El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

—Quédate —pidió Melanie, con un tono de voz gutural que Clarissa envidió de pies a cabeza—. Sólo un poco más. Te prometo… que lo disfrutarás.

—Sin duda.

Y Melanie rio tontamente.

Silencio, o casi silencio, y Clarissa deseó que pudiera cerrar sus oídos y sus ojos para no oír el murmullo apagado de los besos, el movimiento de los cuerpos contra el césped. Las mejillas de Clarissa comenzaron a arder contra las palmas de sus manos.

—Pero no puedo —dijo Christoff, después de unos minutos de tortura. Clarissa oyó que se ponía de pie.

—Nos veremos pronto, Mel.

Clarissa espió entre sus dedos. Melanie todavía permanecía en el suelo, estiraba sus brazos por encima de su cabeza, estaba medio desnuda y no tenía vergüenza; todo lo contrario a lo que hubiera sentido Clarissa en su lugar.

—No sé qué podría llegar a decir tu padre que se compare con esto.

Christoff se abrochaba la camisa.

—De hecho, quiere hablar de matrimonio. De mi matrimonio.

—Ah… ¿Estás comprometido, milord?

—Aún no.

—Mmmm. Aún no. Pero me pregunto, ¿quién será tu prometida? —Levantó una pierna y flexionó los dedos de los pies lentamente—. Sólo puedes casarte con otra Alfa. Y todos sabemos quién es ella.

—¿Lo sabemos?

Melanie sonrió, arqueando la espalda, mientras las manos de Christoff permanecían inmóviles. Tenía el cabello oscuro y enredado sobre los hombros.

La rama en el cuello de Clarisa se clavó con más fuerza. Intentó alcanzarla y, con mucho cuidado, comenzó a desenredarla.

—Quizás te sorprenda —dijo Christoff, pero no lo parecía.

—No lo creo. Soy una mujer dominante. Todos lo saben. Además —rió, otra vez guturalmente—, tengo una razón para creer que… te gusto.

La rama se partió en dos en la mano de Clarissa.

Su cuerpo se estremeció y sintió un repentino temor. No podía moverse para salvar su vida… y tendría que haberlo hecho, tendría que haberlo hecho porque Christoff estuvo allí en un segundo, una sombra veloz y luego una mano que cayó de golpe. La puso de pie, con hojas y ramas desparramadas alrededor.

—¿Qué diablos…?

Christoff la sostenía en el aire con un brazo, apretando dolorosamente. Clarissa colgaba impotente, con el corazón en la garganta estrangulándola.

—¡Kit! —Se oyó la voz de Melanie detrás de ellos—. ¿Qué es esto?

Y Christoff miró a Clarissa menospreciándola con su cabeza erguida, el ceño fruncido, con ojos ardientes y pensativos.

—Me quedé dormida —respondió estúpidamente.

Christoff bajó su brazo y los pies de Clarissa sintieron nuevamente el suelo.

—¡Tú! —Melanie estaba a su lado y se cubría el pecho con el vestido—. ¡Tú otra vez! ¡Asquerosa e insignificante espía!

—¡No! —se defendió—. No estaba espiando…

—¿No has aprendido aún tu lección? —dio un paso adelante, sus dedos anudados en la tela—. Te enseñaré a que dejes de seguirme…

—¡No te estaba siguiendo! ¡No estaba espiando! Estaba aquí y me quedé dormida…

La mano de Melanie abofeteó su mejilla.

—Por Dios, Mel, déjala en paz.

Christoff se interpuso entre ambas, alejando a la niña. Clarissa giró la cabeza y se acomodó la mandíbula. Sentía un zumbido en los oídos. Saboreó la sangre.

—¡Pero Kit! Estuvo aquí, todo el tiempo. ¡Mirándonos!

Christoff, con sus ojos verdes, le lanzó otra mirada, casi oculto por el cabello; luego, encogió los hombros.

—Dijo que estaba dormida.

—¡Está mintiendo!

—No mentí.

—¡Tranquilízate!

Clarissa tocó la sangre en su labio.

—De todos modos, no tengo que mentir. Me habría ido si hubiera sabido que estabas aquí. Todos en el Condado saben que vienes aquí con cualquier hombre que desee poseerte.

Clarissa no podía creer lo que había dicho. Por un instante, hubo un total y espantoso silencio; todo lo que oía era su respiración, irregular, en sus pulmones, y la suave y lenta caída al suelo de una hoja del arbusto que se encontraba a su lado.

Melanie abrió la boca. Christoff la detuvo al colocarle la mano sobre la boca.

—Es suficiente. Por Dios, Mel, es sólo una niña.

Christoff miró a Clarissa una vez más con el rostro extrañamente severo, como si estuviese enfadado y risueño a la vez.

—Vete a casa. Ahora.

Los pies de Clarissa se movieron. Comenzó a alejarse de ellos. Su mirada no estaba posada en Christoff sino en la implacable mirada de Melanie que había quitado las manos de Christoff de su rostro y seguía la huida de Clarissa con horrendos ojos.

Sus labios pronunciaron palabras sin sonido: Te atraparé.

—Además —agregó Christoff acomodando la camisa dentro de los pantalones—, ¿qué te importa lo que diga? Después de todo, es sólo una Mediana.

Melanie sonrió de oreja a oreja mientras regresaba a su hogar.

***

The Morcambre Courant

Sábado, 28 de marzo de 1742

Deshielo: Joven mujer extraviada

La señorita Clarissa Hawthorne de Darkfrith se ha perdido y se presume que falleció ahogada en el río Fier. Se sabe que la señorita Hawthorne acostumbraba a pasear a lo largo de la ribera del río.

Se hallaron una mantilla de popelina rosada y un gorro con delicados lazos. Salvajes rasguños en la tela de popelina indican el peligro de animales en los alrededores. Se sabe que el río Fier y sus bosques en un tiempo albergaron gran cantidad de lobos y otras bestias salvajes, aunque el desarrollo de una activa caza ha disminuido esa cifra.

La señorita Hawthorne era hija única de la viuda Hawthorne y hubiera cumplido los dieciocho años el día de su desaparición.

Aprendamos una valiosa lección de este desafortunado acontecimiento y mantengamos a nuestras jóvenes y maduras flores de Inglaterra a salvo y bajo techo durante el deshielo en esta primavera, cuidándolas del mejor modo con una buena chimenea y un buen hogar para que florezcan naturalmente.

Capítulo 2

ST.JAMES SQUARE, Londres

Abril de 1751

Letitia, Duquesa de Monfield, se sentía muy bien.

La velada se estaba desarrollando singularmente en orden. Tenía invitados de la más alta categoría alrededor de su mesa para conversar; había camarones, higos asados y vino blanco español; tenía un marido recién «cazado» que todavía no estaba borracho. Las miradas de las envidiosas damas presentes estaban posadas sobre ella y varios jóvenes aristócratas se disputaban su atención. Lo mejor de todo: tenía las piedras preciosas de Monfield.

Letitia era exquisitamente consciente de ellas: la tiara, la gargantilla, el brazalete y los largos y pesados pendientes; todos recién adquiridos gracias a su boda con el duque. Durante semanas, había posado y desfilado con ellos en su alcoba en preparación para esa noche; su primera presentación importante en sociedad como anfitriona. La peluca de ondulados rizos había sido especialmente preparada para la tiara y para que el destello azul y blanco luciera sobre su suave frente; la marea de diamantes y zafiros que brillaban con la luz de la vela semejaban gotas de lluvia contra el sol.

Los zafiros hacían juego con sus ojos, pensó, y casi no pudo reprimir su felicidad cuando el conde de Lalonde acercó sus labios a su oído para decírselo en persona.

—Je suis aveugle —dijo con un suspiro mientras su acento le rozaba la piel como bella seda natural—. Su Alteza lleva las estrellas y la noche como corona y aun así, las eclipsa a ambas. Su mirada les hace sentir vergüenza, se lo juro.

Letty levantó el mentón y sonrió. Había elegido su favorito para la velada con gran cuidado y él, sin embargo, tenía que decepcionarla. A pesar de su juventud y estilo continental, el conde era la persona más atractiva allí, más hermoso que su desabrido y obeso Ambrose. La mirada del muchacho, sus oscuros ojos con sus increíbles pestañas negras, la dulce y obstinada boca, era el complemento perfecto para sus delicadas facciones.

Tomaron asiento en la chaise longue junto al mirador, su robe a la française color plata combinaba pálidamente con su chaleco gris de raso y sus pantalones; un par de espléndidas criaturas, pensó la duquesa con felicidad, enmarcadas en un majestuoso momento.

La duquesa hizo gran despliegue al tocar ligeramente el hombro de su pretendiente con el abanico.

—Mi querido conde, tenga cuidado. Todos comenzarán a chismorrear.

El conde se recostó, las largas pestañas entreabiertas.

En verdad, era realmente bello, con sus mejillas ruborizadas y sus sonrientes y brillantes ojos. Ella se había sentido atraída por él desde el momento en que habían sido presentados. ¿Había sido hacía quince días? Qué sorprendente, parecía que hubiesen pasado años. Quizás era porque ella lo había visto a menudo desde entonces: juego de naipes en lo de Sophíe, en Vauxhall el jueves anterior, aquel encantador fin de semana en lo de Therese en Suffolk…

Quizás, quizás, si Ambrose continuaba bebiendo esa noche…

—Ni por todo el oro del mundo dañaría la reputación de su Alteza. Es tan preciada como la mía propia.

—Presume demasiado, señor.

—Con su amable permiso, madame, me retiro.

El conde la miró una vez más, un extremo de su boca esbozó una débil mueca. Letty llevó el abanico a los labios. No era bueno que el muchacho tomara demasiada confianza. Él era conde, sí, pero ella, después de todo, era duquesa.

—No faltaría más, quédese aquí. Soy yo la que debe partir. Y con esas palabras, se puso de pie provocando un remolino con su falda; los criados hacían reverencias a su paso. Cuando por última vez echó otra tímida mirada al conde sobre sus hombros, el conde todavía sonreía.

—Un primoroso trozo de carne.

El conde echó un vistazo al caballero que había llegado a holgazanear a su lado; excéntricas gafas en una mano y una copa de oporto en la otra.

Permaneció de pie, estirando el puño de la camisa.

—Si usted lo dice…

—¿Yo? —pronunció lentamente el caballero, levantando su copa para inspeccionar el contenido.

—Pues, mi querido compañero, sólo tiene que abrir los ojos, o al menos sus oídos, para escuchar la lluvia de cumplidos que caen sobre la más de-li-cio-sa Alteza.

El conde tenía una nueva sonrisa, tenue y aguda.

—Le aseguro, señor. Mis ojos y mis oídos están bien abiertos.

Al otro lado del salón, la duquesa se volvió y encontró a los dos hombres juntos, observándola. Su abanico hizo un brusco movimiento y se volvió para alejarse.

—¿Sabe? —rió el caballero, colocando una mano sobre el hombro del conde—. Creo que lo están. Buena señal. Hermoso toque de brillo sobre ella también.

Lalonde no respondió. El caballero retiró su mano y probó el oporto.

—Aunque diría un poco descarado de parte de ella.

Con todo este sin sentido acerca del Ladrón de Humo que anda dando vueltas por aquí.

En ese momento, el conde lo miró.

—¿Cree que es una tontería, milord?

—¿Qué? ¿Un hombre convertido en humo? Un ladrón, sí, tiene razón ahí. Pero el resto es charlatanería. Que camina por las paredes, que se esfuma en el aire… ¡Por Dios! ¡Contrataría al sujeto yo mismo si fuera verdad! ¡Qué me consiga la fortuna de mi padre! —rió entre dientes mientras bebía el oporto—. No… Recuerde mis palabras: el sujeto es un simple ladrón. Probablemente incluso un sirviente. Un criado, de esa clase de personas.

—Probablemente —dijo el conde.

La duquesa había recorrido medio salón rodeada de pretendientes, acercándose lentamente a la entrada principal. Por detrás del abanico, le envió al conde otra persistente mirada.

—Creo que esa es su entrada, amigo. —El caballero hizo remolinos con su bebida—. Es descortés hacer esperar a una dama.

***

Después de todo, aquella noche, Letty no pudo tener su cita amorosa con el conde. El conde se las había ingeniado para desaparecer después del último postre y a pesar de su discreto interrogatorio, nadie sabía cuándo o adonde se había ido. De lo más exasperante. Pero era tan sólo un fallo en una noche perfecta y, en general, ella se sentía muy complacida.

Ambrose roncaba en su alcoba, junto a la suya. Las paredes temblaban con el ronquido.

Despidió a la criada, cuyos somnolientos bostezos comenzaron a sobrepasar los de Letty. Sacudió sus cabellos y se hundió en la opulencia del lecho. Después de un instante, se volvió a levantar, se dirigió hacia ambas puertas y las cerró.

Ambrose podía levantarse con cualquier idea molesta en medio de la noche. Ella necesitaba descansar.

***

La tranquilidad descendió sobre la mansión del duque y la duquesa de Monfield, sólo interrumpida por los profundos y ruidosos ronquidos que surgían de vez en cuando de las alcobas principales. Los refinados invitados de la duquesa ya se habían retirado y, cuando el reloj estilo Reina Ana marcó las dos y cuarto en el salón principal, hasta los criados de menor rango se encontraban al fin en la cama.

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