Sin embargo, en aquella hedionda callejuela vaciló, y luego se puso en cuclillas delante del niño. Examinó su amarillento rostro, los débiles y pálidos ojos que le suplicaban y los labios que intentaban hablar.
Él la había visto.
Rué tocó con sus dedos la mejilla del muchacho y decidió, por impulso, llevarlo a su casa para que muriera allí.
No estaba acostumbrada a actuar por impulso. Las pocas veces que lo había hecho su vida había sido engullida por grandes cambios. Zane, como era de suponer, no era la excepción.
Había sido demasiado testarudo para morir. Se había desplomado en su nuevo sofá Hepplewhite salpicando una gran cantidad de sangre sobre las delicadas rayas color limón… y sobrevivió.
Con pesar, Rué tuvo que deshacerse del sofá, pero Zane, su tenaz niño abandonado, salió adelante. Estaba débil, mal alimentado y socialmente inadaptado. No tenía modales, ni gracia, pero poseía un rudo ingenio. Chillaba como un demonio cada vez que Rué le ordenaba que tomara un baño.
Y sin embargo… ella sabía bien lo que era sentirse pequeña, estar sola.
Le había dado una cama en el ático, le había asignado tareas en el hogar —que muy pocas veces cumplía— y habían sellado una insólita y difícil alianza.
Él sabía qué era ella. Nunca lo dijo, nunca preguntó. Pero lo sabía.
Muchacho y mujer se estudiaban mutuamente en la suave luz amarilla. A pesar de la dulce sonrisa, no parecía más que un duende desnutrido. Rué se preguntaba cómo lo conseguía; sabía, de hecho, que habitualmente comía lo suficiente como para engordar a tres hombres adultos.
Zane hizo un gesto en dirección a la mesa.
—¿Viste lo que te trají… traje?
Rué negó con la cabeza, volviéndose hacia los periódicos.
—Leí estos.
—No, aquel. Cortado del The Spotted Dog. Noticias de la semana pasada, pero supuse que te interesaría la que está en la parte inferior a la derecha.
—Al fin tu lectura mejora.
—Y me lavé la cara el domingo pasado —dijo virtuosamente.
Rué tomó el periódico, lo dio la vuelta y encontró la historia que mencionaba Zane.
«Extraño diamante de Langford se exhibirá en el Museo Stewart».
Por un instante, su corazón se detuvo.
Langford. Diamante. Aquí.
Tenía que haber un error. La Comunidad nunca…
—¿Qué piensas, milady? —preguntó sobre su hombro—. Un diamante y todo. ¿No es bueno?
Rué levantó la mirada y se vio reflejada en el espejo al otro lado de la habitación, pálida como el mármol y con los ojos oscuros. Su cabellera era una cascada plateada que le llegaba hasta los hombros; la luz de la vela creaba un halo en su rostro.
—Dile a la criada que lave tu uniforme cuando regrese —dijo y tomó el diario para luego salir de la sala.
Capítulo 3
EN las colinas y valles de Darkfrith había un proverbio que decía: besa el cielo, besa el suelo y todo el mundo se unirá.
Todos los niños de la Comunidad lo conocían, lo recitaban en poesías y en canciones; crecían con esa lección; cortejaban, contraían matrimonio y luego lo volvían a transmitir a sus hijos.
Pero alguien, al parecer, había tomado el proverbio con demasiada seriedad. Un fugitivo.
—El Ladrón de Humo —dijo Rufus, golpeando el periódico frente a Christoff con un gesto ceremonioso—. Nuestro muchacho ha vuelto a las andadas.
El salón comedor de Chasen Manor estaba casi vacío; ya habían terminado el plato principal hacía un tiempo. El fuego se había consumido pero todavía se oía un chisporroteo en la chimenea. Los criados se movían con silenciosa eficiencia por toda la sala, llevándose los platos y la vajilla con el mínimo ruido posible. Todavía tenían que recoger los platos que se encontraban en la cabecera de la mesa. Entre las frías alcaraveas fritas y lo que quedaba de un faisán relleno había periódicos desparramados, además de otras publicaciones y notas escritas por el mismo Kit con impacientes trazos negros.
Kit se reclinó en la silla, llevó su mano hacia el cabello suelto, recordando demasiado tarde la tinta que había en sus dedos. No soportaba las pelucas, el talco ni los recogidos. De todos modos, allí, en el campo, a nadie le importuna, no delante de él. Pero necesitaba un corte de cabello, parecía olvidarlo.
—¿Qué fue esta vez?
—Una tiara. Un collar. Todo delante de las narices de los Monfield.
Kit inspeccionó la punta de su pluma.
—En efecto. ¿El duque pudo verlo?
—Bueno, seguramente que sí. ¿No es cierto? Dice que peleó contra el sujeto. Se batió a duelo con él.
Al otro lado de la habitación se oyó un suspiro; Kit apenas pudo contener el suyo.
—Siempre me sorprende la deshonestidad de la prensa. —Con un dedo volvió la página del periódico para poder leerlo—. Se batió a duelo con él. De hecho, yo no andaría por ahí haciendo alardes si lo hubiese hecho.
—No sé por qué todavía se sorprende —comentó George refugiado en su silla favorita cerca de la chimenea,
—Ya ha lidiado con demasiadas de sus tonterías desde que heredó el título.
—Es verdad. Quizás estuve esperando que cambiaran en algún momento.
—No lo parece —Rufus tomó asiento. Levantó las botas y las apoyó en el borde de la mesa, vio que Kit lo miraba por el rabillo del ojo y las colocó nuevamente en el suelo.
—Eres su deporte favorito. El marqués de Langford participa del baile. El marqués de Langford acompaña a una dama así y así. El marqués de Langford se rasca el trasero.
—No he leído eso último —dijo Kit, con docilidad,
—Se entretienen con usted —remarcó George, con las palmas de las manos abiertas sobre el abdomen.
—Lo único que quieren es sangre nueva.
—Y usted lo es, milord.
—Lo era —dijo señalando lentamente el titular del periódico—. Pero creo que he sido eclipsado.
El Ladrón de Humo. Durante los últimos tres años Christoff y el concejo habían seguido sus hazañas, desde que el Evening Standard había apodado al sujeto con ese nombre convincente. La lógica le decía que había estado trabajando desde hacía más tiempo, sin embargo, a pesar de las conexiones sociales de Kit y una buena cantidad de sobornos, nadie en ningún lado parecía saber demasiado acerca de él. Era alimento para la prensa, una ofensa para los ricos, un héroe para la clase común. Se llevaba sólo joyas, y sólo las mejores,
Ninguna volvía a verse.
Era la amenaza más importante para la Comunidad en ese siglo.
Durante innumerables años habían vivido en un silencio casi perfecto, ecos de un tiempo anterior, de antiguos hechizos y magia híbrida. Nadie conocía los verdaderos orígenes de la Comunidad; esos recuerdos se habían perdido años antes. Algunos decían que provenían de Rusia o Rumania, de los impenetrables y oscuros bosques de las colinas más remotas de Europa. Algunos iban más lejos aún y decían que habían nacido de las entrañas de la tierra, que habían sido lanzados al cielo con la lava y los ardientes diamantes blancos y que habían respirado por primera vez entre las nubes.
Eran cazadores sin igual, incomparables. Eran humo, y garras: drakones.
Pero habían llegado los Otros al antiguo lugar, seres humanos, mortales, y luego, la persecución. La Comunidad había abandonado su tierra de origen llevándose con ellos los últimos diamantes, su fuente de inspiración. Sin embargo, la Comunidad, los legendarios cazadores, eran perseguidos en cada lugar en el que se asentaban. Los atacaban en sus hogares mientras dormían. Los quemaban y torturaban; las leyendas contaban que los traspasaban con lanzas, uno por uno.
Kit se lo imaginaba: los mortales que más les temían se alzaban contra ellos, asesinando a los inocentes. Cuando era niño, esto lo había desvelado muchas noches.
Aprendieron a vivir disfrazados. A luchar contra la Conversión y a caminar entre los Otros, a vivir como lo hacían los Otros. El anonimato era esencial para sobrevivir y los drakones se destacaban en ello, tanto que aquellos que podían completar la Conversión (que podían transformarse de hombre en bestia y viceversa) eran cada vez menos y menos con el correr del tiempo.
Finalmente, después de años de vida nómada, terminaron allí, en las verdes colinas del norte de Inglaterra, donde la neblina todavía acariciaba la tierra y donde el humo y las nubes eran un todo. Durante quince generaciones Darkfrith había permitido que la Comunidad prosperara.
Kit miró el artículo que se encontraba delante de él una vez más. Las líneas estaban impresas con trazo más grueso. Un hombre de humo que atravesaba paredes y ventanas como si no estuviesen allí, que asustaba a las doncellas, eludía a la policía y desaparecía con las piedras preciosas más delicadas… Kit negó con la cabeza. No cabía duda de que era alguien de su raza. Si el ladrón hubiese querido llamar la atención, no podría haber elegido mejor forma.
Quizás se estaba volviendo imprudente. O quizás… era una provocación.
De vez en cuando, nacía alguien que no podía soportar esa vida. Que no podía sobrellevar las reglas del Condado, los secretos, la gloria. Si se la presionaba demasiado, esa persona podía huir y la Comunidad debía movilizarse para recuperarla y traerla de regreso.
Ese pensamiento, más que ninguno, ataba al joven Christoff a ese lugar. La humillación de ser atrapado. La futilidad de querer escapar de su destino.
El fuego chasqueó y estalló arrojando algunas chispas contra la reja del frente de hogar.
Kit levantó el periódico y leyó en voz alta la descripción que había hecho el duque acerca del ladrón: «Moreno, alto, con el rostro sucio, de cabello negro como el carbón y una cicatriz en la mejilla». Kit miró a los otros dos hombres.
—¿Se parece a alguien que conozcamos?
George y Rufus negaron con la cabeza. En la Comunidad había rubios, gran cantidad de rubios, y pelirrojos, pero muy pocos morenos. Kid ni siquiera podía recordar un miembro de la Comunidad con cabello negro, ni siquiera a lo largo de toda su vida.
Otra mentira, como lo había pensado.
—¿Las listas de las familias están completas? —le preguntó a George.
—Sí, milord. Hemos conseguido los nombres de todos los posibles fugitivos exitosos de los últimos cuarenta años.
No hay demasiados hombres, se lo aseguro. Como máximo seis, y todos fueron considerados muertos. Cuatro, aparentemente, desaparecieron en un incendio (en el fuego que derrumbó la taberna en el año treinta y tres), uno murió ahogado y el ultimo sujeto, devorado por los lobos.
Kit arqueó las cejas.
—¿Lobos?
—Eso es lo que dijo su hijo. Su nombre era Stirling Jacobs. Le agradaba cazar al amanecer. Le gustaba el desafío. Se sabía que le atraía aventurarse fuera de la frontera. Se encontraron los huesos, posiblemente los de él. Eso es todo.
—¿Cuántos años hubiera tenido ese hombre ahora?
—Veamos… casi ochenta, diría.
Kit lo miró por encima del desorden de vajilla y periódicos.
—Sus instrucciones fueron que consideráramos a todos —George se movió en la silla, incómodo—. Y yo, maldita sea, consideré a todos.
—Bien. —Se alejó de la mesa y permaneció de pie, inquieto, mientras su mente intentaba resolver el rompecabezas, revisando todas las piezas—. Y el otro hombre. El que se ahogó.
¿Qué hay acerca de él? ¿Qué edad cree que tendría ahora?
Kit asintió con la cabeza, mirando fuera por una de las ventanas. Contra el oscuro cielo podía ver el reflejo del fuego la sombra gordinflona de Sir George— y la de Rufus, un poco más alejada.
—Alrededor de veintitrés —dijo George, después de un instante—. Murió joven.
—¿Nunca se encontró el cadáver?
—No… entero. —George se movió una vez más—. Una mano. Tenía un anillo…
—¡Por todos los cielos! —interrumpió Rufus, rebelándose.
—… y su abrigo fue encontrado en los cañaverales, cerca de Aberthon.
Kit estaba molesto por algo. Faltaba algo. Daba vueltas en su mente, un pensamiento distante, demasiado escurridizo para atraparlo. Algo acerca del río.
—Un hombre puede vivir sin una mano —dijo George de modo significativo en el silencio que había surgido de golpe—. Incluso, puede robar.
Sí. Podía.
Kit cerró los ojos e intentó reflexionar como si fuese el ladrón, el cuidadoso juego que desplegaba con la prensa y la ley. ¿Qué clase de persona sería?
Inteligente, sin duda. Tenía que haber descubierto la forma de infiltrarse abiertamente en las casas más elegantes, caminar por sus habitaciones. Los drakones no podían manifestarse en aquellos lugares que no podían ver.
Descarado. Cualquiera que escapara de Darkfrith estaría al borde de lo ilegal. El castigo por huir era, en general, la cárcel. O la muerte.