El mentiroso – Mikel Santiago

—¿Qué opina de la polémica que el libro suscitó en su pueblo? —preguntaba el entrevistador—. Se dice que ha sido usted abucheado, incluso víctima de algún ataque físico.

—Yo crecí en ese pueblo —decía Félix—, y lo conozco bien. Me da pena cómo se lo están tomando.

—¿Es cierto que ha recibido alguna amenaza de muerte?

—Es cierto.

—Ha comentado en entrevistas que está escribiendo una segunda novela, ambientada en Ilumbe. Quizá alguien tema lo que vaya usted a desvelar en ella…

—Desde luego —respondía Félix—, eso podría ser. En mi nueva novela pienso resolver un viejo misterio que lleva años sin que nadie le preste la debida atención.

—¿Puede adelantarnos algo?

Félix negaba con la cabeza y sonreía.

—Tendrán que comprarse el libro.

Ese libro en cuestión, la secuela, no había llegado a publicarse todavía. Rastreé internet durante un buen rato, pero solo constaba una obra del autor. ¿Qué habría pasado con esa segunda novela que mencionaba?

«¿Es posible que todo esto tenga relación con esa segunda novela?»

Mientras tanto, seguía lloviendo a mares y el teléfono estaba en silencio. El mensaje que le había enviado a Erin seguía allí, sin respuesta. Iba a llamarla otra vez, pero me contuve. Me había pedido tiempo. Vale. Se lo daría.

Entonces sonó un tono de mensaje y casi salté sobre el colchón. Cogí el teléfono ansioso por leer su nombre en la pantalla, pero no era ella, sino Txemi Parra, que por fin daba señales de vida.

Acabo de volver de Madrid y he oído tu mensaje. ¿Todo bien?

Iba a escribirle de vuelta, pero preferí llamarle.

—¡Álex! Siento el desconecte. Ha sido una semana de locos en Madrid. No he parado ni un segundo.

—Me imagino que no te has enterado de nada.

—¿De qué?

Le expliqué toda la historia: mi accidente, mi amnesia, mis intentos desesperados por localizarle. Txemi tardó un poco en reaccionar, casi llegué a pensar que se había largado.

—Guau… Tendrías que escribir un guión con todo eso.

—Quizá.

—Bueno, es viernes, pero con esta lluvia no puedes segar. ¿Te apetece una cerveza?

—Pues ahora mismo estoy bastante libre —dije—. Erin me ha mandado a freír espárragos…

—¡Oh! Necesitas una sesión de birra-análisis. ¡Ven ya!

2

La casa de Txemi estaba ubicada en uno de los valles interiores cercanos a Ilumbe. En la clasificación de casitas chulas de la zona, gozaba de un cómodo puesto en el top diez (puesto merecido sobre todo por su jacuzzi al aire libre y su horno de leña para hacer pizzas). Txemi se la había comprado con el dinero que ganó en sus tiempos de Piso de estudiantes, una serie que estuvo ocho temporadas en el aire. Pero aquellos tiempos dorados habían perdido ya su brillo. La serie se acabó y Txemi no había vuelto a enfilar nada interesante. No le costaba confesarlo: ahora se dedicaba a hacer doblajes, anuncios y alguna obra de teatro. Y a vivir de unos ahorros que se iban consumiendo a una velocidad preocupante.

Apareció tras la puerta, vestido con un esponjoso albornoz de color rosa.

—Tengo seis Trappistes Rochefort en la nevera y unos nachos en el horno. ¿Mario Kart?

—Sí, por favor —dije.

Nos sentamos en el salón, delante de un pantallón de setenta y cinco pulgadas, y nos sumergimos en el mundo de carreras de Mario y Luigi mientras bebíamos birra y devorábamos una bandeja de nachos con un centímetro de queso encima. Mientras tanto, a petición mía, Txemi relató lo que había sucedido el viernes anterior.

—Ane me llamó al mediodía. Sonaba histérica porque su jardinero estaba con ciática y tenía la campa como una leonera. Me preguntó si conocía a alguien y le dije que sí, que justo estabas segándome la hierba. Te dije que era una buena oportunidad, porque los Perugorria tienen un jardín muy grande y, si les gustabas, igual te daban más trabajo.

—Vale —dije—, eso es más o menos lo que recordé cuando estaba debajo del agua.

—¿Es verdad que Carlos te empujó a la piscina? —Soltó una carcajada—. Guau. Qué pena perderme esa fiesta.

Estábamos corriendo en Donut Plains, uno de mis circuitos favoritos del Mario Kart, y Txemi me preguntó por el accidente, por la amnesia. Le dije que había logrado recordar la fiesta en casa de Ane y Carlos.

—¿No te invitó Ane?

—Sí —dijo Txemi—, pero me salió esto de Madrid y no fui.

—¿Los conoces bien? A Carlos y Ane…

—A Ane, sobre todo. Tuvimos un lío cuando yo era un querubín y ella tenía veinte. Bueno…, me desvirgó.

—¿Qué? ¡No me jodas! —Me eché a reír.

—Esto es un pueblito de costa, Álex. Nuestra ratio de locuras supera cualquier marca. Y yo también era un ser apetecible a los dieciséis. El caso es que desde entonces nos llevamos muy bien. Sigue estando buenísima, por cierto. No me importaría hacer un revival con ella; pero claro, Carlos es… muy grande.

Intenté que no se me notase demasiado el interés superlativo que tenía en la siguiente cuestión.

—¿Te suena un tal Félix Arkarazo?

La mención hizo que Txemi perdiera el control del kart por un segundo.

—¿Félix? Claro, ¿por qué?

—Bueno, estuvimos hablando en la fiesta de Ane. No sabía nada de él, de su libro y todo eso. Un tipo interesante, ¿no?

—Un tipo peculiar, dejémoslo ahí. —Hizo derrapar su kart—. De pequeño era el gafitas del pueblo. ¿Sabes el clásico gafitas al que todo el mundo patea? Ese era Félix. Vivió demasiado tiempo con su madre, creo yo. Cuando pasó lo de la novela, se vino arriba. Se puso muy chulo, no sé…, supongo que era su forma de vengarse.

—Me la estoy leyendo justo ahora. ¿Vas a aparecer en algún momento?

Txemi se rio.

—No, en esa no, pero quizá en la siguiente…

Me pareció que la frase contenía un temor real. Le pregunté por qué.

—Hace un par de años, Félix me llamó para hablarme de la adaptación de su novela al cine. No sé… Fue una conversación muy rara. Quería que yo encarnase al protagonista principal, que iba a apoyarme en la productora y tal. Ya puedes imaginarte cómo me puse de contento: incluso le invité a una fiesta en casa, con unas amigas. Pero el tío es un palizas. Empezó a llamarme casi todos los fines de semana para salir y yo pasé un poco de él. Es un pobre diablo solitario, sin familia ni amigos.

—Vaya, eso explica…

—¿Qué?

—Nada, nada, sigue.

—El tío se compró un chalé en la urbanización de Kukulumendi, se apuntó al club deportivo. Quiso ser lo que nunca había sido: alguien popular. Y supongo que yo formaba parte de su plan. Entonces me escribió diciendo que se estaba planteando otro actor… ¡Se había enfurruñado! Pues que le den…

Bowser acababa de lanzarme a la cuneta y la princesa Peach había ganado la carrera por tercera vez.

—Oye, pero ¿qué te pasa con Erin? —cambió entonces de tema Txemi—. ¿Es verdad que estáis enfadados?

Le expliqué todo el asunto del Eroski y de cómo Erin me había pillado mintiendo.

—Bueno, algún día ibas a cometer un fallo —dijo él.

Txemi lo sabía todo sobre mi pequeña «chapuza» al margen de la ley. De hecho, fue él quien me dio la idea de comenzarla, en una de esas tardes de cervezas después del trabajo. No sé cómo llegamos al tema exactamente. Supongo que yo me puse a hablar de mis aventurillas en Amsterdam y de cómo había hecho algunos contactos tenebrosos mientras intentaba sobrevivir en aquella ciudad. Así es como terminamos hablando de cosas como el kamagra, los mildronates… «Eso aquí tiene un mercado gigantesco —me dijo Txemi—. Conozco mucha gente que está loca por encontrar un tío serio que pase buen material.»

Al principio me negué en redondo. Había hecho alguna que otra chapuza en Amsterdam, solo para sobrevivir en épocas difíciles, pero aquello no era para mí. Sin embargo, necesitaba el dinero y aquella era la manera más rápida de conseguirlo. Una semana más tarde le dije a Txemi que lo haría «solo hasta pagar mi deuda». Podría usar un sistema de entrega «ciega», y así nadie me conocería.

«Nadie sabrá jamás quién eres… —dijo Txemi—. Bueno, nadie excepto yo.»

—¿No deberías hablarle de ello?

—¿A Erin? ¿Estás loco? Eso sería como colgarme de una soga. Ya me siento suficientemente fuera de órbita siendo un jardinero como para contarle que soy un camello.

—Pero lo haces para pagar una deuda que contrajiste para ayudar a tu madre. Creo que eso es un atenuante, ¿no? Además, su familia podría echarte una mano. Tienen dinero.

—No pienso pedirles nada. Solo quiero terminar con esto. Me queda una bolsa entera, y en cuanto la venda bajaré la persiana.

Tomamos otro par de birras y a las siete y media me tuve que largar. Txemi había invitado a una chica a cenar. Una monada que apareció por allí con un vestido bien pegadito y una sonrisa de quitar el hipo. Además, esa noche tenía algunas cosas pendientes. La primera: llevar la bolsa Arena a un escondite seguro. La segunda: trabajar un poco.

Escribí unos cuantos mensajes:

Estoy de ronda. ¿Algún interesado?

Respondieron unos cuantos clientes y llegaron las notificaciones de sus ingresos: ciento cincuenta, cien, doscientos… Irati, la chica de los mildronates, no decía ni pío, así que insistí un poco:

Tengo tus mildros listos, ¿aún los quieres?

Comenzaba a anochecer. Conduje hasta el Blue Berri. Se notaba algo de ambiente, pero llovía y el aparcamiento estaba tranquilo. Aparqué en la parte más alejada. Aquel lugar no tenía farolas y estaba bastante oscuro. Había una zona infantil con columpios de los tiempos en los que aquello era un restaurante. Ahora estaba todo en ruinas, pero todavía quedaba un columpio hecho con un neumático. Saqué dos cajas blancas de uno de los pedidos, las envolví en una bolsa de plástico y las metí en el hueco del neumático. Después envíe un mensaje con la localización y escribí lo siguiente:

En el columpio, dentro del neumático.

Seguí con la ronda. Había una parada de autobús en medio de la nada, entre Mujika y Metxika, cuyo banco de plástico tenía un hueco perfecto. Planté un par de cajas. Una papelera en el aparcamiento del Eroski y los vericuetos de una de esas horribles esculturas de rotonda fueron los otros dos drop-deads de la noche. El sistema, aunque puede parecer endeble, se había demostrado bastante seguro. Apenas había perdido un par de cajas en un año.

Terminé con las entregas y conduje en dirección al mar. Había un antiguo almacén de maquinaria agrícola en las faldas del monte Sollube. En su momento me pareció incluso más idóneo que la fábrica porque estaba muy cerca de la carretera y tenía muchos huecos donde esconder una pequeña bolsa. Pero tenía un problema, claro: un gigantesco cartel de SE VENDE en el frontal del negocio. Hasta que encontrara otro escondite más fiable, decidí que sería el nuevo hogar de mi bolsa.

No quería que nadie viese el Mercedes aparcado ahí fuera, así que conduje montaña arriba en busca de algún lugar discreto donde parar. Finalmente encontré un restaurante, a unos dos kilómetros. Estaba demasiado lejos, pero era mi única opción. Aparqué tan a resguardo como pude y me preparé para mi trekking nocturno.

Me coloqué una linterna frontal, y unos zapatos de suela especial para el barro. Llovía, pero la bolsa Arena contenía una bolsa hermética de plástico, al vacío, que protegía la mercancía de la humedad. Me la eché al hombro junto con la mochila de útiles.

Bajé durante media hora sin mayores complicaciones. Llovía a raudales, pero eso era bueno: alejaba la posibilidad de encontrarse con nadie.

La última vez que estuve por allí no había perros, aunque de eso habían pasado unos meses, así que anduve con cuidado. Llegué hasta la pared y me pegué a ella. La lluvia caía como una manta de agua por el valle. Algunos caseríos, lejanos, enclavados en lo alto, eran los únicos testigos de mi incursión.

Cogí una piedra y la lancé a través de una de las ventanas rotas del almacén, con el objetivo de provocar algún tipo de movimiento. Si había un chucho dormido, lo despertaría. Escuché el ruido de la piedra reverberando dentro de aquel pabellón y nada más. No parecía haber nadie, así que salté dentro.

Mi linterna frontal iluminó un espacio más pequeño que la fábrica Kössler y también bastante más limpio, a decir verdad. Las antiguas oficinas estaban arriba, en un piso flotante. «Una buena opción», pensé. Subí las escaleras y me dirigí a la oficina: una puerta de cristal esmerilado donde se leía la palabra DIRECCIÓN. Al otro lado había una habitación repleta de trastos apilados en una esquina. Viejas máquinas de escribir de metal, sillas, un escritorio. Todo embrollado contra un gran armario metálico. Ese armario me pareció jugoso, un archivador enorme y profundo. Aparté algunas cosas y logré abrir una de sus puertas. Estaba lleno de papeles comidos por la humedad, pero tenía el suficiente espacio para albergar mi bolsa. Joder, era perfecto.

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