El mentiroso – Mikel Santiago

En el salón, mi abuelo estaba con su copa de coñac, junto a la ventana. Ahí había un tercer policía sacando huellas dactilares.

—No encontrará gran cosa —dijo el abuelo—. Seguramente el tipo llevaría guantes. Y con ese pasamontañas encima, ni siquiera habrá un pelo suyo por aquí. Aunque tampoco le veo buscarlos.

—¿Pelo? —pregunté.

—Para el ADN —dijo el abuelo—. Hoy en día, basta con una pestaña para pillar a un criminal. Un trozo de uña. Hasta sudor, he leído en alguna parte.

Esa frase me enfrió la sangre.

¡Una pestaña! ¡Sudor! ¡Yo sí que sudaba!

Estuve allí sentado, aguantando el papelón, hasta que Arruti, Blanco y el equipo de la Científica recogieron sus bártulos y nos dieron las buenas noches. Dana preguntó si no pensaban dejar una patrulla junto a la casa, pero Arruti dijo que no veían la necesidad de hacerlo. «Dudo que ese tipo se atreva a volver por aquí.»

El abuelo dijo que no tenía sueño, pero logramos convencerle de que se metiera en la cama. Le dije que dormiría en el salón a modo de guardia nocturna. Así que, para la hora bruja, la casa de Punta Margúa había recobrado la calma. Bueno, eso era un decir. Yo estaba de los nervios por ese comentario sobre el ADN.

Pero ¿en qué había estado pensando? Claro que el ADN me perseguiría. Hasta ese momento creía haber resuelto las cosas más urgentes: sacar la bolsa Arena de la vieja fábrica y hacer desaparecer el «arma del crimen». Pero ¿y el resto de mis huellas? Tarde o temprano, alguien encontraría a Félix Arkarazo yaciendo en el suelo de la fábrica. Un montañero, un mendigo o una parejita en busca de un poco de intimidad industrial. Una llamada al 112 y la Ertzaintza se presentaría en el sitio. No tardarían en darse cuenta de que allí no había ocurrido ningún accidente. Aquello era un asesinato en toda regla. Un agujero en la cocorota no es algo que te hagas de un resbalón. Se acordonaría la zona y vendría la Científica, como había dicho el abuelo. Los forenses comenzarían a rastrear el lugar en busca de pruebas. Un cabello, una huella, un trozo de piel bajo las uñas. Recordé la vomitona que no había podido contener cuando vi el muerto. Joder. La vieja fábrica era una piscina de ADN de Álex Garaikoa.

A las dos de la madrugada, seguía despierto, quemándome la vista delante del móvil. Leía y leía. Artículos sobre forenses, ADN, pruebas incriminatorias… Cómo borrar huellas dactilares. Cómo borrar tu ADN de la escena de un crimen. La dark web estaba llena de artículos al respecto. Incluso había unos tipos que se anunciaban como «limpiadores profesionales de cadáveres». Estuve tentado de pedir un presupuesto.

¿Qué tenía que hacer? ¿Volver a ese maldito lugar y pasar la aspiradora? ¿Poner una bomba? ¿Hacer desaparecer el cuerpo? Esta última me pareció una buena opción durante un rato. Sin cadáver no habría asesinato ni sospechoso. Pero ¿cómo hacerlo? Podría llevar unas cuantas latas de gasolina y hacerlo arder en la propia fábrica, aunque no tenía claro si eso eliminaría la conexión entre el muerto y mi ADN. También podía moverlo, llevarlo a otra parte, descuartizarlo y disolverlo en ácido como en Breaking Bad.

Todo esto, contando con que nadie lo hubiera hallado aún.

Soplaba un viento silbante, embrujado, y yo intentaba pensar en todo esto sumido en una gigantesca tormenta mental que mezclaba el miedo, la culpa y la sensación de que era un verdadero idiota por no haber caído antes. La grieta de mi habitación se había ensanchado. ¿Se estaba rompiendo la casa por fin? ¿Moriríamos los tres sepultados por el viejo tejado? La ansiedad alcanzaba cotas deliciosas.

Estuve caminando a orillas de la neurosis un rato. Pensé en suicidarme, después intenté relativizarlo todo: quizá la cárcel no fuera para tanto. Pero luego, no sé cómo, logré relajarme. Planeé ir la noche siguiente otra vez a la antigua fábrica. Mover el cuerpo de Félix era, sencillamente, demasiado arriesgado. Había muchísimas cosas que podían salir mal. Así que opté por una limpieza a fondo. Y con esa decisión en mente, por fin me dormí.

Esa noche tuve un sueño extraño. Yo estaba en la fábrica Kössler, caminando a tientas en la oscuridad. Entonces me encontraba con el muerto, con Félix, pero había alguien más a su lado. Una mujer rubia, de unos cuarenta, guapa, con una nariz recta y muy bonita.

—¡Eh! Tú eres la chica de los mildronates, ¿no?

Ella no decía nada. Solo me miraba con los ojos tan grandes como dos huevos. En ese instante lo notaba. Había alguien a mi espalda. Me daban un golpe y caía al suelo.

4

Dolores, la empleada doméstica de los Perugorria, me esperaba al final del sendero de entrada, junto al aparcamiento. Me hizo una señal para que metiera el Mercedes junto al Porsche Cayenne. Después, cuando salí, me miró con una media sonrisa. Supongo que se le pasaban un montón de chistes por la cabeza, pero se limitó a ser cortés.

—Acompáñeme.

Mientras nos dirigíamos a la casa observé la pequeña vivienda que había al fondo del terreno, en busca de ese «hombre escalofriante».

—¿No está Roberto? —pregunté.

—No lo sé, señor —respondió ella.

Subimos las escaleras y entramos en aquel elegante salón de mis recuerdos. Volví a sentir un cosquilleo en la nuca. Allí estaba Carlos Perugorria, de pie, con una camisa color blanco a juego con su sonrisa radioactiva. A su lado, sentada en el reposabrazos de un sofá color regaliz, había una mujer. Nuestra llegada interrumpió su conversación y entonces ella se giró. Lo primero que supe al verla fue que la conocía, y no solo de una semana atrás. De pronto, al ver ese rostro, llegaron a mí imágenes que parecían grabadas con una cámara Super-8. Recuerdos de veranos eternos, cielos azules y paseos por la playa. Tardes aburridas de lluvia o mediodías radiantes tostándome en la arena. Fantásticos combates en las olas, accidentes con bicicletas y heridas en las rodillas.

—¡Ane!

—¡Claro que me recuerdas! —dijo ella—. ¡Sabía que no te podías haber olvidado de mí!

—Es cierto…, te recuerdo —dije.

—Yo solía jugar mucho contigo en la playa, cuando eras un niño. Aunque supongo que ya no me parezco demasiado a ese recuerdo, ¿verdad?

Lo dijo con coquetería. Lo cierto es que era una mujer despampanante. Un cutis de diosa, una melena pelirroja que parecía pintada por Botticelli y un cuerpo bonito y bien esculpido en el gimnasio.

—¿Y Erin? —dijo entonces—. ¿No ha podido venir?

—No… Ella… Bueno, estaba ocupada.

Me costó un poco explicar esto.

—Es una chica fantástica —dijo Ane como si pudiera leer esa turbación en mis ojos—. Y guapísima, por cierto. Tenéis los dos mucha suerte.

Di las gracias, un poco amargamente.

—Me resulta todo tan extraño… —siguió diciendo Ane—. Entonces… ¿no recuerdas nada de nuestra conversación del otro día? Estuvimos hablando durante al menos veinte minutos. Sobre tu madre. Sobre ti…

Yo negué con la cabeza.

—Creo que tendremos que volver a empezar.

Cinco minutos más tarde estábamos sentados en un sofá en el centro del salón, mientras Carlos preparaba unos combinados en el pequeño bar. Yo había dicho que sí a un Long Island Tea. Ane, un margarita. Sonaba música, pero no era Chet Baker, sino un viejo disco de Simon & Garfunkel. Le pregunté a Ane por los cuadros. Esa fiesta de los animales, le dije, era una de las primeras cosas que había recordado.

—Se titula AniBall. Es de Luca Makarashvilli, uno de los pintores de nuestra galería.

—¿Tienes una galería?

—¡Oh, no! Solo me dedico al negocio. El dinero pertenece a una familia suiza absurdamente rica. Yo dirijo una de las sedes.

—Son bonitos. Y extraños. —Miré en torno a mí, con detenimiento—. El del hombre con el pene gigante también se me quedó grabado.

—Los hombres y los penes. —Sonrió mirándome—. Cada uno con sus obsesiones.

Llegó Carlos con los cócteles en una bandejita de plata. Yo recogí mi Long Island Tea. Le di un sorbo. Estaba exquisito. Carlos podía tener sus partes oscuras, pero desde luego sabía preparar un cóctel.

—Antes de empezar con el interrogatorio, nos gustaría compensarte por cualquier objeto que pudiera habérsete dañado en el agua. ¿Un teléfono móvil, tal vez? Te compraremos uno nuevo. ¿O algún documento quizá?

—Gracias —dije—, pero no hace falta. Estaba todo en una chaqueta y me la había olvidado en el coche.

—Bueno, eso es afortunado. —Carlos ya se había sentado y Ane hizo un gesto que los abarcaba a ambos—: En fin, pregúntanos lo que quieras sobre la fiesta del viernes. Nos encantaría poder ayudarte a recordar. ¿Hasta dónde llega tu amnesia?

—Bueno, ahora ya sé cómo vine. Txemi me lo ha explicado. Lo de tu llamada…

—Así es —me interrumpió Ane—. Hace un mes estuvimos en su casa, cenando y tomando algunas copas. No es un peloteo barato, pero admiré su jardín. ¿A que es verdad, Carlos?

Carlos asintió.

—Así que el viernes, cuando Dolores me dijo que nuestro jardinero estaba de baja, entré en pánico. Por suerte, enseguida me acordé del jardinero de Txemi. Por eso le llamé. Y, ¡qué casualidad!, resultó que era el hijo de mi querida amiga Begoña.

—¿Me reconociste mientras cortaba la hierba?

—No fue exactamente así —dijo Ane—. Yo estaba en mi despacho mientras tú estabas trabajando. Entonces llegó la hora de la fiesta. Me preparé. Uno de mis amigos, que suele venir muy puntual, estaba fuera en la terraza, fumando. Entró y me dijo: «¿Sabes qué? Creo que tu jardinero es el hijo de Begoña Garaikoa?».

—¿Quién fue? —preguntó entonces Carlos—. ¿Don Cotilla?

—No seas así —rio Ane—. Sí, fue Félix.

Aquello me pilló bebiendo mi Long Island Tea y gracias a ello pude disimular la sorpresa.

—¿Félix Arkarazo? ¿El escritor?

—Siempre llega el primero para comerse los mejores canapés —bromeó Carlos.

—No digas eso, Carlos —le reprendió Ane—, Félix es un viejo amigo. También lo era de tu madre, por cierto. Por eso te reconoció. De hecho, estuvisteis hablando un buen rato.

—Espero que no le contases nada demasiado personal —añadió Carlos con una sonrisilla—. Le encantan los asuntos personales, sobre todo si son turbios.

—Algo he oído.

—Precisamente el viernes estuvo hablándonos de su segunda novela —contó Ane—. Dice que va a ser todavía más explosiva que la primera. Nos contó que muy pronto haría un anuncio importante.

—Solo por eso le invita a todas sus fiestas —bromeó Carlos—, quiere asegurarse de llevarse bien con él.

—Qué idiota. Lo digo por si estuvisteis hablando de ello. Félix es de esos escritores a los que les encanta relamerse en su oficio.

Se rio, aunque de manera un poco forzada.

—No recuerdo mucho, la verdad. Pero sí me dijo que era escritor. Esta misma semana he comenzado a leer su libro. Es bueno.

—¡¡Oh!! Esa cosa tan horrible. Pero hizo una fortuna con ello.

—¿Salís vosotros? —dije, e inmediatamente noté una especie de rubor en sus cuatro mejillas—. Quiero decir, como sale tanta gente de Ilumbe…

—No —resolvió Ane—, a nosotros decidió perdonarnos la vida. Bueno, es que éramos amigos desde niños. A tu madre la adoraba.

—Sí… Mi abuelo me lo contó. Aunque no sé si es verdad.

—¿El qué?

—Que Félix estuvo enamorado de mi madre.

—Es cierto. —Ane sonrió al decirlo—. Félix besaba el suelo que tu madre pisaba, desde que tenía trece años. Bueno, siempre llevaba una foto de ella en la cartera, no te digo más. Y tu madre siempre fue amable con él. Éramos todos chavales de un pueblo muy pequeño. En el fondo, siempre le hemos tenido un poco de lástima, ¿entiendes? Un chico raro, solitario… En cambio ahora, en fin, todo el mundo le teme. Pero bueno, quizá todo esto te aburra.

«No, al contrario…»

—¿Qué más quieres saber? Te vi hablando con Félix, con Carlos… Estabas bastante integrado, la verdad.

—También estaba Denis Sanz. Aunque no acabo de comprender por qué. ¿Sois amigos?

—Denis y yo tenemos algunos proyectos en común —explicó Carlos—, también se dedica al mundo inmobiliario, como su padre…, que además es socio de Ane en Edoi.

—¿Edoi Etxeak? —pregunté con genuina sorpresa—. Pensaba que solo había dos socios.

—Es algo puramente nominal —aclaró Ane—. Mi primer marido fue uno de los fundadores de la empresa y tengo unas pocas acciones.

«Vaya —pensé—. Así que hubo tres socios en Edoi. Tal y como contaba el relato de Félix en su libro.»

El primer marido de Ane fue uno de los fundadores de la empresa. ¿No era ese que se había matado cuando iba borracho?

5

Dolores avisó de que el almuerzo estaba listo. El comedor era una extensión de cristal con unas vistas estupendas al océano y al faro. También podía verse una parte del jardín oculta desde la carretera. La pequeña vivienda, apartada de la casa, tenía unas luces encendidas.

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