Astuto. Hasta ahora, nadie había dado con él.
Provocativo. Permitía que la prensa lo persiguiera como a una persona famosa y todavía seguía robando.
Afortunado. Porque había hecho la única cosa que Christoff no se había animado a hacer: desechar las cadenas que lo ataban a sus derechos de nacimiento.
—Parto mañana —dijo mirando hacia los cristales negros de la ventana.
—¿Mañana? Pero son tres días antes…
Le aseguro Rufus que se contar. Quiero estar allí antes de que los periódicos lo informen. Usted y los demás cumplirán con el calendario previsto.
—El concejo… —comenzó a decir George.
—No estarán de acuerdo, lo sé. Pero lo aceptarán. De mi parte.
Otra regla. Ningún miembro de la Comunidad podrá dejar el Condado sin el permiso del concejo. Excepto, por supuesto, los Alfa.
Esperó sin volverse mientras oía el chisporroteo del fuego.
George arrastró su silla.
—Sí, milord.
—¿Cree que funcionará? —preguntó Rufus—. ¿Aparecerá el Ladrón de Humo si exponemos el diamante en el museo?
—Lo hará. Nunca ha venido aquí por él. Pero considerará Londres como su dominio. No podrá resistirse.
—Un gran riesgo —dijo George con un tono de voz uniforme—. Sacarlo del Condado. El concejo tenía razón en ello, milord.
—Debe ser la piedra verdadera. Lo sabes. Distinguirá una imitación al instante. Y habrá varios de nosotros, y él estará solo. El Museo Stewart es lo suficientemente grande como para que haya un gran número de nosotros infiltrados entre la multitud.
—Sí, milord.
Detrás de ellos, los criados (todos miembros de la Comunidad) aprovecharon que Kit se encontraba de pie y con rapidez limpiaron el resto de la comida; eran como fantasmas reflejados en los cristales de las ventanas que miraban a su señor y se desvanecían sin hacer ruido, tal cual habían entrado.
Kit se había acostumbrado a esas miradas a lo largo de los años, en parte por temor y en parte por intimidación. Como si él fuera una criatura superior a ellos. Como si fuera… indomable.
Pensó en todos los momentos en que había deseado huir, escapar de Darkfrith. Contempló las estrellas desparramadas en el helado cielo y la envidia que sentía hacia el ladrón lo atravesó con un dolor mordaz… sólo un destello que luego se esfumó.
—Vendrá por el diamante —dijo lentamente.
Yo lo haría, pensó.
***
Se puso en cuclillas, desnudo y solo, en el borde más elevado del inclinado techo de la mansión, dejando que el viento de la noche revoloteara en su cabello; su piel, fría; sus músculos, tensos; contemplaba inmutable la tierra como las gárgolas de piedra que gruñían desde las almenas de Chasen Manor. Las estrellas estaban más cerca, pero nunca lo suficientemente cerca; Christoff se puso de pie y saltó desde el tejado.
Por un instante, cayó. Sentía terror, la sangre latía, una energía que haría que el corazón gritara. Pero en el último segundo logró la Conversión y el suelo que se acercaba deprisa se desdibujó, y el viento lo elevó hacia lo alto, hacia el cielo.
Era libre.
Kit voló muy alto sobre la tierra, la mansión se hacía cada vez más pequeña, los detalles del suelo se mezclaban con la oscuridad, los bosques y las luces. Habría otros en la noche sin luna —sus cazadores, sus guardianes— pero él los percibía antes de que ellos pudieran hacerlo, y entonces los esquivaba, veloz y salvajemente, como para que no pudieran seguirlo.
Tampoco lo harían. Sabían que debían dejarlo en paz.
Cabalgaba sobre los vientos mejor que nadie, penetraba los secretos de la noche, dónde ir, cómo ocultarse. Había estado moviéndose con sigilo desde el primer momento que pudo, desde la primera noche de su transformación. A los diez años, había sido el más joven de la Comunidad en sobrevivir a la dura experiencia de la Conversión. Pero lo había logrado. Y con las estrellas como eco, Kit voló.
Far Perch, la elegante casa del pastor, estaba desierta.
En realidad, lo suponía. Sin embargo, encontró desconcertantes las ventanas y los escalones del frente sin adornar. Su madre solía tener macetas con rosas en la puerta; los apretados pimpollos color coral olían a condimentos en verano; en invierno sólo quedaban los tallos pegajosos. Qué extraño; lo había olvidado hasta ese momento. Su padre, como recordó Kit, las había arrancado después de la muerte de su madre.
Las macetas estaban vacías ahora, ni siquiera tenían telarañas que se movieran con la brisa del viento. Con uno de los dedos tocó los bordes de la piedra caliza; su piel bronceada contrastaba con la blanca piedra con hoyos; luego, dejó caer la mano a un costado. Golpeó la aldaba contra la puerta una vez más.
Nadie respondió. Había mantenido a los ancianos cuidadores de su padre (no eran drakones, no se podía dejar a nadie de la Comunidad solo en la ciudad durante demasiado tiempo), pero parecía que no podían oírlo. Era una casa demasiado grande.
O quizás habían salido.
Nadie había venido a buscar su caballo; tuvo que guardarlo en el establo él mismo.
Kit buscó el llavero en su bolsillo y abrió la puerta de dos hojas.
—¿Hola?
El viejo Stilson no apareció. Tampoco su esposa. Kit echó una mirada detrás de él, a los elegantes edificios de la manzana y a los árboles y adoquines que flanqueaban la mansión, luego ingresó en el vestíbulo y cerró las puertas.
Odiaba Londres. Le parecía sofocante, contaminada por la saturación de seres humanos, maquinaria y el lúgubre y bajo cielo. Como el marqués de Langford, se había adaptado a las más pequeñas miserias de la vida en la ciudad, a los olores y a los fuertes ruidos, al tumulto constante en las calles.
Sabía cómo caminar, hablar y sonreír cuando debía. Sin embargo, siempre estaban esos momentos perversos e invisibles en los que Kit temía quebrarse… desesperado por salir corriendo de allí para encontrar un sólo lugar libre de obstáculos, un lugar limpio donde respirar. Pero no había un lugar así. No allí.
Su raza no prosperaba en las ciudades. Sin embargo, Londres, la brillante y sofocante Londres, era un mal necesario. Si todo salía como lo había planeado, se iría en una semana.
No tenía idea de cómo su padre se las había arreglado durante todos esos años. El viejo marqués había construido la mansión en Grosvenor square (la única extravagancia de su vida también se llamó así). Había cumplido sus deberes como lord e incluso cuando se lo ordenaron, había asistido al rey. Le había dicho a Kit que de negarse, habría levantado especulaciones sobre su persona.
Durante años, Kit había evitado la mansión. Siempre que debía ir a Londres había encontrado posadas, clubes, lugares sin espíritu o habitaciones con un acuciante silencio. Sin embargo, este viaje era único; en lugar de ocultar su presencia, la hacía pública y por ello la casa de su padre era necesaria.
Anduvo con paso majestuoso por los salones abandonados, abriendo puertas, quitando las sábanas que cubrían los muebles, removiendo polvo y recuerdos.
Ah, sí… Far Perch.
Allí, en el salón azul, su madre solía sentarse con su bordado, lazos y pliegues almidonados; sus labios fruncidos debido a la concentración; su aguja, centelleante.
Allí, en la balaustrada de la escalera principal, Christoff, con sólo seis años, se había roto un diente mientras intentaba sus progresivas e intensas Conversiones.
Allí, la habitación donde su hermano menor había nacido y —horas después— había muerto, llevándose a su madre consigo.
Y allí, la biblioteca de su padre, una alcoba con alfombra de Kidderminster y roble pulido, y libros con sus encuadernaciones intactas, congelados detrás del cristal. El retrato perfecto de un caballero.
Sus labios hicieron una mueca con el mero pensamiento y se volvió para irse. Sin los candelabros de pared encendidos, las paredes y los suelos de mármol emitían un débil y pálido brillo; Far Perch le parecía hambriento, necesitaba calidez y emoción.
Bueno, comprendió lo del hambre, por lo menos. Mientras recorría la habitación de su padre exploró con la yema de los dedos el revestimiento de madera y sus vetas.
Quizás no tendría que haberse adelantado a los demás. Quizás tendría que haber avisado a los Stilson de que llegaría antes de lo previsto. Por lo menos, hubieran quitado las sábanas para cuando llegara.
Sin embargo, deseaba tener un tiempo a solas en ese lugar. Había querido tener la oportunidad de meditar en privado sus recuerdos, encontrar la paz allí, en la ciudad, sin la constante y curiosa mirada de sus conocidos, amigos y parientes. Y, en verdad, deseaba estar un paso por delante del ladrón.
Seis años habían transcurrido desde la muerte de su padre, pero Kit sentía su fantasma con tanta fuerza como si el marqués estuviese sentado todavía en su escritorio, sermoneando a su taciturno hijo adolescente.
Protege la Comunidad. Encuentra al fugitivo. Haz lo que debas hacer para encontrarlo.
—Lo haré —murmuró Kit hacia el escritorio cubierto con sábanas blancas.
Fuera, los árboles estaban repletos de hojas; al menos habían limpiado las ventanas. Estaba saliendo de la biblioteca, a punto de terminar el recorrido por la casa de su niñez, cuando lo sintió por primera vez.
Una sensación de advertencia en el cuello, una sensación familiar. Humo. Nubes. Giró con cuidado hacia la ventana más cercana, apoyando una de sus manos en la cortina. Sus sentidos entraron en erupción.
Uno de ellos. Uno de la Comunidad, muy cerca. El fugitivo.
Permaneció en las sombras, esperando, buscando al hombre… Si pudiera capturarlo ese día, si pudiera capturarlo allí, tan pronto…
Pero no había ningún fugitivo, al menos en el frondoso y verde descampado. Sólo había una dama con sombrilla y su hijo enfermizo que pasaban lentamente junto a la casa.
—¡Ah, mamá! ¿No es grandioso?
El niño tiró de la mano de su madre con excitación, señalando, más allá de la muchedumbre, hacia el pedestal que sostenía el diamante de Langford; una tenue luz color púrpura entre almohadillas y cristal.
—Aquí estamos, muchachito. ¡Arriba!
El padre levantó al niño de las caderas, obteniendo como resultado miradas de descontento por parte de los visitantes del museo.
Pocas veces el Museo Stewart había tenido tanta cantidad de visitantes. La noticia sobre el diamante de Langford era suficiente para que todo Londres estuviese allí: había campesinos, criados y aristócratas; todos hombro con hombro, con la excitación de ver la piedra preciosa. Mucho se había escrito sobre el único diamante de color— ¡más grande que el cetro del rey! ¡más pesado que una bola de criquet!— pero ningún ser humano fuera de la familia Langford lo había visto realmente. Hasta ese momento.
El administrador del museo permanecía de pie junto al pedestal con una mirada de horror en el rostro; estrujaba las manos y le rogaba a la multitud que mantuviera una distancia prudencial.
Los guardias contratados para la ocasión fueron más eficientes y menos educados. Desenfundaron sus armas y sonreían de modo diabólico a cualquiera que los mirara a los ojos. Hasta un grupo de marineros prefirió alejarse de ellos. Rue contemplaba el desarrollo del espectáculo desde el amplio balcón acalorado del atrio; desde allí, podía observar hacia arriba una cúpula de vidrio de color y hacia abajo, un mar de cabezas oscilantes. El diamante de Langford provocaba un atractivo resplandor desde allí, pero nada más. Podría haber sido una buena imitación ya que nadie desde esas alturas se hubiera dado cuenta.
Excepto ella. Mantenía la respiración constante y las manos sobre la baranda que estaba delante de ella, pero el seductor diamante la atraía. Lo sentía en su sangre, en su pulso, como lo sentía toda la Comunidad. Conectarse con las piedras preciosas estaba en su naturaleza. Y ese diamante (noventa y ocho quilates, tallado con la forma de una lágrima, recitaba en su mente) había sido protegido por los drakones desde el comienzo de los tiempos. Incluso tenía un nombre: Herte. El corazón de la Comunidad.
Por eso, ellos estarían allí para contemplarlo. No se encontrarían demasiado lejos.
Era una trampa y una muy astuta. Sabía que vendrían por ella tarde o temprano; había deseado con fervor que fuera más tarde.
***
Pero Rue no estaba preparada aún.
Una gota de sudor se deslizó por su cuello y le provocó un cosquilleo al llegar al pañuelo de gasa del corsé. Hacía más calor allí arriba que en pleno julio.