—¿Le conoces?
—¿A Félix? Sí, claro. Este es un pueblo muy pequeño. Aunque hace mucho que no se le ve el pelo. Ya no se atreve a bajar. Ahora vive en Kukulumendi, se compró un chalé en lo más alto del monte con todo el dinero que ganó. Una amiga mía va a limpiarrle la casa de vez en cuando.
—¿Dices que no se atreve a bajar al pueblo?
—Tuvo bastantes problemas por lo de su libro. Le destrozaron el coche, apedrearon su casa y casi le parten las crrisma un par de veces. Normal, con lo que hizo…
Sorbí de mi café y me vino a la mente la imagen de su cocorota reventada de una pedrada. Un escalofrío. Otro sorbo de café.
—Pero ¿cómo sabía todas esas cosas de la gente? Quiero decir…, ¿cómo se pudo enterar de tantos secretos?
Dana se explayó mientras untaba una tostada con mantequilla. Me contó que Félix era un periodista de segunda fila. Un tío que escribía artículos y ensayos de política sin demasiada importancia. Pero llevaba años escuchando los cotilleos y las habladurías del pueblo, y al parecer lo iba poniendo todo sobre el papel, en secreto.
—Un día se puso a escribir una novela y pensó que podría «engorrdar el caldo» con algunas cuantas buenas anécdotas de personas del pueblo. Lo terminó y se lo dejó a leer a un amigo. El amigo conocía a un editor en Madrid. Le ofrecieron bastante dinero y Félix picó. Y resultó que la novela fue todo un éxito. Todo el mundo la leyó y la gente empezó a reconocerrse en ella. El fotógrafo del pueblo se tuvo que marchar cuando todo el mundo leyó lo de sus fotografías de adolescentes en la playa. También, aunque le cambió el nombre, puso en el punto de mira al concejal de Urbanismo, por unos terrenos que conmutó sin permiso.
—Vaya…
—Antes de servir aquí, yo trrabajaba de cocinera en el hotel del pueblo. Los dueños, los Fernández, eran una familia de toda la vida. Muy buena gente. Pero tenían un hijo que era un bala perdida, no sé si me entiendes. Drogas, prostitutas… Bueno, Félix se deleitó describiendo sus andanzas. Fue tal la humillación, que vendieron el hotel y se marcharon de Ilumbe. Yo perdí mi trabajo, aunque eso no fue nada en comparación.
—Joder con Félix. Supongo que mucha gente tenía razones para odiarle.
—Espero que no le pase nada —dijo Dana—, aunque si le pasase, le estaría bien empleado.
Yo me quedé callado.
—Una vez vino por aquí, por la casa. Le dije lo que pensaba de él. No me guardé nada.
—¿Félix vino por esta casa?
—Sí…
—¿Cuándo fue eso?
—Hace un parr de años. En la época en que tu madre enfermó. Se presentó por la casa. Tu abuelo lo recibió… Al parecer se conocían de algo. Pero la cosa no acabó nada bien; tras un par de gritos que se oyeron hasta en Bermeo, le vi salir por la puerta muy trasquilado. Normal.
Vaya. Eso me pareció de lo más interesante.
Sobre las ocho, vimos a mi abuelo bajar por las escaleras. Perfectamente vestido y acicalado, como era su estilo.
—Egun on, aitite!
Dana se puso a trabajar y mi abuelo tomó asiento. Le serví el café. El asunto de Félix se había quedado flotando en el aire, pero tuve cuidado al sacar el tema.
—Oye, abuelo —le pregunté—, ¿tú conoces a Félix Arkarazo, el escritor?
—¡El escritor! —repitió Jon Garaikoa—. Ahora les llaman así a los juntaletras. Un escritor es Juan Rulfo, por ejemplo, o Dos Passos.
—Vale, claro…
—Pero sí, por supuesto que le conozco. De niño se pasaba media vida en esta casa jugando con tu madre. ¿Por qué lo preguntas?
Le enseñé el libro.
—Dana me dijo que vino por casa una vez.
—Era el clásico niño de gafitas al que todo el mundo apedreaba. Después se tomó la revancha con ese libro, vaya si lo hizo.
—¿Por qué vino?
—Quería enviarle un mensaje a tu madre —dijo el abuelo—. Tonterías. Le dije que a sus cincuenta y tantos ya tenía edad para haberse olvidado de ella.
—¿Conocía a ama?
—Que si la conocía… Estaba enamorado de ella. Se había enterado de que estaba enferma y quería enviarle una carta.
—¡¿Qué?!
—Toda la vida estuvo loco por tu madre. Desde niño, le enviaba cartas con perfume y poesías. Una Navidad le hizo un corazón de fieltro… El pobre no tenía nada que hacer, claro.
Aquella revelación me dejó patidifuso. Me hice un cigarrillo y me apoyé en la puerta de la cocina. Llovía un poco aquella mañana y dejé que la brisa me diera en la cara mientras trataba de asentar aquella nueva información. «Así que el tío que me he cargado, además de un escritor famoso, era un pretendiente de mi madre. Vale. ¿Cuál va a ser el siguiente puñetazo?»
—La Ertzaintza me dijo que tu furgoneta está en el depósito de Gernika —dijo el abuelo—. ¿Quieres que te lleve? Si no la recoges hoy, olvídate hasta el lunes, que mañana es fiesta y después fin de semana.
Mi abuelo insistía en conducir siempre que tenía ocasión, aunque desde el «diagnóstico» le habían recomendado que se abstuviera totalmente de hacerlo. (De hecho, era muy probable que ni siquiera pasase la siguiente renovación del carné.)
—En fin, supongo que si vamos despacio…
—¡Pues no se hable más! Ve llamando a una grúa mientras yo saco el coche.
Eso hice. Llamé a la grúa del seguro y le indiqué que debía recoger un coche en el depósito de Gernika en media hora aproximadamente. Subí a mi habitación a cambiarme de camiseta y darme un toque de desodorante, y después, según bajaba de vuelta, escuché unos bocinazos en la entrada de la casa. Salí a la terraza y vi el Mercedes negro de mi abuelo enfilado hacia las verjas del jardín, con el motor en marcha y a Dana con los brazos cruzados y gesto de enfado, obstaculizando el paso.
—¡Quítate de en medio, carcelera de la Stasi! —gritaba mi abuelo a través de la ventanilla—. ¡O te paso por encima!
Corrí hasta allí y llegué donde Dana.
—Ya sabes que no debe conducirr —dijo enfurruñada—. ¿Y le animas?
—Es solo un trechito por la general.
—Pero ¿y si tenéis un accidente? ¿De quién será la culpa? A mí me han contratado para cuidarlo.
—¡Secuestradora! —gritaba mi abuelo desde el coche.
—Anda, Dana, me hago responsable, ¿vale? En realidad, ya casi nunca conduce. Por un día…
—Vale, pero algún día tendrá que darse cuenta de que…, en fin. Yo no digo más. Total, para que no me hagan caso…
Dana se apartó con el gesto de enfado y yo entré en el coche. Mi abuelo estaba de lo más nervioso. Pude ver cómo le temblaba la mano al apretar el mando a distancia que abría las verjas del jardín.
—Esa matrioska —gruñó mientras sacaba el coche—. No sé quién le ha dado el carné de monosabia.
De acuerdo, aquello estaba mal, pero ¿qué quieres que haga? La gente construye su mundo sobre cosas objetivas. Un trabajo. Un hogar. Conducir un coche. No puedes permitir que todo se derrumbe a la vez. Al menos, yo no estaba dispuesto a hacerlo. No todavía.
Así que fuimos muy despacio, sin pasar de tercera, por la general de camino a Gernika. Montamos una buena caravana, a decir verdad. Ir a cincuenta por esas rectas era como ir provocando y recibimos una lluvia de bocinazos. Mi abuelo los mandó a la mierda, según nos iban adelantando, mientras yo los saludaba con una sonrisa.
Llegamos a Gernika y el abuelo se supo manejar hasta el depósito. No era la primera vez que lo visitaba, pude entender. El lugar estaba a las afueras del pueblo, junto a la zona industrial. Un aburrido empleado me llevó hasta la GMC por un laberinto de coches abandonados, multados y retirados de la vía pública. La GMC era de lo que mejor aspecto tenía en aquel sitio, pese a una rueda reventada y algunas abolladuras y focos rotos en la delantera.
—Pues no le ha pasado gran cosa para el golpe que te diste.
—Es una puta fortaleza —dije yo—. Me lo dijo el tipo al que se la compré.
Recordé a aquel surfero australiano. Le propinó una patada al guardabarros para demostrarlo, que sonó como una caja fuerte. «It’s unbreakable, mate. Just trust me on this.» El tipo me aseguró que la había comprado en Amberes un año antes y que la había maltratado por todos los spots europeos hasta Ilumbe, sin conseguir que se estropeara ni una vez.
También es cierto que tuve suerte. De entrada, el airbag funcionaba (pese a que no lo había revisado nunca), y eso me salvó de romperme la cara contra el volante. Por otro lado, la GMC contaba con un pequeño separador de carga de acero que frenó la embestida de una segadora John Deere de treinta kilos que viajaba en la parte trasera. Si eso llega a volar hacia mí, posiblemente estaría jugando a las cartas con Robespierre. Pero lo único que hizo fue estrellarse y reventar el depósito de gasolina.
Llegó la grúa y mi abuelo supervisó la carga del coche como si aquello fuese su barco. El conductor de la grúa aguantó por respeto a las canas, supongo. Después, mientras yo firmaba los papeles, Jon se me adelantó y se montó en el asiento del conductor del Mercedes.
—Abuelo, ¿no crees que es mejor que conduzca yo de vuelta?
—Vamos, tengo que practicar o se me olvidará.
Preferí no discutir. Además, en esta ocasión teníamos un motivo para ir despacio, porque íbamos escoltando la grúa. Salimos de Gernika y, bueno, yo iba concentrado en mis pensamientos. Tenía tantas cosas en la cabeza que no sabía por dónde empezar a poner orden, así que en todo ese tiempo no me di cuenta de que el abuelo iba extrañamente callado. Entonces, más o menos a la altura de Mujika, de pronto, noté que el coche comenzaba a perder velocidad.
—Abuelo… ¿Qué haces?
Mi abuelo miraba al frente y sujetaba el volante sin demasiada convicción.
—¿A dónde vamos? —dijo con la mirada perdida.
Había dejado de pisar el acelerador. Estábamos reduciendo sin más, en medio de un tramo de curvas en la general.
—No puedes parar aquí —intenté mantener la voz tranquila—, ¡estamos en la carretera!
—¿A dónde vamos? —repitió—. ¿Dónde estamos?
—Abuelo, tienes que seguir conduciendo.
—¡Pero si no sé…!
Escuchamos una fuerte pitada detrás de nosotros. Corrí a poner los warning. Le pedí al abuelo que fuera frenando en el estrecho arcén. Era un sitio terrible para parar, una curva muy mala. Un coche pasó zumbando y maldiciendo a nuestros muertos. El conductor de la grúa también nos pitó. Posiblemente estaba preguntándose qué coño hacíamos. Estábamos a punto de provocar un accidente.
—Tranquilo, abuelo, tranquilo. Vamos a parar y ya conduzco yo.
Logré parar el coche contra el peralte. El abuelo ni tocaba los pedales. De pronto, era como si se hubiera convertido en un niño asustado. Eché el freno de mano, apagué el motor y salí. El tipo de la grúa estaba rojo en su cabina y le hice un gesto para que se relajara, algo así como «Houston, tenemos un problema»; después fui a la puerta del conductor y la abrí. Mi abuelo estaba quieto en el asiento con las manos en el volante, mirando al vacío.
—¿Por qué hemos parado?
—Hay un pequeño problema —le dije—. Es mejor que conduzca yo.
—Vale, de acuerdo —dijo con una voz un poco temblorosa.
Le cogí del brazo y le llevé suavemente hasta el asiento del copiloto. Volvimos a ponernos en marcha. Mi abuelo permanecía callado, con la mirada perdida, y yo no tenía el ánimo para chistes.
—Se me ha ido la cabeza, ¿verdad? —preguntó según llegábamos a Ilumbe—. Iba conduciendo y se me ha ido la cabeza, ¿no?
—Un poco —respondí yo—, nada importante.
Dejé a mi abuelo en casa. No fue difícil convencerle. Se le habrían quitado las ganas de conducir por una temporada. Le vi caminar muy lento y apesadumbrado hacia la casa y se me rompió el corazón. «Un capitán que ya no puede gobernar su barco», pensé. Joder, eso tiene que doler. Tengas ochenta o doscientos años.
El de la grúa y yo fuimos hasta el taller de Ramón Gardeazabal, que era el hijo de José Gardeazabal y el nieto de Fermín Gardeazabal, quien condujo el primer coche que llegó a Ilumbe en 1905. Desde entonces era el mecánico de referencia en el pueblo. La GMC, dijo, necesitaba unos días de trabajo.
—Neumático. Airbag y arreglar la chapa y los focos. No la tendremos antes del lunes de la semana que viene, pero puedes dejarla en el aparcamiento. ¿Tiene gasolina?
—No lo sé —dije—, le echaré un vistazo.
La descargamos frente al taller. Pagué al conductor y entré en la cabina. Allí todo estaba hecho unos zorros. El airbag se derramaba sobre el volante. El suelo estaba lleno de cosas que se habían salido de su sitio por efecto de la colisión y mi cinturón de seguridad estaba cortado en dos trozos, supongo que fue algo que hizo aquel camionero, con sus prisas por sacarme de allí.