El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

—Pero ya estás a medio camino. Cuando hago esto…

—Kit probó sus labios otra vez, cariñoso, fugaz, probándola con la lengua—. Y esto… —Acarició su cuello con la nariz, dándole al dragón en su interior una gloria veloz. Cerró los dientes sobre ella con la suficiente fuerza como para dejarle su marca. La mandíbula de Rué le rozó la sien; el aire la dejó en un apuro—. Pequeña… siento que me elevo.

Sus manos se apoyaron sobre los brazos de él. Él levantó la cabeza y cogió su rostro, sus ojos quedaron aturdidos y ardientes… Pasión o resentimiento; no podía descifrarlo. No importaba. No podía esperar más. Kit oyó el quiebro ronco de su voz y todos los pretextos desaparecieron.

—Déjame amarte. Por favor. Juro que te haré feliz.

Hizo un pequeño movimiento de negación con la cabeza, como una soñadora al despertar.

—¿Por qué siento estas cosas por ti? —susurró ella con las cejas fruncidas—. ¿Por qué contigo?

—Tú sabes por qué. —Y no la dejó hablar más; no quería que despertara. La deseaba así, plena y dispuesta entre sus brazos, una llama elevada contra el cielo azul celeste; firme, real y suya. Cubrió sus labios, tomó lo que aún no le había ofrecido. Quedó helada una vez más, su cuerpo estaba tenso… pero entonces hizo un sonido suave y ardiente y lo acercó de un tirón, los dos se inclinaron hacia atrás hasta que la espalda de ella estuvo contra una columna, de la misma manera que antes. Sólo que esta vez, Kit no se detuvo.

La tomó allí de manera brusca contra la columna acanalada. Levantó sus faldas y el vello ya estaba húmedo. La acarició, deslizó sus dedos hacia adentro y afuera. Cuando ya no pudo tomar los sonidos dulces que ella hacía, se introdujo en su calor con un gemido profundo desde el pecho. El lino y la muselina se arrugaban a su alrededor. Sus bragas ansiosas estaban sobre los hombros de él. Kit enredó sus dedos en su cabello para llevarle la cabeza hacia arriba, hacia la de él y le robó la respiración. También exigía el dominio en esto, su cuerpo, su corazón, que bombeó hacia adentro y afuera hasta que su garganta se estrujó con aquellos suaves gritos pequeños con cada presión de él. Pero no obtenía lo suficiente de ella, deseaba ir más profundo, deseaba más. Tenía el pensamiento salvaje de arrancarle el vestido pero ni siquiera podía esperar para eso.

El cabello de Rué volaba en ondas contra la piedra rosada. Levantó una pierna, la deslizó encima de la de él; medias de hilo y músculos esbeltos y firmes; se abrió a él como una flor. Demasiado, demasiado: con las manos en los glúteos de ella, Kit comenzó una prisa violenta y ciega; tuvo que haberla lastimado. Sus dientes dejaban marcas en su bonita piel. Sin embargo, ella gritó y tuvo un orgasmo junto con él, estremecimientos eróticos femeninos que lo dejaron desesperado por el aire. Por ella, y las nubes, y el cielo a su alrededor.

Se sentía tan extraña. Se sentía sola y sin embargo no lo estaba porque la acunaba el abrazo de Christoff: los dos sentados en el pináculo del campanario forjado de manera extravagante, tan sólo al mismo nivel de los pájaros, las campanas y el viento. Estaba acurrucada entre sus piernas con la mejilla contra su pecho. Kit se preguntaba si sentía frío. Ella lo sentía, incluso con las capas de muselina.

Una de las cuatro gárgolas de la torre, la que estaba fija al este, la miraba a través de la verja con ojos color blanco plomizo y una sonrisa lasciva. El brazo de Christoff era un peso musculoso alrededor de sus hombros.

—¿Me amas? —preguntó Rué, mirando la gárgola.

Su brazo se tensó; le dio un beso en el cabello.

—Sí.

—Creo que puedo guiarte hasta el fugitivo —le dijo ella despacio.

Por un largo rato permaneció en silencio. Ella cerró los ojos, su mejilla subía y bajaba con la respiración tranquila de él.

—Es demasiado peligroso —contestó por fin—. Para mí, tú eres mucho más valiosa que su captura. No le digas nada al concejo. Regresaré y lo buscaré luego.

—No puedo —dijo ella apenada—. No puedo esperar. Zane es un riesgo.

—¿Zane?…

Rué se sentó. El cabello le cubría el rostro. Por un momento, tuvo miedo. Debía tomar una decisión, tenía que elegir entre confiar en Christoff o no. Tenía todo el día para pensarlo y el tiempo no pasaba con facilidad. Sin embargo, la verdad ahora había salido a la luz. No vacilaría.

Se acomodó el cabello detrás de las orejas y buscó la mirada de él.

—¿Recuerdas cuando te conté sobre el fugitivo, sobre lo que me dijo en el baile de máscaras, que no quería el diamante?

—Sí.

—Fue como si alguien se lo hubiera ofrecido. ¿Por qué robaría lo que no quería? ¿Por qué se metería en todo ese lío sólo para lanzarlo al estanque de un cocodrilo?

—Zane —dijo Christoff nuevamente, y esta vez, comenzó a entender—. Tu aprendiz.

—Sabía que el diamante venía hacia Londres. Sabía que yo lo codiciaría. Incluso me mostró los anuncios sobre eso. Es precipitado y astuto. Pero nunca… —Ella negó con la cabeza y frunció el ceño—, nunca antes intentó algo tan insensato.

—Hasta ahora. —Kit se puso de pie en un salto y le pasó los dedos por el cabello. Su cuerpo se esculpía limpio y elegante contra el azul—. Lo robó para ti. Para dártelo.

—Eso creo. Creo que incluso intentó decírmelo aquel día en Far Perch.

—Qué maldito truco estúpido. Si lo hubieran atrapado, el concejo lo hubiera hervido y despellejado…

—Como dije, es precipitado, pero también increíblemente leal. Esa es la razón por la que me localizó después de que me llevaron a Darkfrith. La razón por la que me esperó todas esas noches.

La boca del marqués adquirió una curva mordaz.

—Un perro faldero muy fiel.

—Sin embargo, tú optas por denigrarlo —recriminó, también poniéndose de pie—. Al menos me acepta como lo que soy. Ha sido leal y honesto. No lo abandonaré a merced del concejo. Ni a la tuya.

Christoff la volvió a mirar sorprendido.

—Yo te acepto.

—Sí. Ahora.

—Ah, veo. Es sobre el pasado, ¿no es cierto?

—Es sobre un muchacho joven, Lord Langford. Eso es todo.

—Te acepto, Rué. ¿Tengo que decirlo otra vez? Te acepto. Te quiero. Adoro todo lo que tiene que ver contigo, desde la niña pequeña que eras hasta la mujer que eres hoy.

Con una mano le dio un coscorrón, frustrada, y apartó la vista.

—Estás perdiendo el tiempo.

—No. —Volvió a llevarla hasta él y le tomó la mejilla que no estaba lastimada—. Escucha. Cuando tenías doce años te vi por primera vez. Te vi de verdad. Y desde ahí en adelante tomé nota de cada vez que nuestros caminos se cruzaron. Eras tan callada que me fue difícil creer que te habías fugado del mismo linaje desordenado que el resto de nosotros. Tenías pudor y elegancia. No coqueteabas y tampoco dabas cuartel. —La palma de su mano resbaló por su rostro; le levantó ambas manos—. Si las demás doncellas del Condado fueran brillantes y chillonas estrellas, entonces tú serías la medianoche alrededor de ellas, silenciosa y misteriosa, y lo más interesante. Te acepté así, ratoncita. Aún lo hago.

Rué miró hacia abajo. Sus dedos estaban curvados sobre los de él.

—Ni siquiera una balada de medio penique. Un mero cuarto de penique.

—¡Ay! Nada de lo que digo puede cautivar tu corazón.

Negó con la cabeza. Tenía la garganta tensa.

—Ayúdame a salvar a Zane.

—¿Aún necesita que lo salven? El chico parece lo suficientemente hábil.

—Creo que fue él el que le llevó Herte al otro fugitivo, tal vez incluso antes de acudir a Mim. —Recordaba las palabras cuidadosamente elegidas de la cortesana, cómo había logrado no delatar su secreto después de todo: Sí, me hicieron un interrogatorio…—. Ha sido parte de esta ciudad por mucho más tiempo que yo, y en cierto sentido, más completamente. Zane nació aquí. Se crio aquí. Conoce el corazón de Londres de una manera que incluso yo no puedo concebir. Creo que supo desde el principio donde se encontraba el fugitivo. Tal vez, hasta sabe incluso lo que es, al igual que lo hizo conmigo. Y luego, se dio cuenta de que el diamante no se podía vender y ni siquiera obsequiar, que tú y yo lo buscábamos juntos…

—Y se lo arrojó a los cocodrilos —concluyó Christoff—. De bestia a bestia. Pilluelo.

—¿Me ayudarás? —preguntó al levantar la mirada.

—No creo que haya nada más que pueda decir para convencerte de quedar fuera de esto.

—No.

—¿Ni siquiera si prometo proteger a tu granuja?

—Me dijiste que tu honor no servía.

—No exactamente. —Sus pestañas bajaron, velando el frío verde claro con un marrón más cálido; habló con voz más baja—. Dije que tú eras mi honor, Rué Hawthorne, y lo dije en serio. Haré lo que pueda para protegerlo.

—No. Yo también debo ir.

—Maldición, ratoncita. ¿No puedes confiar en mí para manejar esto?

—¿Tú no puedes confiar en mí?

Suspiró y llevó la espalda de Rué hacia él para envolverla entre sus brazos.

—Otro callejón sin salida, por lo que veo. La vida contigo será desafiante.

—Quizás preferirías tener una estrella chillona —le dijo a su pecho desnudo.

—No, mi dulce. Por todos sus caminos salvajes, amo la noche.

***

Lo encontró cerca de los monos. Estaba de espaldas a ella; sentado y encorvado contra las verjas que separaban a los humanos de las criaturas enjauladas. Arrojaba maníes de una bolsa dentro del corral, de a uno por vez. Las cáscaras ensuciaban la gravilla que estaba a sus pies. Los monos con cara de melocotón se empujaban unos a otros en un embrollo hábil y elástico para coger los obsequios. Por un rato, ni siquiera la vieron, de pie y en silencio en un árbol que interrumpía el sendero del predio.

Uno de los maníes golpeó uno de los barrotes y rebotó de nuevo hasta él. Zane se agachó para recogerlo y lo colocó directamente en una ansiosa mano marrón. Después, volvió a sentarse encorvado contra la verja y comenzó a lanzarlos otra vez.

Rué se acercó. Los monos abandonaron su búsqueda de maníes de inmediato y comenzaron a chillar. La cabeza del joven se levantó. Le colocó una mano sobre el hombro y él se alejó de una sacudida, como si lo hubieran quemado. Dio un giro con la bolsa en su puño.

—Vamos —le dijo ella debajo del ruido—. No puedo permanecer aquí.

Sin esperar que él la siguiera, se retiró por el sendero, encontró un espacio abierto y vacío delante de una jaula abandonada ladeada en el lodo. Aún tenía heno de color amarillo decolorado amontonado en los rincones.

«JAGUARUNDI. UN CAZADOR PEQUEÑO PERO MUY FEROZ».

Rué recordó el gato musculoso y rojizo de su patio y le echó una mirada medida al joven que se encontraba detrás de ella. Él se la devolvió de manera hosca.

—Has hecho algo muy tonto —dijo Rué—. No creo que sepas cuan tonto.

—¿Por qué? ¿Porque él lo dice?

—No, porque yo lo digo. Agitaste un avispero de rencores, sin mencionar que nos dejaste a ambos expuestos a las preguntas de las autoridades y a cierta parte de mi pasado por la que he trabajado duro para eludir.

—Langford —se burló Zane.

—Lord Langford es el menor de tus problemas. —Vio a una madre con su hijo que pasaban por allí, el chico hablaba en voz alta y excitada acerca de los leones y de los osos. El niño estaba vestido en terciopelo verde y tenía rizos; su madre le sonreía con ternura. Rué esperó hasta que pasaron—. Ninguno de nosotros carece de familia, Zane, ni de historias. La mía se topó con la venganza. Se trata de un montón de viejos bastardos despiadados… y están absolutamente concentrados en ese diamante que birlaste.

Zane inclinó la cabeza y tomó un maní de la bolsa. Quebró la cáscara entre sus dedos. No le importaba negar su acusación.

—Ya no lo tengo.

—Lo sé —contestó con cuidado—. Pero ¿dónde está el hombre al que se lo diste? ¿El que es como yo?

Detuvo el movimiento de sus dedos.

—Puedes contármelo —murmuró ella, aún con cuidado—. No estoy enfadada.

—Él tampoco lo tiene.

Ella sonrió.

—Lo sé, Zane. Yo lo tengo. Mejor dicho lo tenía. El diamante está de nuevo donde pertenece.

—¿Lo… encontraste?

Bajó la mirada hacia el sendero a propósito, hacia el fondo del parque en el que estaban los cocodrilos. El joven aclaró su garganta. Sus ojos amarillos de lobo parpadearon, sólo una vez, antes de que bajara la mirada de nuevo.

—Pensé que te alegraría —susurró él, y por primera vez desde que lo conocía, sonaba acorde a su edad.

—¡Un diamante de noventa y ocho quilates! Por supuesto que sí. Serás un esposo maravilloso algún día, querido mío. Sólo fue mala suerte que ese diamante en particular se acuñase en mi pasado.

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