El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

—Maldición, no puedo ver nada —le murmuró a su compañero el hombre que la aprisionaba a su derecha—. Malditos turistas. Vayámonos de aquí.

Cuando se fueron, Rue se acercó unos centímetros más a la baranda. Sus pies estaban entre los postes esculpidos en madera, su falda de un verde mar tenía los aros del miriñaque aplastados formando un tren de seda detrás de ella. Desde la entrada principal llegaba una corriente de aire ascendente; cálida, pero compasiva. Inhaló profundamente, sintiendo que los rizos de su peluca se despegaban de su frente.

—Es magnífico —remarcó una señora que se detuvojunto a ella, abanicándose sin prisa—. Vale la pena pagar la entrada. Pero no existe mercado para un objeto como ese.

Rue movió la cabeza asintiendo, sin dejar de mirar la piedra. No se sorprendió al encontrar a Mim allí; había aprendido, en los últimos nueve años, que nada mostraba mejor el bajo mundo que una exhibición.

—Demasiado excepcional —dijo Mim con tranquilidad, también mirando hacia delante—. Un diamante violeta.

Incluso si se cortara de nuevo, llamaría la atención.

—Tienes razón.

—Y el museo está muy bien custodiado. Yo misma lo he constatado.

—Una vez más, estoy de acuerdo contigo.

El movimiento del abanico disminuyó.

—Y, por supuesto, está el tema del marqués. ¿Está aquí?

Los dedos de Rue se tensaron en la baranda; se vio obligada a dejar de mirarlo.

—Cielos, ¿cómo podría saberlo?

—Simplemente sigue con la mirada la fila de damas que se desmayan —sugirió Mim irónicamente—. Lo vi una vez en Drury Lane. Por primera vez, los rumores son ciertos. Su dorada melena de poeta parece azotada por el viento; tiene helados ojos verdes que te hacen vibrar por dentro. Te juro que cada vello de mi cuerpo se erizó cuando pasó a mi lado. Es magnífico.

—Y cruel —dijo Rue, antes de que pudiera detenerse.

—Ese era mi otro punto. No querrás poner nervioso a alguien que asesinó a tres hombres en duelos y envió a otros dos a la horca simplemente por intentar quitarle una moneda de su bolsillo.

—No —respondió Rué—. Realmente, no.

—El rostro más bello y el corazón más maléfico.

¿Quién dijo eso acerca de él, lo recuerdas? Lo tengo en la punta de la lengua… —el abanico hacía movimientos más pausados, luego se cerró—. ¡Ah! La Baronesa Von Zonnenburg, creo. Justo después de que él terminara con la relación que había entre ellos.

Rue no dijo nada. Finalmente, Min la miró.

—Me pregunto qué es lo que haces aquí, amiga mía.

—Admirando una bella piedra. Eso es todo.

—Bueno, querida, si decides hacer algo más que sólo admirarla, te sugiero que lo pienses dos veces. Nos vemos.

—Hasta luego.

Mim desapareció en la multitud con naturalidad.

Abajo, el pequeño niño y sus padres habían perdido la codiciada posición que tenían delante del diamante. Por un instante, la luz color lavanda afectó la vista de Rue, pero en un santiamén fue bloqueada por un nuevo espectador.

Rue llevó una mano hacia su rostro y se frotó los ojos para volver a ver sin ese destello de luz que le había afectado la visión, luego bajó el rostro nuevamente. Comenzó otra vez a escudriñar la gran cantidad de gente en busca de los miembros de su Comunidad.

***

Estaba allí.

Cristoff sintió la presencia del ladrón como una gran presión en el aire, la clara excitación de energía que se produce antes de que un rayo fragmente el cielo, un aparente calor que abarcaba todo y nada al mismo tiempo.

Había sentido la misma presión en la mansión cuatro días antes. La sensación era diferente a la que le producían el resto de los drakones que conocía, más fuerte, más refinada. El hombre debía tener poderes increíbles; Kit lo sabía desde el instante en que el fugitivo había entrado en el museo.

El problema era identificarlo.

Había diseminado a sus guardias por todo el edificio y deambulaban solos o de dos en dos. Estaban apretujados entre los espectadores, con los ojos abiertos de par en par y los sentidos alerta, escuchando, esperando. Todos sabían lo que estaba en juego. Con sus inexpertos instintos, también habían percibido el estremecimiento del ladrón.

Kit se desplazaba con menos esfuerzo a través de la gente, se detenía para saludar a aquellos que lo reconocían sin esconderse—. Era conocido en esos círculos y hubiera parecido un tonto de permanecer de incógnito. Dejo a los demás que caminaran sin rumbo y controlaran el lugar. George y Rufus y todo el concejo merodeaban por la planta baja. Kit también era el señuelo, al igual que el diamante. Y así como disfrutaba de la cacería, esperaba, con ansiedad, que su presa atacara en cualquier momento.

Esperaba con ansia la pelea.

Desde el rabillo de un ojo, Christoff vio de repente un destello de un guante blanco que provenía de arriba. Una señora estaba de pie en el balcón con una mano sobre su rostro, falda festoneada del color de la espuma del mar y una generosa cascada de lazos que caía de su manga. Pensó que podía caerse, vacilaba allí y Kit ya estaba dirigiéndose hacia las escaleras cuando se recuperó. La mano de la mujer se relajó a un costado.

Tenía un sombrero de ala ancha con una larga pluma que enmascaraba sus ojos y que se encorvaba rozándole la mejilla. Podía ver sus labios de un tono rosado oscuro contra la piel pálida, y su peluca, con ingeniosos rizos. Su rostro hacia el otro lado.

A diferencia del resto de la gente a su alrededor, no miraba el diamante. En cambio, estaba mirando las puertas del museo.

Christoff miró la entrada por encima de su hombro. Sir George estaba holgazaneando por allí; tenía un fino escudo bordado en la chaqueta y botones de bronce que le quedaban demasiado tirantes en la costura. Estaba jugando con un talonario de entradas en las manos, pero dejó de hacerlo en cuanto notó la mirada de Kit sobre él. Dio un paso adelante con una señal de duda en el rostro. Kit volvió a mirar a la mujer. Y ahora ella lo miraba a él.

Oscuros ojos líquidos, delicadas cejas negras, esas facciones, esos labios. La nívea curva de la pluma acariciando su mentón: Afrodita esculpida en alabastro y mármol negro.

Se miraron el uno al otro y, una vez más, Christoff sintió, extrañamente, esa excitación que lo traspasaba.

El aire se quebró entre ellos.

¡Por Dios! Era ella.

El fugitivo era una mujer.

Mientras lo pensaba, ella giró y se alejó de la baranda, sin prisa, pasando junto a un hombre y luego a otro; una graciosa figura en un verde mar que desaparecía de su vista.

Kit comenzó a dar empujones en medio de la multitud, su mente zumbaba. Una mujer, era una mujer, después de todo no era un ladrón porque una mujer no podía lograr la conversión, pero sí era un miembro de la Comunidad. Una mujer allí, en Londres. ¿Cómo diablos podría haber sucedido? ¿Cómo no se había enterado el concejo?

La gente le hablaba, le tocaba el hombro, pero los esquivaba y seguía adelante —con cortesía, con cortesía, no provoques una escena— mientras miraba detrás de sí a George, que intentaba seguirlo.

Las escaleras fueron más fáciles de atravesar; la mayoría de los espectadores estaban contra la baranda. Christoff se movió velozmente entre ellos, concentrándose en la energía de la mujer otra vez, buscándola, encontrándola.

Allí. Se dirigía al hueco de la escalera del personal, la angosta y cerrada puerta cerca del tapiz de Flemish que él mismo se había asegurado de que estuviese cerrada y atrancada antes del evento.

Personas boquiabiertas se conglomeraban entre ellos. La perdió; la encontró de nuevo.

En el espacio entre dos estandartes colorados la vio con la mano sobre el picaporte.

¡Maldición! Había demasiada gente allí arriba. Kit comenzó a empujar con más ímpetu para pasar entre la muchedumbre, manteniendo a la vista el penacho verde del sombrero.

—¡Caramba! Compañero…

—Ah, eres tú, Langford. Cuidado con el escalón…

—¡Bueno! ¡Qué hombre rudo! ¿Lo viste, Winifred? vino directamente encima de mí.

Había soltado el picaporte aún estaba cerrado, gracias a Dios— y caminaba de nuevo, en círculos, en busca de otra salida. No había otra; Kit había memorizando el lugar. No tenía escapatoria…

El último grupo de mujeres que se encontraba entre ellos se dispersó. Kit estaba detrás de la fugitiva, su sangre cantaba, su aliento pasaba entre sus dientes. Ella comenzó a caminar en dirección a él.

Christoff estiró el brazo y la cogió de la muñeca. ¡Ah! Sintió una descarga, una conexión instantánea entre ellos, y si le quedaba alguna duda, ésta se disipó en ese instante al sentir los delicados huesos de su muñeca en su mano y toda la fuerza y poder que emergían dentro de él.

Intentó soltarse —la tendinosa fuerza de los drakones— pero no la dejó ir; ella retrocedió; con su brazo tenso contra él, lo miró a los ojos.

Uno de ellos. Por supuesto, ella era uno de ellos, más radiante, más vital que los simples sujetos mortales, con sus ojos marrones aterciopelados y facciones sin defectos. Vestida en seda y espumosos lazos, era tan delicada como una dama podía ser. Sin embargo, buscó la mirada de Kit sin miedo, evaluándolo con su expresión fría pero con ojos en llamas por algo semejante a la furia.

Kit se quedó sin respiración. Por Dios, era hermosa.

¿Quién era? Conocía a cada miembro de la Comunidad, con seguridad a cada mujer, pero ella…

Un momento…

El murmullo del museo, el calor, el hedor de cuerpos sucios, todo comenzó a alejarse.

Una pequeña niña. Una niña corriendo sola en los bosques.

Un rostro color plata, con un toque de temor.

El río. Una persona ahogada…

—¿Ratoncito? —dijo Kid con incredulidad.

—¿Qué?

La voz era de ella, suave y encantadora, un sonido que tranquilizaba las estrellas.

Recordó su nombre. «Clarissa». Y ella se sumió en su respiración.

Alguien lo golpeó por la espalada, se disculpó, pero él apenas lo oyó. Permanecieron allí de pie, cara a cara, tomados del brazo, sus pechos casi tocándose, una postura de amantes que era en verdad una guerra silenciosa de tironeo y resistencia. A pesar de todo, conservó su helada compostura; sólo la delato el pulso acelerado en la garganta. No sólo eso, también estaba un poco agitada. La pluma se sacudía y se ondulaba en la comisura de los labios.

En ese instante, él estaba lo suficientemente cerca como para sentir la fragancia más humana, pálidas lilas, puramente femenina. Excitante.

La mirada de ella cambió de dirección y vio lo que ella ya sabía, que George y los demás se aproximaban. Sus dedos se cerraron formando un puño. Miró otra vez la puerta del personal.

—No lo intentes —murmuró Kit—. Por favor. No quiero lastimarte.

Ella sacudió la mano, pero él estaba preparado para eso y utilizó el impulso de la fuerza de ella para acercarla aún más hacia él para aferrarla con su otro brazo por la cintura. Christoff inclinó la cabeza hacia ella y bajó la voz.

—Sé razonable. No puedes huir.

La respuesta de ella fue un murmullo contra su mejilla.

—Mírame.

Los rizos empolvados de su peluca rozaron la mandíbula de Christoff. Su piel era suave, ardientemente suave debajo de la palidez invernal, y su cintura y su falda rozaban las piernas de Kit. Nubes y flores y el zumbido de la luz; Christoff la sintió tan viva que era como si el filo de un chuchillo le atravesara los nervios, una sensación exquisita y aterradora al mismo tiempo. Estaba inmóvil como una piedra en su mano, adornada con lazos y lilas, y todo lo que él deseaba hacer era reír de la alegría.

Una mujer, una drakon que vivía en libertad…

Los oídos de Christoff oyeron el ruido corto y tintineante del cristal roto. Un rugido estrepitoso desde abajo, alaridos, gritos. Los grupos de gente que había a su alrededor comenzaron a correr hacia la baranda. Kit fijó sus pies y los tensó mientras el murmullo de los cuatrocientos guardias del museo se armaba en palabras:—¡Deténganlo! ¡Deténganlo! Tiene el diamante…

—¡Ladrón! ¡Deténgase! Allí. Se fue por allá…

Se oyeron disparos de revólveres, gritos de mujeres y todos salieron corriendo.

Una fracción de segundo antes de que fueran atropellados, Kit miró a Clarissa Hawthorne. Ella le sonreía: una maravillosa y deslumbrante victoria. Antes de que pudiera moverse, logró la Conversión en humo en su propia mano.

Christoff quedó de pie al margen de la muchedumbre que huía, sosteniendo con su mano solamente un vestido.

Capítulo 4

EL día en que murió, Clarissa Rue Hawthorne cumplía diecisiete años. Era una mañana a finales de marzo y había amanecido con un frío violento; parecía más invierno que primavera; el hielo cubría el río Fier como negras plumas; el destello de nubes cristalinas atravesaba el cielo blanquecino.

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