móvil en la mano. ¿Por qué?
Estoy respondiendo a un mensaje.
Irati. Esa chica de los mildronates.