El mentiroso – Mikel Santiago

Me aprovisioné de algunas cositas para no tener que volver en una temporada. Irati, la chica de los mildronates, no respondía. Bueno, no podías pedir que la gente estuviera lista para salir a jugar a la búsqueda del tesoro cuando tú quisieras, así que cogí su pedido, cerré la bolsa y salí de allí.

El camino de regreso fue más fácil —siempre es más fácil subir que bajar—, pero aún llovía a mares. Llegué al coche y saqué ropa de recambio del maletero. No quería tener más sorpresas inesperadas esa noche.

3

Conduje bajo una intensa lluvia por la carretera del mar y llegué a Ilumbe en veinticinco minutos de reloj. Según llegaba a la altura de la Repsol, detecté un resplandor en lo alto de la colina. Un resplandor azul como el que suelen emitir los coches de policía. Casi siguiendo un instinto automático, frené y entré en la gasolinera. Aparqué el Mercedes a un lado y miré otra vez. En efecto, había una especie de resplandor azul en lo alto de Punta Margúa. ¿La policía?

Salí del coche y entré en la tienda de la gasolinera. Ketxus, el empleado —un chaval de pelo rojo y con más de quince piercings visibles—, estaba aburrido en su silla, mirando el móvil.

—Oye, ¿ha pasado algo? ¿Has visto poli?

—Sí, hace un rato… —dijo distraído—, me ha parecido ver una ambulancia.

Un poco más nervioso, salí de ahí. El resplandor azul se veía con claridad por encima de los árboles del monte. Entré en el coche y miré el teléfono. Solo entonces vi que tenía tres llamadas perdidas de Dana y un mensaje:

Álex, ven a casa cuando puedas. Ha pasado algo con tu abuelo.

El mensaje de Dana no era demasiado explícito, y esos suelen ser los peores.

Arranqué y salí de allí atolondradamente. Un coche patrulla estaba parado frente a las verjas. También había una ambulancia. En esos pocos segundos que tardé entre el coche y la casa pensé que el abuelo había muerto.

«Se ha suicidado», me decía a mí mismo, recordando esa frase que me había dicho la noche anterior: «No quiero ser una molestia para nadie». Y si era cierto, el corazón me iba a reventar de tristeza y culpabilidad.

Había luz en el salón, así que atravesé el jardín hasta la terraza. Entonces, llegué a la puerta y vi a mi abuelo sentado en un sofá, en pijama.

¡Vivo!

Una ATS le estaba tomando el pulso y Dana estaba sentada a su lado. Toqué en el cristal y vino a abrirme. Todavía llevaba una gabardina puesta. Ella también parecía recién llegada de alguna parte.

—¿Qué ha pasado?

—Parece que había alguien merodeando por la casa. Tu abuelo le ha visto.

—¿Qué?

—Al parecer ha disparado con su escopeta y después ha llamado al 112.

—¿Qué?

Entré a todo correr y me arrodillé junto al abuelo. La ATS que le atendía me hizo un gesto con la mano como pidiendo calma.

—¡Eh! ¿Qué ha pasado, aitite? ¿Estás bien?

Mi abuelo estaba visiblemente alterado, pero intentaba mantener su flema.

—Un ladrón de gallinas —dijo—, que se ha equivocado de gallinero.

—¿Es verdad que le has disparado?

—Sí, pero no a dar, ¿eh? Ha salido corriendo el muy cobarde.

Vi bajar a dos ertzainas por la escalera. Joder, eran Nerea Arruti y el agente Blanco, los mismos con los que había charlado tres días antes. El agente Blanco portaba una escopeta de caza en las manos. Era la escopeta del abuelo. De niño solía pedirle que me dejase jugar con ella y mi madre se ponía hecha una furia.

—Vaya casualidad —dijo Arruti al verme.

—Y tanto —dije yo.

Dana se adelantó.

—¿Han encontrado algo?

—Por ahora solo hemos encontrado el disparo —contestó—. Jon le ha dado de lleno al césped, nada más.

Blanco desmontó la escopeta y dejó las piezas en el suelo de la entrada. Después sacó una linterna y salió por la puerta del jardín, que seguía abierta.

—Voy a echar un vistazo fuera.

Arruti se acercó al abuelo y se puso en cuclillas frente a él. Sacó una libreta y le pidió que describiera lo sucedido.

—Me iba a ir a la cama y he bajado a comprobar que no quedase ninguna luz encendida abajo. Y de hecho, la luz de la cocina estaba dada. ¡Estos dos siempre se olvidan de quién paga la factura en esta casa!

Dana y yo nos miramos con media sonrisa.

—Entonces, según estaba allí, he escuchado un ruido en el salón. Me he asomado y he visto una silueta pegada a ese cristal. —Señaló uno de los grandes miradores del salón—. Primero he pensado que era mi nieto, que se había olvidado la llave y estaba intentando abrir la puerta. Pero luego he visto que llevaba un pasamontañas.

—¿Llevaba la cara tapada? —dijo Arruti.

—Sí. Era uno de esos viejos pasamontañas de ojos recortados. Así que ni me lo he pensado. He subido a mi despacho, he cargado la escopeta y me he asomado con idea de sorprenderlo. El tipo estaba ya encaramado a una de las ventanas. La había logrado abrir y creo que ya tenía una pierna dentro de la casa.

Mi abuelo hizo una pausa para tomar aire. La ATS dijo que «quizá era mejor esperar un poco».

—Tranquila —le dijo mi abuelo—. Aquí donde me ves, no es el primer tiroteo que vivo. He disparado a piratas en el Índico. Y una vez, frente a Venezuela…

—Prosiga —dijo Arruti—, por favor. ¿Le ha dado el alto o algo?

—No. Le he encañonado desde arriba y he disparado a modo de aviso. A la hierba. Es el mejor de los avisos.

—Joder, aitite —dije yo, y Arruti chascó la lengua.

—Podría haberle herido.

—Tengo buena puntería —replicó Jon—, y si le dejo cojo, él se lo ha buscado.

Arruti no dijo nada, solo un gesto para que mi abuelo terminara el relato.

—Entonces el ladrón ha salido corriendo y ha desaparecido. Se ha perdido entre las sombras, en dirección al acantilado. Y he llamado al 112.

—Vale, ahora tómese un pequeño tranquilizante —dijo la ATS—, que le va a sentar bien.

—Prefiero un brandi. Álex, ¿puedes traerme uno?

Me levanté, fui al mueble bar y me puse a prepararle una copa. Entonces apareció Arruti a mi lado.

—Cuando puedas, quiero hablar contigo a solas.

—Vale —dije señalando la cocina—, en un minuto.

Le di la copa al abuelo y le dejé con Dana y la ATS. Después me deslicé hasta la cocina. La puerta estaba abierta, entraba una brisa muy fría y se veía la linterna de Blanco por los acantilados. Le ofrecí a Arruti una de las sillas. Nos sentamos.

—Me ha dicho ¿Dana?, ¿se llama así?, que tu abuelo tiene algo de alzhéimer o demencia.

—Todavía no hay un diagnóstico firme, pero sí, parece que tiene algunos síntomas.

—¿Síntomas?

—Pequeños despistes, olvidos…, aunque no sabemos si son neurológicos.

—No entiendo…

—Bueno… Mi madre murió hace dos años. Tuvo un cáncer… fulminante. Fue un puñetazo para todos, pero en el caso de mi abuelo, quizá llegó a tocarle la… —Me señalé la cabeza—. He leído que podría ser algo psicológico.

—Vaya, lo siento —dijo Arruti—. En cualquier caso, tengo la obligación de llevarme el arma. Para empezar, no estaba correctamente almacenada. Y además, tu abuelo no ha renovado la licencia, y por otro lado dudo que pueda hacerlo. Tendría que multaros por ambas cosas, pero lo vamos a dejar ahí, ¿de acuerdo?

—Vale.

—Otra pregunta: ¿había tenido algún episodio parecido?

—¿Se refiere a disparar?

—En general. Ver cosas. Intrusos…

—Pero ¿es que dudan de su relato?

—No. Aunque la puerta no tiene signos de haber sido forzada. Y la ventana tampoco. Si la han abierto, ha sido un verdadero experto. O quizá estaba abierta.

—Esa ventana da al norte. Con este frío, dudo que la hayamos dejado abierta.

—Vale —prosiguió Arruti—. Solo quería asegurarme. En cualquier caso, es un hecho común. Lo del ladrón. Últimamente hay bastantes asaltos en casas.

—¿De verdad?

—Sí. Y el modus operandi se parece. Entran probando suerte. Si se topan con alguien, salen corriendo. Si no, pues al lío. Lo único raro en el testimonio de tu abuelo es el pasamontañas. Es la primera vez que lo oigo. Es bastante rocambolesco.

—Vaya.

—En fin… —dijo entonces la agente Arruti—. Las buenas noticias son que no ha pasado nada. Y no creo que ese ladrón vuelva a arriesgarse en esta casa después del susto que se habrá llevado. No es muy normal que te saquen a tiros.

—Desde luego.

En ese instante vimos llegar al agente Blanco con su linterna. Llevaba el impermeable chorreando agua.

—¡Vaya nochecita!

—¿Has encontrado algo?

Negó con la cabeza.

—Lo más probable es que saliera corriendo hacia Ilumbe. Hay un mirador a quinientos metros donde podría haber aparcado. Vamos, pero todo esto son conjeturas.

—¿Hay algún coche aparcado en el mirador? —preguntó Arruti.

Blanco negó con la cabeza.

—¿Y por el otro lado? —dije yo—. Por el camino del acantilado, hacia Bermeo, hay un viejo restaurante. Aunque creo que está cerrado.

—El mirador está más cerca —contestó Blanco—. Y estos chorizos siempre quieren el coche cerca por si pescan algo.

—De todas formas, podríamos ir a echar un vistazo —dijo Arruti.

—¿A estas horas? Ni loco —le replicó su compañero—. Ese camino es muy peligroso.

—Eso es verdad —le respaldé.

—Perdonadme, pero es que no soy de por aquí. —Arruti nos miraba a ambos—. ¿Por qué es tan peligroso?

—Por los desprendimientos —dije—. Esta zona de piedra lleva años teniendo fracturas por la erosión. ¿Ha visto las grietas que tenemos por la casa? —Señalé la gran fosa de las Kuriles, que cruzaba en diagonal el techo de la cocina.

—Estos acantilados eran una ruta muy popular los fines de semana —contó Blanco—. La gente iba de pueblo en pueblo y se paraba en el bar a tomar algo con las vistas. Pero un día un turista francés se mató en un desprendimiento. Eso tuvo muchísima controversia. Y meses más tarde, un vecino del pueblo apareció muerto en el agua. Se dice que fue un suicidio, pero la diputación no quiso arriesgarse más y puso todas esas señales de advertencia en el camino.

—Vaya. No sabía nada de eso —dijo Arruti.

En ese momento apareció Dana por la cocina. La ambulancia se acababa de marchar y dijo que iba a preparar algo rápido para cenar, ya que el abuelo debía tomarse su medicación y no podía hacerlo con el estómago vacío. Preguntó a los dos policías si querían algo.

—Puedo calentar un poco de caldo.

Arruti rehusó la invitación amablemente —«En realidad, nos vamos ya»—, pero Blanco, que estaba empapado de pies a cabeza, dijo que una taza de caldo no le vendría nada mal.

—Voy a guardar la escopeta en el coche y vuelvo ahora.

Nos quedamos Arruti, Dana y yo en la cocina.

—Por cierto, Álex, ¿cómo va la herida de tu cabeza? —preguntó la ertzaina.

—Ya apenas me duele, gracias.

—¿Y la memoria? ¿Has logrado recordar algo?

Asentí mientras trataba de pensar. Con Dana delante, debía tener cuidado con lo que decía.

—Fui a una casa a trabajar. Gure Ametsa, cerca del faro Atxur. Resulta que la dueña había sido muy buena amiga de mi madre. Me reconoció y me invitó a tomar unas copas. Por lo visto había una fiesta.

—Así que al final sí hubo una fiesta —dijo Arruti.

—¿De qué habláis? —preguntó Dana, que hasta entonces había parecido muy concentrada en lo suyo.

—Es una teoría que teníamos —expliqué—. Supongo que el viernes por la noche salí a dar una vuelta con algunos amigos. Quizá se me hizo tarde y dormí en la furgoneta, y después, de madrugada, tuve ese accidente conduciendo.

—Ah, vaya… Pero… no había nada de alcohol, ¿no? —preguntó Dana tímidamente.

Arruti se había recostado en la silla.

—No, para nada. Álex estaba bastante por debajo del límite —dijo—. Creemos que el accidente está más bien relacionado con la herida de su cabeza.

—¿Una herrida? Pensaba que eso era por el accidente.

Yo me revolví un poco en la silla. Hasta el momento, había mantenido un silencio sepulcral en torno al asunto de la herida. No me hacía mucha gracia que Dana se enterase de eso.

—En el parte de lesiones del hospital se ha anotado que su herida fue provocada por un objeto duro y puntiagudo, y que no es compatible con el accidente. Es muy posible que se la hiciera antes.

—¿Como si alguien le hubiera golpeado? —Dana seguía cortando algo sobre una tabla.

—Eso es —asintió Arruti—. Un golpe que, a la postre, pudo causar el accidente. Bueno, el golpe en sí mismo podría haber sido mortal.

En ese instante entró el agente Blanco en la cocina. Con su impermeable lleno de agua y una cara de frío importante.

—Uh… Ha bajado mucho la temperatura. Creo que ese caldo nos va a venir de perlas.

Yo aproveché la interrupción para levantarme con la excusa de ir al baño. En realidad, todo lo que quería era salir de allí y dejar de hablar de ese tema.

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