El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

El clamor de aprobación de la gente en los jardines comenzó a aumentar y aumentar. Aplaudían y silbaban. Chocaban las jarras de cerveza al brindar.

—¡Un espectáculo excelente! —Un hombre allí cerca se maravillaba junto a un amigo—. ¿Cómo demonios crees que lo hicieron?

Rué flotaba sobre los jardines del placer. Era otro flujo de humo entre otros tantos, la luz blanca de la luna destellaba sobre las fuentes, la luz de las farolas era una calidez tenue por los senderos. La gente se retiraba a las sombras o a la taberna; vio a un hombre con un sombrero de paja que llevaba su vestido.

Pero no podía encontrar a Christoff. Ni siquiera podía encontrar a otro drakon. Los jardines del placer eran extensos, abundaban los árboles, césped y esa suave luz mantecosa. Sin embargo, debajo de ella, todo lo que sentía eran personas y pequeñas criaturas escondidas como motacilas, gorriones y ratones.

Los jardines estaban completamente rodeados por una pared de ladrillos. La esquina norte parecía especialmente sombría. Rué planeó sobre ella y dejó atrás las fuentes y las parejas que deambulaban, se hundió para convertirse en niebla sobre las largas hierbas que le hacían cosquillas. Subió en espirales por un molinete de madera y la cerca que tenía un letrero en un poste que decía: SÓLO ASUNTOS PRIVADOS. Ingresó a un recinto donde las hojas sin barrer se amontonaban y los troncos que una vez habían marcado los límites estaban caídos en un verde esponjoso. Un cobertizo para herramientas desgastado se desplomaba a un costado, apoyado sobre un tablón, aparentaba estar sólo a una brisa enérgica de derrumbarse por completo.

Escuchaba voces muy sospechosas. Allí estaba más oscuro de lo que había previsto. La luz de la luna era demasiado débil como para penetrar a través de los árboles enmarañados, excepto por unas pocas parcelas diáfanas. Se convirtió y las eludió, dio un paso desde el sendero hasta el césped silencioso, serpenteó como un gato a través de la maleza hasta una caseta de robles.

Sin duda eran voces. Voces de hombre. Trató de ver por las ramas aunque no divisó nada excepto más vegetación. Por eso, decidió moverse otra vez. Trepó de árbol en árbol hasta que al fin estuvo al borde de la caseta. Sólo a unos metros de distancia estaba el resto de los drakones, de pie en un círculo irregular entre los arbustos salvajes con espinas.

Todos estaban vestidos menos Kit. No vio al fugitivo, no al principio. Pero cuando un par de hombres se movieron, la figura pálida y débil de Tamlane Williams llegó con claridad a través de las hierbas.

—…el coche por aquí, hacia esta pared —decía el marqués—. No será difícil levantarlo.

—Sí, milord.

—Tengan cuidado con él. Ya se ha magullado suficiente. No queremos que sea peor para él de lo que ya es.

Rué exhaló. Tenía la mejilla apoyada contra el árbol. Christoff levantó la cabeza.

—¿Qué hay de la muchacha? —susurró uno de los hombres—. ¿La devolvemos esta noche también?

—Yo me encargaré.

—Hay una capucha de más en el coche —ofreció el guardia.

—Sí-dijo Christoff y giró su rostro en dirección a ella.

Rué retrocedió. Se retiró con tanta rapidez como se atrevió, pasó todos los árboles convirtiéndose en uno en la profunda noche cerrada.

Uno de los cristales de la ventana de la habitación de Rué estaba quebrado. El vidrio había sido roto con violencia. Sin embargo, curiosamente, la ventana estaba abierta y permitía ingresar el murmullo del viento que se agitaba con el amanecer que llegaba.

Kit lo tomó como una invitación. Era muy poco probable que sólo se hubiera olvidado de cerrarla.

La encontró sentada en la cama con las piernas extendidas y los cobertores a sus pies. Tenía puesta una camisola y nada más; le ajustaba, algodón translúcido estirado sobre sus brazos y hombros, doblada en pliegues en las sábanas. Lo miró seria mientras él tomaba forma. Su rostro quedó enmarcado con su cabello despeinado. Los ojos de Rué lo miraron de arriba a abajo, una vez, antes de que se pusiera de rodillas delante de ella. Había un jarrón de rosas frescas sobre la cómoda; su perfume entibiaba el cuarto.

—No he preparado el equipaje —dijo Rué.

—Eso veo.

—Y me debes un vestido —continuó ella—. El verde era mi favorito. Me gustaría que me lo repusieras. —Sus labios hicieron una mueca—. No hay una sola modista en

Darkfrith a la que quiera frecuentar.

—Estamos un poco más allá del borde de la sociedad refinada.

—Bueno, lo sé —contestó ella, oscura.

Kit se acercó a las rosas. Eran rosadas y coral y le recordaban a sus labios. Por ello, tocó una, sintió los pétalos firmes y sedosos e imaginaba, con las pestañas bajas, que en su lugar la tocaba a ella.

—¿Odias tanto ese lugar? —preguntó Christoff.

Ella no contestó, por lo que levantó la mirada, primero hacia el reflejo de color y el cielo que pasaba por la ventana y luego, otra vez a ella. Había bajado el mentón de modo que su cabello se derramaba hacia delante, un velo oscuro sobre sus mejillas. Sus dedos apretaban, pálidos, sus brazos desnudos.

—No maté al fugitivo —le confesó.

—Ya lo vi. —Sus manos se aflojaron un poco; se pasó la palma por las espinillas—. La pistola no estaba cargada. La revisé para estar segura.

—Aun así, te amenazó, Rué.

—En su posición, ¿lo hubieras hecho de otra manera?

—No lo sé —contestó con honestidad—. Nunca me permití el lujo de preguntármelo.

Ella no tenía una respuesta preparada para eso y la irritó. Estiró la camisola sobre sus piernas, frunció el ceño y luego la soltó otra vez. No deseaba mirarlo porque cuando lo hacía, todo lo que veía era a Kit, al dorado Kit, desnudo y sonriendo con calidez. Entonces se lo pondría fácil porque no podría controlarse. La llenaría de palabras melosas y besos, todos sus mejores sueños y ella se derretiría como la nieve bajo el sol. Sin embargo, no quería hacérselo fácil. Él tomaba algo valioso de ella, no importaba cuánto le ofreciera a cambio, y no quería que fuese fácil.

—Pequeña… te dejo libre.

Le llevó un momento asimilar esas palabras en su cabeza. Levantó la mirada, conmocionada.

—¿Qué has dicho?

—Te dejo libre, Rué Hawthorne. —La miró de una manera que no pudo interpretar, fría y turbia, apoyado contra la ventana más brillante—. Ya no estás atada.

Por un momento sólo lo miró fijo. En algún lugar, fuera, un perro comenzó a ladrar.

—¿Se supone que esto es una broma?

—No.

—¿Qué dices? —Se sentó derecha, enfadada—. ¿Dices que soy libre? ¿Qué no tengo que regresar a Darkfrith?

—Sí.

—Ah… muy divertido, Lord Langford. Debo creer que el concejo consiente esto, que después de todo lo que ocurrió todos esos viejos locos simplemente me desean un afectuoso adieu.

—El concejo —aclaró con suavidad— hará lo que yo diga. Al fin y al cabo, es nuestra naturaleza. Además, ninguno de ellos sabe dónde vives y yo no se los diré.

Cerró de golpe la boca. El perro se calmó en ecos que disminuían.

—¿Qué hay de Zane?

—¿Qué ocurre con él?

—¿Lo dejas libre a él también?

—Mi amor, aunque sea difícil de creer. Nunca quise nada de tu sucio golfillo de la calle. Todo lo que quería era su silencio. No lo libero de eso, pero de otra cosa… sí. Por mi parte, es libre de prosperar en la verdadera ratería por años.

—No nos traicionará —dijo Rué.

El marqués le brindó una sonrisa muy escueta.

—Comienzo a pensar que no importaría si lo hiciera. Después de lo de anoche, dudo que alguien le crea. Tenemos una ciudad llena de testigos ahora y no hay nadie en particular que parezca estar aterrado por los dragones voladores. —Bajó la mirada hacia las rosas—. Sospechan que fue todo un espectáculo.

Con el dedo ella trazaba un círculo lento sobre las sábanas.

—Escuché que decían que eras una nueva clase de títere de sombra proyectado en el cielo. —Se encogió de hombros—. La gente cree cualquier cosa, supongo.

—En especial los ebrios. —Christoff soltó la respiración en un suspiro—. Dios sabe que intenté alejarlo. Intenté que nos mantuviéramos en lo alto, pero él solo… —dejó de hablar, sus rasgos se volvieron duros.

—No estuviste visible por mucho tiempo —dijo ella bajito.

—¿Es así como fue para ti? —Tomó una de las rosas; con unos golpecitos escurrió el agua del tallo y la llevó con él hasta la cama. El colchón se hundió; se sentó junto a ella sin tocarla—. Lo escuché hablando contigo sobre el Condado. ¿Es así como fue para ti también? ¿Te sentiste como una extraña, como si no pertenecieras?

—Cada uno de mis días…

Excepto cuando me mirabas, pensó.

El cabello de él era largo y salvaje, una efusión de oro que se oscurecía en los omóplatos. Los músculos de su espalda eran suaves y lisos. Rué levantó una mano. Le peinó los cabellos con sus dedos. El cuero cabelludo se sentía deliciosamente cálido.

Kit arrancó un pétalo de la rosa y lo dejó caer a la alfombrilla.

—No será simple —dijo—. Cambiar las costumbres de la Comunidad. No será una tarea fácil.

—No.

Otro pétalo.

—Tal vez podrías escribirme. Darme sugerencias.

—Tal vez.

—Rué. —Se dio la vuelta para mirarla; ella dejó que su cabello resbalara de su mano—. En verdad no vas a obligarme a ser tan noble, ¿no es cierto?

—Creo que un poco de nobleza podría ser buena para tu temperamento, Lord Langford.

—Un poco —dijo él con una risa extraña y preocupada, y cerró los ojos—. Dios. Abriste ventanas en mi alma que nunca supe que existían. Me hiciste pensar que tengo una esperanza de convertirme en el hombre que siempre quise ser. —Bajó la mirada hacia la rosa; sus dedos se ahuecaron y arrancaron todos los pétalos que quedaban a la vez. Cayeron en un silencio pintado desde la palma de sus manos—. Pequeña… Clarissa… Para bien o para mal, despertaste mi corazón. No creo que pueda ser un hombre noble sin ti a mi lado, empujándome cada día. Soy un maldito tipo testarudo. ¿No lo sabes?

No contestó. Él lanzó el tallo al suelo y frunció el ceño, ahora en las rodillas de ella, como si la extensión de la camisola blanca sobre ellas lo impacientara. Le tocó el brazo. La palma de su mano rozaba su piel desnuda. Después, ella levantó su mano para colocar los labios de él sobre la parte anterior de su muñeca. Sus besos eran tentadores. Sentía un sendero de dulces mariposas pequeñas que volaban hasta el interior de su codo. Rué descubrió que contenía la respiración.

Él presionó su mejilla contra su antebrazo.

—Te das cuenta de que si no acabas casándote conmigo, terminaré siendo un viejo avinagrado, igual que el resto de ellos. Te necesito para que me rescates.

—Sí. —Estaba de acuerdo—. ¿Pero qué hay de mi vestido? —Christoff levantó la mirada—. Llevará meses de verdaderas pruebas. Muestras de tela. Modelos. Un vestido como ese no se cose como la arpillera de un pescadero.

—¡Ah!… Creo que ya entiendo. —Se acercó un poco más—. El tocado de una dama no se hace deprisa. Si crees que llevará tanto tiempo… quizás yo podría quedarme contigo para asegurarme que se haga una prueba adecuada. Soy, si me permites decirlo, un tanto experto en tu figura.

—¿Lo eres? —respiró ella y se echó hacia atrás, sobre las almohadas, y estiró los brazos.

Él le sonrió, una sonrisa más verdadera que la de antes. Su mano descubrió el cordel de la camisola; enrolló la fina cinta en un dedo.

—Sí. El experto… más … cariñoso. —De un tirón aflojó el lazo.

—¿Y qué sucedería si te dijera… —Rué tuvo que detenerse porque él había inclinado sus labios hacia su pecho, su lengua acariciaba su piel donde la camiseta se abría—, si te dijera —continuó, decidida— que quisiera algunos vestidos más como ese cada año?

—Supongo que alguien debe mantener Far Perch en orden. —Sus ojos reían en un verde claro brillante aunque su tono permanecía suave—. Sería un crimen dejarlo languidecer vacío todo el tiempo.

—Estoy de acuerdo. Y también alguien debería rondar por allí… de vez en cuando… para cuidarlo de los peligros naturales de la ciudad. Granujas. Diamantes robados. Ladrones despiadados.

—Ratoncitas. —Christoff se inclinó para cubrir sus labios, abandonó su cautela, su cuerpo era ágil sobre el de ella, presionaba dentro de ella con su calor firme y ansioso—. Deja que vengan. No hay nada allí que valga la pena robar. Todo lo que es valioso en el mundo está aquí frente a mí, en tus ojos.

El amanecer llegó y se marchó agitando colores verde, oro y rojo anaranjado, pero Rué no estaba despierta para ver ninguno de ellos. Kit la observaba dormir, su hermoso rostro sin protección, sus mejillas teñidas con la luz. Sentía un dolor en su corazón que no le era conocido, y en silencio lo examinó mientras apartaba el cabello de su frente. Le llevó un buen rato darse cuenta de que lo que sentía era felicidad, absoluta y completa.

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