El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

—Su Alteza —dijo Christoff otra vez de manera formal, con otra reverencia—. Le presento a Clarissa, marquesa de Langford.

El cortejo lo entendió antes que la duquesa. Se movieron e hicieron un sonido de desaprobación. Sin embargo, Letty sólo quedó ahí parada un rato muy largo, mirando a Rué, quien también la miraba, sin sonreír, para luego hundirse en una reverencia elegante. La fuente salpicaba y murmuraba.

—Ah —dijo Letitia por fin, apenas una sombra demasiado reluciente. Tomó las manos de Rué— ¡Mi querida! Qué encantadora. No tenía idea. ¡Kit, picarón! ¿Viene del campo?

—Tú dirías eso —dijo Christoff con los ojos puestos sobre su nueva esposa inquietamente silenciosa.

—¿No es fascinante? —dramatizó Letty mientras le dirigía una sonrisa a Rué—. Eres la más dulce damita de campo. ¿No lo creen?

—Qué collar magnífico, Su Alteza —dijo Rué, devolviéndole la sonrisa con una ferocidad repentina y despiadada—. Rara vez vi rubíes tan finamente combinados. Y qué bien le sientan con el vestido.

Letty levantó una mano enguantada hasta la garganta.

—Bueno, yo…

—Ilumina por completo este jardín monótono. —Rué se dio la vuelta hacia Kit—. Langford —exclamó su esposa utilizando precisamente el mismo tono cantarín de Letty—, debo tener uno exactamente igual a ese.

La duquesa rio con incomodidad.

—Vaya, es una reliquia de familia, Lady Langford.

—¿Lo es? —Su voz se oscureció—. ¿Le importaría mucho si lo mirara más de cerca?

—Cariño, se nos hace tarde —dijo Kit, y llevó por la fuerza a Rué de vuelta con él—. Le ruego que nos disculpe. Tenemos una cita romántica que no podemos perder. —Y antes de que los hombres alrededor de ellos terminaran sus reverencias, ambos ya se dirigían hacia una extensión particularmente oscura de los jardines.

Cuando estaban lo suficientemente alejados, él le habló.

—¡Cuánto más tranquila sería mi vida si fueras aunque sea un poquito menos testaruda!

—Quizás deberías haber considerado eso antes de casarte conmigo. —Pateó una piedrita—. Y ahora todos van a llamarme Clarissa —agregó de mal humor.

—Sólo los que no te agradan. Piensa cuánto simplificará las cosas.

Un hombre en chaqueta de marinero apareció por detrás de un sauce del sendero; al levantar una jarra de cerveza hasta su boca, sus ojos encontraron los de ellos. Kit le hizo un leve movimiento de reconocimiento con la cabeza y el guardia drakon volvió a marcharse hacia los árboles. Rué siguió su figura hasta que desapareció.

—¿Te agradó el collar? —preguntó Kit para distraerla.

—La duquesa de Monfield tiene una tendencia bastante obstinada a arreglarse demasiado. Es una de las razones por las que me hice amigo de ella como conde. —Pasaron por un pabellón rodeado de carraspiques y lavandas incipientes; una pareja en las sombras de un banco intercambiaba susurros. Rué no los miró.

—¿Por qué lo hiciste?

—¿Hacer qué?

—Hacerte amigo de Su Alteza. ¿O me atrevo a adivinar?

Kit sintió que la mandíbula se le tensaba y con alevosía, la relajó.

—No somos amigos.

—¡Ah! —y añadió luego—. Comienzo a entender a Melanie un poco mejor ahora.

—¿De veras?

—No debe ser agradable saber que puedes ser reemplazada con tanta facilidad.

El sarcasmo lo dejó absorto y sorprendentemente conmovido. Sin embargo, logró un tono equilibrado.

—No tenía idea de que pensaras eso de mí.

—Mil perdones.

Se acercaron a una fuente escalonada de espejos. Cada parte de la misma estaba cubierta de cristal. El agua se levantaba y caía en destellos de diamante. Casi demasiado brillante para contemplar. Reflejaba puntos de brillos plateados que blanqueaban los colores de alrededor. Rué le hablaba con la mirada fija en el suelo.

—¿Viste la pintura en el tocador de Su Alteza? Quedé pasmada. Un Watteau está tan pasado de moda últimamente.

—No lo vi. Como debes saber sin duda.

—Apenas sé algunas cosas, Lord Langford —respondió muy seria, y se detuvo en uno de los lugares más profundos en la oscuridad. Le soltó el brazo—. ¿No te das cuenta de eso? Todo lo que en verdad sé de ti son rumores, recuerdos y sueños muy antiguos. Sólo un poco más que la estúpida de Letty. —Lanzó una risa baja y triste—. Y ahora me presentas como tu esposa.

Kit miró a su alrededor. Delante sólo había más fuentes y más personas, parejas, grupos de cuatro y un nudo escandaloso de jóvenes que rodeaban la curva del camino. Pero también había un obelisco a su izquierda que se levantaba nevado y erguido desde un denso lecho de hiedra. Hizo que se detuvieran allí, aplastando la planta trepadora debajo de los pies. Una vez que salieron de la vista de los demás, le soltó la mano.

—Me harté un poco de hacer el papel de villano constantemente, mi amor. Sólo soy lo que me obligaron a ser. No soy un demonio y tal vez no sea especialmente bueno. Cuido de muy pocas cosas: la Comunidad, mi nombre, mi posición. Y a ti. Si te agrada poner piedras en nuestro camino, adelante. Al menos conozco mi propio corazón, tan oscuro como pueda ser. No me disculpo por mi pasado, Rué, así que no lo esperes. Tampoco lo exigiré de ti.

Apenas podía distinguir el rostro de ella. Estaban en la profundidad de una gran sombra, protegidos de las antorchas y de los espejos. Sólo el débil balbuceo de las fuentes y la gente eran el recordatorio de que no estaban verdaderamente solos. Sin embargo, podía escucharla respirar. Podía sentir su creciente tirantez, que se hacía cada vez más profunda y tensa.

—Piedras —murmuró después de un momento—. Creo que más bien son rocas.

Christoff suavizó la voz.

—Me conoces, ratoncita. Es posible que no te agrade por completo lo que sabes y es probable que no te guste admitirlo, pero me conoces, tan profunda y completamente como yo a ti. Es nuestra manera. Con o sin iglesia ni formalidades ni testigos, estamos casados porque somos iguales. La misma esencia, la misma alma, el mismo maldito mandato. Pero no puedo cambiar ni un solo segundo del pasado. No eres Melanie, ni Letitia. No eres las estrellas sino la bendita noche, ¿lo recuerdas? Sólo para ser claro de una vez por todas: eso te hace completamente irremplazable.

Creía que podía verla un poco mejor, ahora que sus ojos se habían adaptado a la oscuridad. Aún era sólo la sombra de una joven, con ojos de ciervo, rostro ovalado, una expresión que podría haber guardado asombro o placer o un desprecio abrasador.

Inclinó la cabeza hacia la de ella. Puso una mano sobre los rizos marfil de sus hombros y encontró su boca. Exhaló con suavidad sobre su piel y su lengua resbaló entre los labios de ella. Sabía a rouge, a lirios y al fresco matiz de la prolongación de la noche. Kit se apartó antes de olvidarse de sí mismo. Controló la respiración mientras pasaba la palma de sus manos hacia arriba y abajo con suavidad por los brazos de ella.

No en ese momento. No allí. Pero pronto…

—No quiero que luches con él —susurró Rué y levantó la mirada hacia él—. Con el fugitivo. No quiero que salgas herido.

—Ahora en verdad me lastimas. ¿Crees que no podría ganar?

—Creo —aclaró despacio— que ganarías a cualquier costo.

—¡Eso es! Me conoces mejor de lo que pensaba.

—Christoff —Apretó sus brazos pero no dijo nada más, sólo sus dedos se cerraban sobre sus mangas.

—Esto es lo que somos —dijo él con cuidado—. Así es cómo debemos ser. Eres Alfa. Y porque te conozco, Rué, y conozco tu corazón soberano… sé que comprenderás.

Ella se extendió y enlazó los brazos alrededor de su cuello. Presionó la boca contra la suya empujándolo hacia atrás contra la dura piedra. Lo besó profundamente. Utilizó las lecciones que él mismo le había enseñado para encender su sangre, su lengua y las caricias calientes. Sus dientes tiraban en su labio inferior. Deseaba tocarla; tenía temor de hacerlo. Era delicada y feroz, vestida en una seda que podría arrancar como una nube bajo sus manos. Sí que deseaba hacerlo. Con su pecho contra el de él, su vestido rígido e inflexible, su boca era toda suavidad y calor… Dios, deseaba hacerlo.

La luz echó chispas detrás de sus párpados. Kit abrió los ojos; el rostro de Rué se revelaba en la luz agonizante de un sol de fuego que se esfumaba en cenizas a lo lejos por encima de sus cabezas.

Rué levantó el mentón para observar las cenizas que se tamizaban entre los árboles. Antes de disolverse por completo, un segundo fuego artificial irrumpió en las alturas y estalló en luz. Desde el centro del parque provenía el sonido de los aplausos que despertaban.

Kit sonrió al pasar un dedo por sus labios para corregirle el maquillaje.

—Nuestro momento ha llegado —murmuró—. Lady Langford, ¿nos introducimos en el espectáculo?

Estaba celosa. Celosa de la estúpida y bonita Letitia que había tomado todos los pequeños huesos que Rué le había arrojado como conde con tanta avidez como pudo: cumplidos, flores, chismes refinados y bailes. La duquesa había probado ser tan superficial como un charco. ¿Por qué le dolía que Christoff hubiera disfrutado eso alguna vez?

Porque lo amaba. Porque Letty era todo lo que Rué no era, era rubia y descarada y tintineaba por el brillo. Porque en los recovecos más oscuros de su corazón temía que fuera todo lo que él aún deseara, y en última instancia, podría decepcionarse con lo que obtuviera. Él dijo que la conocía. ¿Cómo podía ser si ella apenas se conocía a sí misma?

Había trabajado duro para obtener sus logros. Había arriesgado mucho y había ganado mucho. La idea de dejar Londres, su hogar, su vida, era amarga. Pero la idea de vivir sin Kit era como veneno en su garganta.

Él se paró tranquilo a su lado en medio del considerable público que asistía al espectáculo. Mantuvo su mano ahuecada en el codo de ella y lucía perfectamente convincente como un caballero que no tenía nada mejor que hacer más que admirar las luces incoloras que explotaban en un cielo lleno de humo.

El olor de la pólvora caía sobre ellos como una nevada.

Ella intentaba imitar su tranquilidad. Intentaba no notar a otros drakones en la presión de los cuerpos; eran rostros que apenas reconocía de no ser por los olores, las vibraciones, las energías casi insoportables. En los repentinos destellos de luz vio a Kit como el muchacho que había sido una vez, el que miraba hacia las estrellas; luego, el recuerdo se desvaneció cuando él la miró sin dar la vuelta la cabeza, advirtiendo su vigilancia.

Rué volvió a mirar al cielo.

Soles, árboles de fuego explotaban en bolas redondas que según ella, parecían cardos escoceses destrozados por el viento. Había un cuarteto de cuerdas —sin viola— que tocaba animosamente en un pequeño cuadrado separado por medio de sogas, y la caseta que habían instalado junto al jardín de rosas hacía un buen negocio con ostras abiertas y cerveza..

En el foso del anfiteatro, lluvias mellizas de chispas estallaban en columnas de un alto brillo candente, y les daban a las figuras de los hombres que trabajaban allí un claro alivio. Tenían las chaquetas desabotonadas y las orejas envueltas con tela. El hollín manchaba sus manos y sus rostros. Todos aplaudían, incluso una vez desaparecidas las columnas luminosas.

Soles de fuego. Árboles de fuego.

Los trabajadores sudaban y trabajaban duro pasándose cohetes largos de mano en mano, las tarimas de arcilla chamuscada utilizadas para el lanzamiento, el extremo de la antorcha que ardía en color anaranjado que utilizaban como iluminación: un desfile que había visto más veces de las que podía contar: cohete, tarima, antorcha, un paso atrás. Sin embargo, de todos modos, se encontraba observándolo otra vez. Había cuatro hombres que harían el trabajo de cinco; se preguntaba dónde podría estar el quinto, y entonces, cuando los músicos comenzaron una giga campestre y arrojaron los siguientes fuegos artificiales, vio el pequeño rostro firme de Zane en la multitud detrás de la tarima. Había un hombre de pie detrás de él, justo detrás de él, con la mano en el hombro del muchacho. El hombre observaba las personas que había a su alrededor pero Zane, increíblemente, la miraba justo a Rué.

Todo dentro de ella comenzó a desmoronarse en un abismo lento que se hundía. El corazón, el estómago, los pulmones, se deshacían en la nada. En su lugar llegó el temor que se pavoneaba en sus venas. El rostro de Zane carecía de expresión alguna, estaba en blanco, oscuro, mientras encendían más y más cohetes. Williams, Tamlane Williams. El nombre le daba vueltas por la mente. ¿Alguna vez lo había visto en el Condado? ¿Había sido amable con ella? ¿Había sido cruel? El fugitivo que lo sujetaba aún buscaba entre la multitud. Pero cuando Zane intentó moverse, Rué vio la mano del hombre que lo presionó de inmediato y en su espalda, el destello de algo que podía haber sido metal. Una pistola o un puñal.

Autore(a)s: