Era el único cumpleaños en la Comunidad ese día. Sin embargo, era muy poco celebrado. Desayunó tranquila con su madre —té, salchichas, buñuelos con mermelada— y, cuando terminaron, limpió la mesa ya que no había nadie que las ayudara.
Después de desayunar, Clarissa fue a dar un paseo por la ribera del río. Su madre no se preocupaba por eso ya que su única hija a menudo paseaba por los senderos agrestes de los bosques y por las pendientes. En este aspecto, por lo menos, se parecía al resto de los miembros de la Comunidad.
Su gorro y la nueva mantilla rosa de popelina —su regalo de cumpleaños— no fueron encontrados hasta la noche siguiente, enredados en la zarzamora, manchados con sangre.
Rue lamentó la pérdida de la mantilla. Todavía lo sentía. Sólo Dios sabía cuántos peniques había tenido que ahorrar su madre para poder comprarla. Envuelta en ella, esa clara y fría mañana, se veía tan limpia y hermosa, y tan nueva. Llegada la hora, tuvo que esforzarse para poder rasgarla y limpiar su sangre con ella.
Pero había sido necesario. Debía hacerlo.
Ahora Rué tenía mantillas para cada ocasión del día.
De seda enhebrada con plata, de cachemir celeste, de encaje irlandés cuidadosamente bordado por las monjas más devotas; cada resplandeciente puntada era digna de una princesa. Sin embargo, ninguna era tan valiosa para ella como la suave mantilla rosa de popelina que le templaba los hombros bajo el nuevo cielo de cada día.
Se puso en cuclillas sobre la gravilla del campanario de una capilla abandonada; barrió con su mano el polvo y las suaves y rizadas plumas de las palomas hasta que halló el hueco en el suelo. Insertó un dedo en forma de gancho y movió de un tirón la tabla; se aflojó al tiempo que se oyó el chillido de la madera. Y su bolso estaba aún allí, abrochado y cerrado, encajado en un pequeño espacio y recubierto de polvo.
Hurgó con manos titubeantes.
Hacía años que no sentía un temor así. Habían pasado años desde que había mirado a los ojos a Christoff Langford. La misma sensación de dolor, esperanza y precavido orgullo había regresado a ella en el momento que él la había tocado, había cometido un error al haber ido al museo. Se había vuelto demasiado confiada, tenía demasiada seguridad en sus disfraces y habilidades.
Ahora estaba segura. No era infalible. Maldito sea.
Abrió el bolso, sacudió el vestido, el delantal y las enaguas que una vez había doblado con esmero. Tejida con lana lisa, pardusca como el polvo, era la prenda diseñada para pasar inadvertida en las calles de Londres, como una criada de segunda clase, quizás. También tenía una cofia para el cabello, calcetines, zapatos, una copia de la llave de su casa y monedas para el coche, tenía bolsos como ese escondidos por toda la ciudad, colocados en los esqueletos de los edificios en ruinas, en campanarios, áticos vacíos, cualquier lugar que la gente tuviera miedo de pisar, y hasta entonces, ninguno había sido descubierto, con excepción de las ocasionales familias de ratones.
Se vistió mientras el sol se desvanecía como un queso entre una línea de tejados rojos como la sangre. El vestido de la criada se tornó de un color rosado con los últimos rayos de luz pronto sería de noche.
Intentarían cazarla en la oscuridad.
En ese momento, deseó haber guardado en su bolso un espejo. La torre estaba inmunda debido al abandono; se había ensuciado las manos. Contempló la noche que asomaba e intentó recordar si se había tocado el rostro desde que llegó allí, pero no pudo.
Debía recordarlo. Debería ser más cuidadosa.
Se limpió las manos en el delantal; luego, guardó el bolso nuevamente en el hueco y colocó la tabla. Desde que conocía ese lugar, nadie había intentado quitar la campana rota de la capilla, ni siquiera para comercializarla como chatarra.
Era como si tuviese la boca abierta e intentara engullirla.
—No seas tonta —se dijo a sí misma.
Anduvo a rastras por el suelo, sobre las plumas esparcidas, luego giró el picaporte de la puerta trampa y bajó lentamente las escaleras. Pasarían horas antes de que pudiera volver a su hogar. Esperaría en la sacristía donde el aire al menos no tenía ese olor metálico a bronce y a ruina.
—Debe de estar en un lugar seguro.
Los doce miembros del concejo se sentaron en un sombrío círculo alrededor de la mesa de su padre. El resto de las personas que Christoff había llevado a Londres, hombres con rostros en blanco, estaban de pie con los brazos cruzados por detrás de las grandes sillas vacías, inmóviles, cubiertos por el velo del atardecer del salón comedor.
Los hombres que se encontraban de pie eran miembros de la guardia; no tomarían asiento. No dentro del círculo del concejo y no sin la invitación de Kit. En ese momento, no estaba predispuesto a hacerlo.
Los candelabros de pared estaban encendidos, pero no la chimenea. Las llamas eran de un dorado humeante contra las paredes de color verde jade, un color centelleante que ocultaba más de lo que revelaba. Pero Kit no quería demasiada luz. No quería que le vieran el rostro. Él sólo podía imaginar lo que ellos podrían encontrar en él.
El sol se estaba ocultando; lo sentía y todos lo sintieron. Se acercaba la hora, una anticipación de la noche que irritaba como un trueno insonoro a todos los que estaban en la sala. El aire era cálido y denso, como si se avecinara una tormenta, aunque Christoff sabía que no era así.
Si ella fuera un hombre, estarían obligados a asesinarlo esa misma noche. Pero una mujer…
—Segura —murmuró Kit, desde su silla ubicada en la cabecera de la mesa—. Quieres decir capturada.
—Por supuesto, eso es lo que quise decir —dijo Parrish Grady entre dientes, todavía intolerante después de todos esos años—. ¡Deben encontrarla de una vez! ¡Debemos ponerla en vereda!
—Se llevó el diamante —dijo otro hombre, ofendido, y un coro de incrédulos gruñidos siguieron a sus palabras.
El diamante. Nadie había dicho aún en voz alta lo que estaba realmente pensando: que Christoff, el descarado e incivilizado marqués, lo había llevado hasta allí; que Christoff con su constante indiferencia a las reglas todopoderosas, lo había perdido. Él estaría considerando los modos de apaciguarlos, de convencerlos de que era una parte de su plan.
Pero examinando sus pensamientos, una y otra vez, sólo aparecían un par de ojos de gato y esa sonrisa, dulcemente burlona.
Ninguno de ellos había visto quién se había llevado la piedra, en realidad. Todos se habían concentrado en Clarissa, en cerrar el acceso hacia el balcón, cuando la caja de cristal se hizo añicos y Herré fue robado. Kit debió admitir que la dama había sido la más efectiva distracción.
Significaba que tenía un cómplice, un mortal. La mayoría de los espectadores se habían dispersado con los disparos, pero aquellos que permanecieron en el lugar, describieron a un hombre encapuchado que corría hacia el pedestal.
Algunos dijeron que parecía un niño.
De cualquier modo, ella lo había planeado con alguien más. El mero pensamiento le provocaba una sensación exasperante en el abdomen.
Ella sabía que los drakones estarían esperándola, entonces, en su lugar, había enviado un emisario, alguien que no olería como ellos, de quien no pudieran sospechar… Y luego…
—Puede lograr la Conversión —dijo Kit lentamente y todos los miembros del concejo se calmaron. Kit los miró, los inspeccionó uno por uno—. Nuestro Ladrón de Humo. Ella es un drakon, la única mujer que logra la Conversión. Me gustaría saber… cómo se nos escapó hasta ahora.
Los miembros del concejo miraron en otra dirección,
Sus ojos se alejaban de la mirada de Kit hacia las acalladas sombras color verde.
—La recuerdo —dijo una voz, finalmente, detrás del resto de las personas allí reunidas. El guardia que estaba de pie comenzó a moverse, indeciso, a través de la monótona luz sin brillo que sólo reveló a un hombre, mayor que el resto, contra la pared y entre dos óleos enmarcados. Era un capitán, veterano, uno de los pocos que Christoff había heredado de la época de su padre.
—La recuerdo —dijo el capitán una vez más con fuerza-Es la hija de Antonia. Sí. Estuve ahí cuando hallaron las pertenencias de la niña.
Lamentablemente, Kit no había estado. Hizo los cálculos y cuando Clarissa Hawthorne interpretó en escena su propia muerte él estaba en Cambridge, al parecer, adquiriendo aquellas conexiones que su padre tanto había deseado. Ella había desaparecido en marzo, durante su último año en Cambridge; sí lo recordaba. Había sido el Festival de Invierno ese mes, porque, incluso a finales de esa estación, el río Cam permanecía congelado. Había acompañado a la señorita Helen Shimbleton al Festival; ella tenía rizos negros y ningún compromiso.
Recordaba cómo sus mejillas estaban brillantes debido al frío. Cómo le había dado su sobretodo y ella le había dado un beso a cambio.
Y de regreso en el invierno de Darkfrith, la joven Clarissa había rasgado sus propias prendas de vestir, dejándolas en la maleza y la nieve llena de barro.
Debe de haber tenido frío también.
Supuso que le habrían dado una descripción de los hechos en algún momento, pero no podía recordarlo. Había olvidado todo acerca de ella, de esa niña con cabello castaño, asustadiza como un ratón. Al igual que todos.
Pensó en ella en el museo, en su rostro y en su voz, en el suave aroma a lilas, y sintió el despertar de algo profundo y primitivo en su ser, oscuramente erótico… un eco de ella. De lo que sucedería.
—Fue una mañana llena de amargura —dijo el capitán. Se mantenía rígido contra la pared, tan austero y simple que parecía haber sido tomado de una de las pinturas—. Antonia estaba muy conmocionada.
Kit sintió interés.
—¿Conocía a su madre?
El hombre vaciló y luego se encogió de hombros.
—Era una mujer atractiva. Viuda. —Volvió a encogerse de hombros y bajó la vista a sus botas—. No vivió mucho más después de ese incidente.
—¿Cuántos hombres la buscaron? —Christoff se volvió al concejo—. Una Mediana. ¿Cuántos hombres?
Parrish Grady cerró su puño sobre la mesa.
—Una veintena.
—Aproximadamente una decena —corrigió George, con una dura mirada hacia Grady.
—No importa —dijo Grady, con ira—. Si no se la pudo encontrar.
—Pero usted no sabía que…
—¡Nadie sabía! Maldita sea ¿Por qué estamos discutiendo esto? —hizo un movimiento brusco para dirigir su mirada a Kit—. Ella está aquí ahora, tiene el diamante y puede lograr la Conversión. La encontraremos y la llevaremos a Darkfrith, donde pertenece. Es un peligro. Debe ser detenida.
—Se inclinó hacia delante en su silla, su peluca emitía una luz dorada, su boca fruncida con un gesto endemoniado a la luz. Sus ojos pequeños y ardientes—. Lo sabe tan bien como yo, milord. Tan bien como yo.
Kit movió la cabeza a un lado, escudriñándolo.
—El sol se ha ocultado —murmuró uno de los hombres de la guardia junto a la ventana.
—Entonces, ya es hora. —Grady hizo un gesto como para levantarse de la mesa y los demás comenzaron a imitarlo.
—No —dijo Kit.
Grady hizo una pausa con la palma de su mano ejerciendo presión contra la mesa; el resto de los hombres se paralizó.
—¿Qué?
—No —dijo Kit, una vez más, cortésmente—. Quédese sentado. Todos ustedes.
—Estamos perdiendo el tiempo…
—Quédese sentado.
Incluso la antigua diosa del castigo y la venganza hubiera sabido que debía obedecer ese tono de voz. Sus palabras habían atravesado toda la habitación, suave como el acero, creando un profundo silencio. El guardia junto a la ventana dejó caer el cortinaje, un suave movimiento de tela que apenas rozó el aire.
Kit podía sentir el fantasma de su padre, mirándolo, esperándolo.
Christoff permaneció en silencio hasta que terminaron, hasta que el último de ellos había sucumbido en una nerviosa atención, mirándolo en la penumbra.
—La quiero yo —dijo—. La cazaré solo.
Grady se movió.
—Pero…
—La quiero yo —repitió, más suave y mortífero que antes—. Ella es mía. Y si tienen algún problema con eso alguno de ustedes, los invito a que me lo digan ahora. Lo discutiremos aquí. No soportaré ninguna clase de insubordinación.
Imprudente, con las mejillas sonrojadas, Grady se puso de pie. En un segundo Kit también se levantó y en ese mismo instante lanzó un estilete. Una veta de metal brillante cruzó la mesa. Se clavó directamente en la pared, a pocos centímetros detrás de la cabeza del otro hombre; el puño de cuarzo rojo y oro trabajado era una siniestra mancha contra la seda.