El mentiroso – Mikel Santiago

—¿Hay alguien? ¿Hola?

Llegué a un pequeño despacho. Una mesa de caoba con un tapiz verde y muchísimas cartas y facturas. Había cuadros en las paredes y algunos apoyados en el suelo. Muchos cuadros. En uno de ellos había animales vestidos como para una fiesta. Una conejita muy sexy bebía de una copa de champán.

Yo había soñado con ese cuadro.

La habitación se conectaba con la siguiente por medio de una especie de arco, así que pude visualizar perfectamente la habitación contigua. Era un gran salón. Y en medio de ese gran salón había una gran bola del mundo.

Avancé hasta el arco y me quedé allí, congelado, mirando aquel lugar.

Es un salón magnífico, con un mirador central desde el que se puede ver el ir y venir de la luz de un faro en la distancia. Estamos cerca del mar.

Hay varias personas bebiendo, envueltas en una charla amistosa. No conozco a nadie. De hecho, siento que estoy un poco fuera de lugar. Así que me tomo una cerveza mientras jugueteo con una bola del mundo muy grande, situada entre dos grupos de sofás.

Observo la decoración. Muchos muebles, butacas, canapés, incluso una chaise longue de terciopelo color frambuesa. Y muchos cuadros. Uno de ellos me llama la atención: un hombre desnudo con un pene descomunal. En otro hay animales, vestidos de traje y corbata.

Suena «I Fall In Love Too Easily», de Chet Baker.

El cuadro estaba allí. El hombre del pene descomunal. Un gran cuadro rectangular que ocupaba una pared muy alta junto a una chimenea. Yo había estado allí, en esa casa, en una fiesta. Había conocido a Félix Arkarazo y él me había dicho que era escritor.

—¡Eh!

El grito, fuerte, seguro, repentino, casi me hace saltar sobre mis botas. Me di la vuelta y vi a aquel hombre. Roberto. Estaba detrás de mí, en el despacho, y sujetaba los dos perros, que comenzaron a ladrar hasta que el hombre los mandó callar con un grito ensordecedor.

Se me cerró la garganta por el susto. No iba a ser fácil explicar qué hacía yo allí.

El tal Roberto me observaba de arriba abajo, en absoluto silencio. Era un hombre difícil de calar. Con esa camisa blanca de manga corta y un pantalón de pinzas podría ser el dueño de la casa (el clásico millonario espartano) o un puto mayordomo.

—¿Es usted el dueño?

—Las preguntas las hago yo: ¿qué haces aquí? —se limitó a decir.

—Mire, no le mentiré. He subido a buscar una cosa: este salón.

—¡Dolores! —gritó—. ¡Ven inmediatamente!

El pequeño tiró de la correa y Roberto lo sujetó con fuerza. Gruñía y me enseñaba unos dientes perfectamente afilados. El mastín solo me miraba. Tenía la mandíbula lo bastante grande como para romper un cuello humano. Y aquel tipo parecía guardar entre sus labios la orden de exterminarme.

Ni me moví. En cambio, intenté seguir hablando a pesar del pánico:

—El viernes hubo una fiesta en esta casa, ¿verdad? Yo tengo un recuerdo de haber estado aquí… Necesito hablar con alguien.

Apareció la mujer, Dolores.

—¿Quién es este tipo? ¿Por qué le has dejado pasar?

—Es el jardinero. Pensaba que venía a trabajar.

—¿Lo ve? Yo estuve aquí… Lo recuerdo. Solo necesito saber que fue así en realidad. He tenido un accidente y…

—Llama a la policía —dijo Roberto.

—¡Espere! —Me aproximé a él—. Félix Arkarazo, el escritor. Él también estuvo aquí. ¿Lo conoce?

Me acerqué quizá demasiado. El mastín saltó a por mi mano, pero no llegó a cogerla por un poco.

Dolores gritó. Roberto dio un tirón a las correas y dijo una palabra en alemán.

—No haga tonterías. La próxima vez se queda sin mano.

—Pero yo… tengo que hablar con los señores de la casa. Por favor. Ellos se lo explicarán. El viernes vine a trabajar aquí. Después, no sé cómo… terminé en una fiesta. En este salón.

Esa frase pareció calar en lo hondo del cerebro de Roberto.

—Aquí no hubo ninguna fiesta. Los dueños están de viaje y la casa está cerrada.

Noté un cruce de miradas con la doméstica. Ella bajó la vista. Estaba claro que Roberto había mentido.

—Ahora quiero que te largues —siguió diciendo—. Coges tus cosas y te vas. Y como te vea saliéndote del camino o parándote solo un instante, suelto a estos dos. ¿Entiendes?

—Entiendo —dije—, aunque…

—Aunque nada.

Decidí que no tenía sentido alguno discutir. Dolores fue por delante, yo la seguí, y detrás de mí venían los perros y Roberto. Llegué al jardín, caminé hasta la puerta. Salí por la portezuela y Dolores la cerró. Los perros seguían allí, al otro lado del seto. Me imaginé que ese hombre también.

—¡Aquí hubo una fiesta! —grité—. ¡Lo demostraré y se les va a caer el pelo!

Nadie dijo nada. En realidad, tampoco había mucho que decir. Pero entonces, antes de montarme en el coche, se me ocurrió una última cosa. Había un buzón allí, un buzón metálico para el correo postal. Me acerqué para mirar el nombre que aparecía en la etiqueta. Estaba en blanco.

5

—Oye, ¿conoces un gran caserío que hay cerca del faro Atxur?

Había llegado a Punta Margúa a la hora del almuerzo. Por el camino se me habían venido ocurriendo todo tipo de conspiraciones. Un grupo internacional de neurólogos estaba haciendo un experimento sobre asesinatos e hipnosis conmigo. O era algo relacionado con el mundo del espionaje. O me estaba volviendo loco. O todo a la vez.

Dana estaba en la cocina y se me ocurrió preguntarle a ella. Sus amigas trabajan en casas grandes de la zona y quizá le sonara.

—Por allí hay casas muy grandes. Gente de muchísimo dinero.

—Se llama Gure Ametsa.

—Pero ¿por qué quieres saberlo?

—Sin más… Me han pedido un presupuesto de jardinería un poco alto y quisiera saber con quién voy a tratar.

—Vale, ya me informo —dijo ella con un gesto suspicaz—. Mandaré a mis espías a preguntar.

—Gracias. —Me sentí más aliviado—. Oye, ¿dónde está el abuelo?

—Arriba. No sé qué le pasa. Lleva toda la mañana encerrado. ¿Puedes decirle que baje a comer?

Mucho me temía que sabía lo que le ocurría. Subí las escaleras. Di dos toques en la puerta del despacho.

—Dejadme, joder —gruñó Jon—, no tengo hambre.

Estaba sentado de cara a la ventana. El despacho en penumbras. Ni siquiera se había molestado en esconder el coñac.

—¿Es por lo del coche?

—No voy a ser una carga para nadie, Álex.

—¿Qué dices, abuelo?

—Nada. Nada.

Me acerqué a él. Tenía el viejo álbum de fotos en las piernas. Mi madre, dieciséis años, preciosa.

—No puedes alimentarte de coñac.

—Voy a bajar. Solo necesito un rato a solas.

—Vale.

—Álex.

—¿Qué?

—No le digas nada a Dana, de lo del coche, por favor.

—Hecho.

Se quedó callado, mirando la foto de mi madre.

—Oye. Mañana es el día de Todos los Santos y no me apetece ir con todo el gentío. ¿Me acompañas hoy a ponerle unas flores a tu ama y a la abuela?

—Claro, aitite.

El camposanto estaba en un lugar precioso, frente al mar y anexo a una vieja ermita dedicada a Santa Cecilia. Un lugar que olía a mar y a hierba. Tras haberse pasado la vida huyendo de su pueblo, mi madre había querido volver a Ilumbe a descansar.

Fuimos hasta su nicho y el abuelo posó unas rosas blancas que habíamos recortado de nuestro jardín.

—Tus preferidas, hija —le dijo. Y se quedó callado, en lo más profundo de algún recuerdo que le cortó el habla.

Yo también me quedé con los labios prietos y las lágrimas asomando en los ojos. Pensaba en mi niñez con ella. En los veranos que pasamos allí. Recuerdos que parecían grabados con una cámara Super-8. Recuerdos de veranos eternos, cielos azules y paseos por la playa. Tardes aburridas de lluvia o mediodías radiantes tostándome en la arena. Fantásticos combates en las olas, accidentes con bicicletas y heridas en las rodillas.

No sé cuántos veranos pasamos allí, pero puedo decirte cuál fue el último. El año que nos mudamos a Madrid, cuando mi madre consiguió un trabajo en la aseguradora y cambiamos nuestro piso del casco viejo de Bilbao por un apartamento en la calle Santa Engracia. Yo tenía doce años y recuerdo aquello como un pequeño trauma, lo de cambiar de colegio, sobre todo. Siendo hijo único, sin hermanos en los que apoyarme, con mi madre demasiado ocupada en su nuevo trabajo, recuerdo aquella noche antes del primer día de cole, pensando en todo lo que podría salir mal, imaginando todo tipo de situaciones terribles.

Después no fue para tanto. Hice amigos y fuimos bastante felices en Madrid, al menos hasta mis dieciséis años, cuando mi madre conoció y se enamoró de cierto impresentable. Un directivo de su empresa llamado Andrés Azpiru. Hasta entonces había tenido novios, tíos con los que salía a cenar y que a veces despertaban en casa, aunque muchas otras escapaban bien prontito. Hubo de todo en la lista: periodistas, profesores, músicos (uno de ellos me regaló mi primera guitarra). A mí no me importaba demasiado, porque mi madre en ese sentido siempre fue muy honesta. Eran novios —ligues, como decía ella—, pero que no cambiaban nuestra vida. Seguíamos unidos en nuestro desbarajuste existencial, en nuestro apartamento mal decorado, en nuestra pequeña familia de dos. Pero entonces apareció este tipo. Andrés. Recuerdo la primera vez que lo trajo a casa a cenar, me pareció increíble que mi madre pudiera estar con un tío así. En traje, con su pelito repeinado y su porte de aristócrata. Mi madre, además, se comportaba como una idiota, pidiendo disculpas por todo. Los platos, los vasos, la comida. Pero ¿qué estaba pasando? ¿Se había vuelto loca? Cené y aguanté el chaparrón como pude. Después me recluí en mi cuarto y me pasé horas tocando la guitarra y rezando para que ese tío engrosara lo más rápidamente posible la lista de «ligues pasajeros» de mi madre. Pero había algo en toda la puesta en escena que me escamaba. Un aire de ceremonia que había logrado ponerme nervioso. Aquella noche, cuando el sueño pudo conmigo y me derrumbé sobre el colchón en vaqueros y con mi Les Paul de imitación, sabía que algo había cambiado. Que mi vida, quizá, nunca volvería a ser igual. Y así fue.

Mi madre se terminó casando con Andrés Azpiru. Por mucho que le rogué que no lo hiciera. Por mucho que le pedí que no jodiera nuestro pequeño mundo metiendo a aquel extraño en casa, ella lo hizo. Insistía en que Azpiru era un buen hombre, que nos daría todo lo que nos faltaba: una vida mejor, poder llegar a fin de mes, irnos de vacaciones, etcétera. Yo tenía dieciséis años, era demasiado joven para comprender que la vida a veces es complicada… Esa parte es cierta: la vida se complica. Pero también es cierto que a mis dieciséis tenía ya una buena intuición con las personas. Y no me equivoqué sobre Andrés Azpiru. Era un gilipollas con todas las letras.

Las nuevas comodidades, las vacaciones en Mallorca, la Vespa que me regalaron por mi decimoséptimo cumpleaños y mi nueva «paga» no lograron enmendar las cosas. Quizá sirvieron para adormecerme un poco, pero la pelea estaba servida. No quiero hacer un relato demasiado extenso de cómo en cuanto cumplí los dieciocho terminé marchándome de casa, portazo por medio, y jurando por mi vida que no volvería jamás. Baste decir que «el jefe» (el apodo que terminé poniéndole) y yo no nos aguantábamos. Él quería «construirme», decía que yo «estaba sin moldear, asalvajado», y que eso explicaba mi «estúpido sueño» de ser músico. Cada vez que decía eso, yo subía un poco más el volumen de mi ampli. No sé si me entiendes. Mis riffs (Deep Purple, Led Zeppelin, Black Sabbath en aquellos días) eran como balas de una ametralladora. Cuanto mejor los tocaba, más letales me parecían. Mi madre me culpó de ser intransigente, de no querer colaborar en una vida «que necesitábamos». Yo me enfadé con ella. La acusé de alta traición, y un día incluso le dije que se había prostituido por dinero. Supongo que más o menos entonces ella me dijo que me largara con viento fresco, cosa que hice.

Encontré una habitación y un trabajo, y desde entonces mi vida se convirtió en una sucesión de habitaciones y trabajos. La lista ocuparía un pequeño tomo en sí misma. Videoclubs, tiendas de gominolas, librerías, pequeñas tiendas de cómics, trabajé incluso en un sex-shop, un trabajo que curiosamente fue muy aburrido. Al cabo de tres años ya era un experto en sacarme las castañas del fuego, pero mi madre, que ya me había perdonado, insistía en que la vida era mucho más que «poder pagarse el alquiler». En el fondo no podía dejar de ser mi madre. Me pasaba algo de dinero todos los meses, venía a verme a mi trabajo y se horrorizaba con mis cambios constantes de peinado (en concreto recuerdo el día en que me encontró con el pelo teñido de azul). Después, cuando comencé a actuar por Madrid, solía dejarse caer por mis conciertos. Toda elegante, como una dama, se colocaba en primera fila, rodeada de tíos tatuados y con collares de perro al cuello. «La música está muy bien, pero tienes que seguir estudiando. Andrés dice que está dispuesto a pagarte un colegio mayor y…»

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