Rué miró al marqués que aún observaba el espectáculo. Bajó las pestañas y tiró de su capa para acercarla más y sintió la atención de él de inmediato aunque nunca movió un músculo.
Haría cualquier cosa para ganar. Había prometido proteger a Zane, pero ella sabía, en lo profundo de su ser, que era capaz de hacer cualquier cosa.
—Necesito ir a la taberna —le dijo en voz baja; avergonzada, pero era todo lo que se le ocurría. Christoff la miró fijo.
—Ven conmigo, si quieres —agregó—. Pero es justo aquí a la vuelta. Enseguida estaré de regreso.
Sin molestarse en responder, Kit comenzó a abrirse camino entre la gente. Se movía con facilidad mientras la guiaba. La taberna estaba peligrosamente cerca de Zane, pero también la alejaba del grupo; cuantos menos testigos, creía ella, mejor. Comenzó a contar los hombres de la Comunidad que pasaban y había llegado a catorce para el momento en el que llegaron a la pérgola que marcaba el comienzo del camino a Delilah House. Brillos de cristal pendían de tablillas que cruzaban por encima de las cabezas y giraban con lentitud centelleando luz.
Hojas verdes y pequeños pétalos de jazmín ensuciaban la caminata iluminada por faroles como si fueran estrellas caídas. Rué se detuvo.
—Deberías permanecer a la vista. Te encontraré aquí.
—Creo que no, amor.
—¿Aún no confías en mí?
La sonrisa de Christoff ahora era estrecha y brillante.
—No esta noche. En lo más mínimo.
—No puedes seguirme hasta dentro —le dijo intentando esconder el temor con indignación.
Él se encogió de hombros.
—Tal vez sí. Veremos. Te sorprenderás de lo que una moneda puede comprar.
—Kit. Enseguida vuelvo.
—No, no lo harás, ratoncita. Estarás justo a mi lado.
Maldición. Iba a tener que olvidarse de su vestido. Rué bajó la cabeza en un falso consentimiento y comenzó a transitar el sendero. Uno, dos, tres, a la cuenta de cinco lo haría.
—¡Milord!
Ambos se dieron la vuelta en dirección a la nueva voz. El hombre corría con prisa hacia ellos. Era el guardia fornido que había vigilado la puerta aquel día en el Stewart.
—Rufus cree que lo ha visto, milord —dijo el hombre, bajando su voz—. Lo sintió, mejor dicho. Impreciso, poco claro. Pero se parece a nosotros…
—¿Dónde? —exigió saber Kit.
—Lo vio por última vez cerca del anfiteatro, pero se ha marchado. Tiene a alguien con él. Un muchacho…
Kit giró hacia Rué. Ella se convirtió, sin elegancia, sin delicadeza. Dejó a los hombres detrás blasfemando porque justo entonces un grupo de escandalosos había abierto las puertas de la taberna y salían tambaleando hacia la luz y esa era toda la demora que necesitaba. Salió con rapidez al polvo gris de la pólvora y el humo.
Capítulo 19
EL fuego corrió a través de ella. Fue inmediato e intolerable, una ráfaga de aire débil y seca. Después, el cohete y una luz furiosa, peor que un relámpago. Chispas doradas brillaban y ardían en innumerables serpentinas negras; Rué huyó con prisa de ellas y se acumuló. Encontró a Zane debajo de ella entre los cientos de rostros que miraban hacia arriba. Se retiró de la luz y se dirigió a un matorral de eucaliptos y mirtos.
Justo antes de desaparecer, Williams también levantó la mirada y la vio. Esperaba que supiera que era ella y no Kit o un guardia. Reconoció su perfume y, con seguridad, él había reconocido el de Rué.
Por favor, por favor, Dios, por favor…
Rué bajó y se detuvo al lado de las ramas peladas. No veía a nadie cerca, ni drakones ni Otros. Sólo se encontraban el fugitivo, Zane y el crujido de la corteza que había caído al césped. Se materializó detrás de ellos y el hombre se dio vuelta de inmediato. Llevaba al muchacho a tirones, con un brazo alrededor de su garganta.
—Tu abrigo —dijo ella y le tendió la mano.
—¿Qué?
—Dame tu sobretodo.
Los cohetes aullaban; el cielo destellaba. Los colores de Zane viraban con cada matiz de rojo. A pesar de la pistola y el brazo que estaban en su cuello, se había inclinado hacia fuera para mirar fijo el suelo.
—No huirá de ti —dijo Rué con tanta calma como pudo—. Prométeselo, Zane.
—Sí —se atragantó el muchacho.
—Pero necesito tu abrigo, Tamlane Williams. Ahora.
Él aún dudaba. Rué perdió la calma.
—¿Quieres que nos encuentren y nos vean así? —bufó ella—. Langford te matará antes de que puedas parpadear.
Williams sujetó la pistola en su cinturón, se quitó el sobretodo y se lo lanzó. Rué se lo colgó de los hombros.
—Todo lo que quería —comenzó el fugitivo, pero su voz se quebró. Hizo una pausa y despejó su garganta—. Todo lo que siempre quise fue que me dejaran solo.
—Lo siento —dijo Rué y lo dijo con sinceridad.
—¿Por qué has hecho esto? —La angustia se coló en su tono de voz. Nunca se había dado cuenta de que era tan joven. Había desaparecido después que ella; nunca se habían encontrado abiertamente. Sin embargo, había estado ahí casi tanto tiempo como ella. Debió haber sido apenas mayor que Zane cuando escapó de Darkfrith.
Williams tomó la pistola de su cintura y sujetó bien la empuñadura lustrada. Al verlo en chaleco y en mangas de camisa pudo notar con mayor facilidad la rigidez artificial de su mano derecha, congelada en su guante.
—Esto es lo que somos —le dijo ella. No podía manejar bien el abrigo, que pesaba sobre sus hombros; sostenía las solapas cerca de su pecho—. No podemos escapar a eso. Viví aquí por nueve años antes de que me encontraran. Pero siempre supe, Tamlane, que un día me encontrarían. Creo que en algún lugar dentro de ti, en ese lugar que recuerda el Condado, también debiste haberlo sabido.
—No.
Ella dejó que su negativa muriera en el silencio. Otro cohete estalló. Rué permaneció muy quieta.
—Deja ir al chico. Podemos hablar nosotros dos. No lo necesitamos a él.
Williams lanzó una risa excéntrica
—No puedo regresar. Debes saberlo. Me asesinarán.
—Hablaré con ellos. No se los permitiré.
—¿Tú? ¿Qué podrías decirles? Les supliqué y les supliqué. Mi madre rogó… —su voz se quebró otra vez. La pistola comenzó a temblar—. ¡Ay, Dios! ¿Por qué has hecho esto? ¿Por qué te uniste a ellos?
Con la cabeza aún baja, Zane levantó la mirada hacia ella, la mantuvo en ese amarillo pálido lobuno. Ella no podía descifrar lo que pensaba pero advirtió su postura. Se preparaba para pelear.
Rué intentó dar un paso cauteloso hacia delante. Deseaba que Zane no se moviera.
—Pensé que esto compraría mi libertad. El concejo exigió al menos a uno de nosotros. Y en ese momento preferí que fueras tú. Ahora me arrepiento de eso. Y me doy cuenta de que… no importa. Arrepentimiento, remordimiento, todas las disculpas del mundo. —Dio otro paso—. Usas a un niño como escudo. ¿No lo ves? No puedes permanecer aquí. Eres un peligro para ti mismo y para la Comunidad. Necesitas venir a casa.
Una explosión con un brillo adicional palideció el cielo del otro lado de los árboles. La sombra de las hojas se inclinó estridente sobre todos ellos, realzó la corteza, el césped y las piedras antes de desaparecer en la oscuridad.
—No lo haré —dijo Williams—. No comprendes.
—En verdad, sí.
—¡Es tan fácil para ti! ¡Mírate! Pero si fueras diferente allí, si hubieras nacido diferente… si fueras pobre y extraña, si no pensaras como el resto de ellos… las cosas que te hacen…
—Enséñales —dijo ella—. Muéstrales que están equivocados.
Respiró tembloroso.
—Dios me ayude. Prefiero terminarlo aquí.
—Si ese es tu deseo —dijo Christoff mientras caminaba en silencio entre las hojas—, sin duda puedo arreglarlo por ti.
Zane levantó la cabeza; Williams dejó de temblar y Rué quedó conmocionada. Santo Dios, protege a Zane, protege a Christoff. Zane estaba más cerca; si ella se convertía, podía alcanzarlo primero, aunque Kit llegara hasta ella…
—¿Y bien, muchacho? ¿Cómo será? —Se había detenido junto al tronco del mirto y apoyó el hombro sobre éste. Parecía un fantasma de satén brillante y zapatos con hebillas de oro. Christoff mostró su sonrisa dulce—. Pareces un hombre de una clara voluntad poco común. Estoy lo suficientemente dispuesto como para respetar tu decisión.
El fugitivo apuntó la pistola directo a Rué. Ella lo miraba fijamente, impávida, mientras su pulgar amartillaba el percutor.
—Decisión equivocada —dijo Christoff y se incorporó.
La mirada de Williams mantenía la de ella, amarga, en un azul ardiente. Cerró los ojos apretándolos bien fuerte y luego, miró hacia el cielo. Se convirtió en una bruma de humo pálido, voló hacia arriba a través de las hojas. Zane cayó de rodillas, tomó con rapidez la pistola y la giró con furia para apuntar al aire.
—¡Quédate aquí, maldición! —Kit le gruñó a Rué y siguió al fugitivo como humo en la noche.
—Lo siento. —Zane estaba de pie en un montículo de trozos de corteza con la pistola en la mano. Comenzó a jadear, sus palabras se desplomaban, su voz estaba marcada por las lágrimas—. Lo siento, lo siento. Vine para ayudar. Me encontró antes de que ni siquiera supiera que la tenía…
Ella fue hacia él y cerró su boca con la mano. Su rostro se elevó repentinamente hacia el cielo. Fuegos artificiales, más aplausos. Los enérgicos compases finales de una gallarda del cuarteto. Lo arrastró, con las manos aún sobre su rostro, hasta los árboles de manera que ambos quedaran detrás de los troncos. Juntos miraron hacia el mar de rostros animados, hombres y mujeres que reían, hablaban y bebían mientras el espectáculo concluía con un final radiante.
Allí —esa nube de allí era Kit, lo conocía— y ahí estaba el fugitivo, no tan transparente, no tan sutil. Se plegaban sobre la bruma asfixiante de humo, giraban juntos, nunca se tocaban por completo.
Y entonces el fugitivo se convirtió en dragón. El público entero rompió en un grito sofocado.
Era de color turquesa y verde botella, hermoso de una manera extravagante porque todos los drakones eran hermosos de esa forma. Volaba en lo alto, se arrastraba con facilidad a través del humo que aún era Christoff. Ya habían encendido otro sol de fuego; se disparó directo hacia arriba y detonó como una bomba china, congeló los cielos y la tierra en una luz fría y blanca, descubriendo al segundo dragón que se había adelantado al primero, alas de color escarlata, ojos de esmeralda brillante.
Los que estaban debajo volvieron a gritar… y entonces, en grupos indecisos, comenzaron a aplaudir.
Rué arrastró a Zane con ella hacia el matorral.
—Vete de aquí. Apresúrate. Ve a casa.
—¡No puedo dejarte!
—¿De verdad crees que no puedo manejarme sola? ¿Ves a esas criaturas? Soy una de ellas. Ve a casa. ¡Haz lo que te digo esta vez! No hables con nadie. Sólo vete.
La pistola cayó al césped.
—Pero…
—Ahora —le ordenó ella con brusquedad y arrojó el abrigo.
Zane quedó conmovido por el sermón, luego se dio la vuelta y huyó ligero. En cuestión de segundos se hizo invisible entre las líneas irregulares de los árboles.
Los músicos comenzaron una marcha militar, la pieza final de la noche. Rué se afirmó contra un eucalipto de olor dulce y embriagador y buscó el cielo. Ella y todos los demás, ya que los dos dragones aún daban vueltas, en lo alto y en apariencia se movían con lentitud. Eran colmillos, garras y alas que cortaban el humo en cintas. Los del foso ya habían alineado los diez últimos cohetes. Con los oídos cubiertos y las miradas que apuntaban a propósito hacia el suelo, no se daban cuenta de que había una batalla encima de sus cabezas.
Ahora se apresuraban, esperaban el final de la noche. Las diez mechas de los últimos cohetes estaban encendidas, burbujeando en color naranja. Ardieron intempestivamente, brillaron en una descarga y chillaron todos juntos hacia las nubes del firmamento negro. Eran como flechas que volaban directamente hacia las bestias por encima de sus cabezas.
Kit las eludió dos veces, tres veces. El fugitivo, no. Un rastro de fuego alcanzó una de sus alas. Giró y se zambulló pero Kit estaba justo detrás de él. Ellos dos eran todo el color deslumbrante y el encanto que le faltaban a los fuegos artificiales. Un coro de uuuus y aaaas del público se elevó hasta sobrepasar la música.
El último de los soles de fuego se extinguió. Ambos dragones habían desaparecido de la vista, perdidos detrás de la cortina de humo. Lentamente, se iba aclarando todo para mostrar el destello reluciente de las estrellas, la hoz de la luna y eso era todo. No había huellas de las bestias míticas. Sólo oscuridad. Sólo la noche.