Su mirada se elevó hasta la de ella otra vez.
—¿Dónde está el hombre? —insistió Rué—. En verdad, debo saberlo.
Dejó caer un maní en la tierra y lo rompió con el tacón de su zapato.
—Él te llevará. ¿No es cierto? Langford. Hará que te quedes con él. Te volverá a llevar a ese lugar con todos esos viejos bastardos.
—Sí —respondió.
—¿Yo hice que sucediera esto? —le preguntó con la voz forzada.
—No. Tarde o temprano hubiera sucedido de todos modos.
Bajó la mirada a la jaula vacía, pero en cambio, veía el bosque, observaba Chasen y las colinas color esmeralda.
—Lo siento —dijo Zane.
Ella forzó otra sonrisa, se dirigió hacia él y acercó su escasa calidez. Se sintió menudo como un gorrión. Los huesos de sus omóplatos quedaron dolorosamente escuálidos.
—No es tu culpa, niño. Si no hubieras sido tú, créeme, habría sido otra cosa.
—No soy un niño —dijo con vehemencia alejándose de un tirón. La miró con las mejillas en llamas.
—No es tu culpa —repitió Rué, inmóvil—. Dime dónde está el hombre.
Respiraba con mucha agitación, miraba con enfado hacia el sendero, con el cabello aleonado desatado y los brazos rígidos a los costados. Los maníes de la bolsa comenzaron a caer al suelo. Dejó caer todo y lo pateó a los arbustos.
—Zane.
—Lambeth. El anfiteatro.
El anfiteatro Collins. Los jardines del placer, las fuentes, los espejos, un despliegue de fuegos artificiales cada tercer fin de semana del mes, uno de los lugares más públicos y populares de la ciudad. Rué se echó hacia atrás mientras lo miraba. Zane se encogió de hombros y frunció el ceño.
—Es verdad. Dice que le gustan los espectáculos de fuego.
—Bien, ve a casa ahora. Te ves cómo el demonio. Y hagas lo que hagas, mantente lejos de Far Perch. Volveré cuando sea seguro.
—Con él.
Zane había girado la cabeza hacia la entrada oscura y frondosa del camino donde ahora estaba de pie Lord Langford esperando, frío y apuesto, hecho todo un aristócrata en un satén espléndido color gris peltre. Golpeteaba el sombrero Nivernois contra su muslo, sin quitar la vista de Rué en ningún momento.
—Sí, con él. La vida es un cambio constante, amigo mío. Pero recuerda esto: siempre haré un lugar para ti, no importa donde esté. —Sonrió y se puso la palma de la mano en el corazón—. Ahora estamos unidos, lo sabes.
—Lo sé —dijo él muy tranquilo.
Rué se marchó. Caminó hacia el marqués. Después de unos pasos, se detuvo y miró hacia atrás, al joven.
—¡Ah! ¡Zane! Hay una gran cantidad de bosques magníficos justo fuera de la ciudad. No me importa cómo lo haces o si lo haces, pero aclaremos esto: no quiero una horda de monos ensuciando mi casa.
Capítulo 18
LLEGARON por etapas. Los guardias llegaron primero y deambularon por los jardines en cantidades desiguales, disfrazados de marineros, lacayos y fabricantes de velas, la columna vertebral de la ciudad.
Después, llegó el concejo que se instaló en la desprestigiada taberna de Delilah House cerca del centro del parque como una compañía alegre de empleados que disfrutaban de la cerveza y el gin al final del día.
Y por último, el marqués y Rué, dando vueltas por el anfiteatro Collins y Pleasure Gardens simplemente como… ellos mismos. Bueno, Christoff era él mismo. Rué, vestida de seda, encaje y costosos zapatos italianos, no estaba segura de quién se suponía que era. Ni el Ladrón de Humo; ni el conde sin duda, tampoco la discreta viuda Hilliard. Esta noche estaba vestida con tanta elegancia como cualquier dama del reino las faldas eran verde manzana con aros amplios y opulentos sobre enaguas acolchadas, la peluca estaba envuelta en rizos marfil que caían desde sus hombros hacia la parte de atrás de su capa de crepé color crema. El polvo y el colorete cubrían lo moratones de su mejilla.
Sólo una cosa la diferenciaba visiblemente de las dos mujeres más nobles que estaban cerca: Rué no usaba joyas, ni siquiera un anillo.
Su único adorno era una cinta de terciopelo negro alrededor de la garganta.
Christoff la ayudó a atarse la cinta en el coche. Inclinó la cabeza hacia la de ella dejando que sus dedos le rozaran la nuca con una caricia lenta y exploradora de su mano que subía y bajaba por su columna. No la besó. Ella lo hubiera deseado, incluso giró su mejilla hacia la de él, piel suavemente afeitada, sándalo pero él sólo se acomodó en el otro asiento cuando terminó y la observó en silencio con los párpados caídos.
Kit también vestía ropa de noche, un cazador aparentemente relajado en un brocado dorado pálido y un linón sin peinar, con un brazo estirado en el respaldo del asiento. La ayudó a bajar del coche con la mayor de las cortesías, la llevó a través de las intrincadas puertas de hierro forjado de los jardines a un paso tan lento que Cid, que se encontraba detrás de ellos, casi le pisa el dobladillo del vestido. Los abanicos comenzaron a abrirse, las cabezas comenzaron a girar. Christoff sólo miraba con tranquilidad hacia adelante con el brazo de ella en el suyo, llevándolos a ambos a las profundidades resplandecientes de los jardines.
El anfiteatro era el centro hundido de los terrenos, una cavidad de piedra romana ahuecada en la tierra rodeada de árboles y flores, y llena de agradables recovecos solitarios para los amantes, o los bandidos, o para ambos. Collins era muy conocido por su multitud de fuentes y espejos destellantes —y sus bebidas alcohólicas— donde cualquiera con un chelín para gastar podía pasear admirando las luces y los chorros de agua que con frecuencia se pasaban de sus marcas. De vez en cuando, las damas lanzaban pequeños gritos al evitar las salpicaduras huyendo de los brazos de sus compañeros.
Era un lugar que estaba al borde del decoro en el mejor de sus tiempos. Sin embargo, esa noche era el último viernes de un abril muy húmedo; después del atardecer habría un espectáculo de fuegos artificiales y bengalas.
Años atrás, a Rué le había resultado un provechoso terreno de pruebas para perfeccionar sus habilidades, para inspeccionar, para rastrear, para un roce hábil sobre un bolsillo o una muñeca. El estruendo de los fuegos artificiales ofrecía una protección muy efectiva contra el ruido de los senderos de pedrezuelas.
Tal vez el otro fugitivo lo disfrutaba por las mismas razones.
Se acercaron al círculo externo de los jardines con camelias y acacias iluminadas por antorchas y un dosel de flores de sakura japonesa color rosado que se arqueaba de manera maravillosa por encima de las cabezas, aún vaporizado con las gotas de la lluvia.
—Levanta el mentón —susurró el marqués mientras sonreía y hacía un gesto con la cabeza a una pareja que pasaba—. Deja que te vean.
—No sé por qué crees que esto va a funcionar —le contestó para luego quedarse en silencio. El sendero estaba salpicado de flores de cerezo; el perfume marcaba cada uno de sus pasos—. Hubiera sido mucho mejor ser cautelosos. Nos descubrirá de inmediato.
—Sí. A nosotros, pero no a los demás.
Contaba con eso. El único encuentro de Christoff con el fugitivo insinuaba que sus habilidades como drakon eran bastante limitadas. Rué dijo que no se había percatado de su presencia como lacayo en el salón de baile; el mismo Kit había notado una marcada carencia de energía a su alrededor aquella noche en el baile de máscaras, incluso cuando estaba de pie al lado de esa sutil fuerza armónica que era Rué. Por ello, le mostrarían al fugitivo lo que no podía sentir, que Christoff y su compañera estaban al acecho, a la vista de todos; una distracción evidente mientras los demás se acercaban.
Ahora también sabía su nombre. Tamlane Williams. El padre de Kit lo había capturado dos veces de joven antes de que se ahogara en el río Fier.
Al igual que Rué.
Ella sabía todo eso, además de las pautas y las vueltas del plan de esa noche. Sin embargo, Christoff no le había contado el resto: que, simplemente, la deseaba allí, al aire libre, con él. Que si permanecía junto a él en esa favorable luz de antorcha brillante, su rostro sería inolvidable, cada uno de sus movimientos atado a los de él. Era su segundo mensaje secreto para Williams y cada uno de los demás miembros de los drakones que acechara esos terrenos: Rué ya tenía dueño.
Además, de ninguna manera le permitiría hacer lo que quisiera esa noche. Al menos allí estaba rodeada y protegida por lo mejor de su clase.
—Es una idea tonta —susurró su amada.
—Funcionó en ti, milady.
—¿De verdad? —Le echó una mirada de reojo—. Me parece recordar que escapé del Stewart con bastante facilidad.
—Sólo porque fui demasiado caballero como para perseguirte.
Sus cejas se levantaron; rio por lo bajo.
—¡Ah!… ¿Eso fue lo que sucedió?
—Bueno… más o menos —agregó mientras se encogía de hombros—. Eso, y tu belleza que me cautivó de manera sorpresiva.
—Más bien fue la multitud que corría con prisa detrás de ti.
—Fue un pequeño… inconveniente. ¡
—Parecías el salmón solitario que nadaba río arriba, milord.
—¿Lo viste?
—Estaba allí.
Se detuvieron delante de una fuente de sirenas y delfines de mármol. El agua burbujeaba desde una maciza criatura marina esculpida en la cima. Las gotitas capturaban la luz que se reflejaba de los faroles para hacer rebotar fuego líquido por los rostros y las colas de piedra. Él la observaba mirar el entorno. Rué tenía la cabeza inclinada de manera pensativa, como si las sirenas guardaran algún secreto profundo y oscuro que necesitara descifrar.
La luz grababa su perfil en plata y oro; estaba pálida como las sirenas pero mucho más encantadora. Él se dio cuenta de que su mirada vagaba hacia abajo, hacia el escote abierto del vestido, enmarcado en crepé y un escaso ribete de encaje.
No usaba pañuelo por modestia esa noche; las cintas de la capa estaban atadas justo en la base de su garganta y los extremos colgaban en insinuaciones satinadas sobre sus pechos.
Había ajustado una flor rosada en los pliegues del crepé que se elevaban y caían con el ritmo de su respiración. Christoff intentaba disminuir su propia respiración para igualarla.
Los grillos cantaban. A lo lejos, alguien reía. La fuente mantenía el ritmo de una música tranquila y fluida que llenaba sus oídos.
—¿Y serás un caballero también esta noche? —preguntó en voz baja, inmóvil.
—No. —Tomó una flor de cerezo, aplastó los pétalos y los convirtió en perfume entre sus dedos—. Esta noche seré otra persona.
El rostro de ella se inclinó hacia el suyo. Su mirada hizo un recorrido desde la flor hasta él. Sus labios se abrían. Parecía que iba a hablar cuando una nueva voz despreocupada interrumpió por encima del hombro de él.
—¡Langford! ¡Cielo Santo! ¿En verdad eres tú? ¡Oímos que ya te habías retirado a tus húmedas colinas del norte!
Kit dejó caer la flor al sendero y llevó a Rué a su lado mientras se daba la vuelta para mirar al grupo que se les aproximaba. Reconoció a la persona que hablaba de inmediato y con junto a ella, había una multitud de dandis. El esposo de la duquesa de Monfield, sin embargo, no estaba a la vista.
La conocía un poco mejor de lo que la sociedad permitía. Había sido fascinante al principio, de la manera en que podría serlo un nuevo vino fino, picante en la lengua, pero eso era todo. Le había permitido unos pocos besos robados pero nada más. Para su tercer encuentro, él no quería nada más de todos modos. Se aburría con su constante parloteo sobre vestidos, conocidos y bailes. Para el cuarto encuentro, había decidido dejar de verla de manera definitiva. Entonces —seis meses, un año más tarde— oyó que había atrapado su pez y se había comprometido. Pobre Monfield; Christoff tampoco lo conocía pero debía sentir lástima por cualquier hombre encadenado a una mujer que vivía sólo para el cotillón y la alta costura.
—Su Alteza. —La saludó y soltó la mano de Rué para inclinarse ante la de Letty—. Sin duda sabes que rara vez conviene hacer caso a los rumores.
—Es verdad —Letty rió—. Pero, ¿quién no adora un buen chisme? Escuché el más increíble sobre ti de boca de Cynthia Meir. —Sus ojos fueron hacia los de Rué, brillantes, calculadores, mientras sus labios se curvaban expectantes. Estaba cubierta de piedras preciosas y perifollos, empapada en ese empalagoso perfume francés que siempre usaba. En ese instante, la memoria de Kit comenzó a despertar. Su sonrisa vacilaba. Un pequeño frunce de sus cejas hizo un pliegue en su frente impecable.