Rué volvió sobre sus pasos. No había estado en esta área con la suficiente frecuencia como para correr el riesgo de perderse en los callejones; tendría que ir por el único camino que conocía.
El velo era una fina precaución. Temía ver a alguien conocido, o al menos a alguien que la conociera como Rué Hilliard. Pero por si acaso habían descubierto a un aristócrata loco y desnudo encerrado en un depósito, lo mejor era no tener el rostro visible en público. No deseaba que la recordaran en ese lugar.
La gasa presionaba un blanco translúcido contra sus mejillas. La cesta le golpeaba la cadera. Pasó a algunos comerciantes y prostitutas. Intentaba respirar por la boca para poder soportar el hedor. Un rueda de alcatraces hacía un círculo sobre ella mientras trinaban arrebatados por el viento; cuando alzó la mirada hacia ellos, dieron un giro en línea para bajar en picado y desaparecer de la vista.
Se acercó otro hombre. Se movía de manera diferente al resto. Notó un ligero deslizamiento en su paso, rasgo que reconoció al instante. Un carterista. Rué giró hacia su izquierda, apartándose de su camino. Pero casualmente la calle era bien abierta, sin siquiera un remero borracho en un poni; en el último momento se movió para interceptarla como si fuera a cruzar la calle. Ella apretó el brazo contra la cesta y mantuvo la otra mano en el bolso. Cuando la empujó, ella lo hizo retroceder con el hombro firme y sintió que cayó tumbado sobre las piedras del pavimento.
—¡Eh! ¡Cuidado, señorita!
Maldito novato. Zane lo hubiera hecho mucho mejor. Lo sabía; se lo había enseñado ella misma.
Escuchó de cerca pero el hombre no la seguía, sólo se levantó y le pegó unas palmadas a sus pantalones mientras le echaba maldiciones a una sombra, demasiado alto para un lugar tan público. Había un policía de pie sin hacer nada en los escalones de una cantina cercana junto a una joven sonriente y con un trago en la mano. Giró la cabeza y miró al carterista de arriba a abajo.
Rué continuó caminando.
A tres manzanas de allí comenzó a escucharlo: el aire cambiaba, un golpe amortiguado y el silencio, y aire otra vez.
Pasó de largo por el depósito en el que se encontraba Christoff porque había un par de marineros echando dados en la esquina. Una vez que se fueron caminando y discutiendo, regresó a la entrada.
Las puertas macizas estaban selladas con un candado y una cadena.
Miró a su alrededor una vez más y cerró ambas manos sobre la cerradura barata. Debía ser sólo simbólica; nada tan delgado le prohibiría la entrada a un drakon. Apretó y la cerradura quedó hecha añicos. Los dejó caer contra sus faldas y luego, soltó la cadena. Las puertas se deslizaron hacia atrás sobre los rodamientos suavemente lubricados.
Rué se levantó el velo. Unos rayos de luz del día cubiertos en polvo desde el hueco de arriba advertían pequeñas partículas en el aire, grababan fuego en las puntas de las plumas caídas y los escombros dispersos. No provenía ningún sonido de la pequeña alcoba. Se acercó a la puerta de acero y colocó la cesta a sus pies.
Apoyó la oreja contra el metal. Oía una respiración. Eso era todo.
La barra le quitó la mayor parte de su fuerza, bastante más serio de lo que había sido el frágil candado. Con un gruñido por el esfuerzo, la liberó de los soportes y luego, abrió la puerta.
Al principio no podía ver. No había absolutamente nada de luz en la celda excepto por lo que se vertía por el umbral. Sin embargo, lo sentía allí. Advertía su calor y su corazón que latía. Se inclinó para encontrar el farol que había traído, encendió una cerilla para iluminar y la levantó delante de ella.
Unos ojos color almendra se fijaron sobre los suyos desde la oscuridad. Eran unos ojos pálidos y verdes, caídos. Una cabeza elegante descansaba sobre el suelo, un cuerpo enrollado en espirales serpenteantes, escamas bañadas en los colores de los océanos más profundos y oscuros, se movía con cada respiración dificultosa. Sus garras estaban curvadas en puntas de daga contra el granito. Sus alas, plegadas con líneas color rojo sangre.
No levantaba la cabeza. No se movía, sólo la observaba con aquellos ojos ardientes y esa tranquilidad natural y mortal. No mostraba signos de reconocerla. Vibraba con hostilidad, preparado para atacar.
Rué levantó la canasta, cogió el farol y sus faldas, entró a la alcoba y cerró de un tirón la puerta de hierro detrás de ella.
Capítulo 16
HABÍA ratas en su cabeza. Kit las sentía: sus pequeñas uñas hurgaban por su cerebro. Lo lastimaban, lo enfurecían. Se rascaba las orejas, sacudía la cabeza hasta que el mundo volvía a dar vueltas, pero no se caían ni se marchaban.
Le parecía que habían estado ahí por un rato muy largo, tal vez escondidas, tal vez esperando ese momento. Hurgaban en él con sus bigotes y sus ojos brillantes. Devoraban sus pensamientos. Deseaba destruirlas con un frenesí que le carbonizaba el corazón y le mantenía los músculos presos de rabia. Y no podía detenerlas.
El aliento de ella en su oído. Su cuerpo contra el suyo.
Sentía frío, se encontraba en un infierno y estaba congelado. Era escarcha negra. Carámbanos punzaban sus articulaciones. No importaba cómo se moviera, no podía volver a calentarse. Si intentaba volar, acababa tirado nuevamente en el suelo. Si intentaba encontrar un refugio, sólo encontraba las paredes, el suelo y un viento bajo y quejoso que le cantaba una canción sobre una muerte tranquila.
Sus palabras le susurraban. Sus manos le acariciaban el rostro.
Las ratas habían desaparecido. Se habían evaporado en el calor, un sol ecuatorial agobiante. Nunca había estado en el ecuador, pero con seguridad así era como se sentía, esa calidez sofocante y asfixiante, esa bola de fuego descendente que lo cocinaba por completo, que le achicharraba la piel y hervían sus jugos como un pollo listo para comer. Estaba allí recostado, jadeante, imposibilitado de consumir el aire porque le dolía demasiado. Le escaldaba los pulmones y se dispersaba como una metralla a través del cuerpo. No podía moverse. No podía respirar otra vez. Ella le dio agua. Cogió unas mantas y le secó la piel.
Él estaba de espaldas, presionado sobre un suelo que sentía fresco y maravilloso, que atraía el fuego de su piel hasta el centro de la tierra. Había una mujer inclinada sobre él, muy bella, con unos ojos que le perforaban el alma. Se acercaba y se alejaba. Cuando ya no pudo sentirla más, estiró la mano para tomarla en la oscuridad, y, en cambio, encontró un delicado dragón.
Ella lo sujetó. Inmovilizó sus alas para que no pudiera volar y él giró su cabeza e intentó morderla.
Perra. Ella hacía todo eso. ¡Ella lo tenía!… ¡A él!… Allí, en esos grilletes, con las ratas, el sol y el sudor que continuaban llegando hasta él, sin importar cuántas veces pensaba que los había dejado atrás. Era ella. Lo pagaría. Tenía una razón para ser un Alfa, por Dios.
Sus manos. Su rostro. Sus labios contra los suyos.
Y al final, no pudo hacerlo. Ella era un espíritu y una presencia tan extraña y brillante como los copos de nieve a la luz del sol, y él no podía decidirse a hacerle daño. Estaba entrelazada con él, sus rostros se juntaron, mientras él resbalaba por la montaña y caía en la inconsciencia.
***
Rué permaneció fuera del depósito, agradecida al velo y al sombrero que conseguían ocultar sus imperfecciones más obvias: la fatiga, el cabello enredado, la línea de moretones que tenía a lo largo del pómulo desde ese momento en que Christoff se agitó sin control y la golpeó. ¿Qué día era? ¿Miércoles? ¿Jueves? Un cielo de leche cuajada se espesaba con rapidez en una tormenta, una oscuridad desmedida que podía probarse en la lengua con la brisa creciente.
Observó a la gente que pasaba hasta que encontró precisamente el tipo de mensajero que necesitaba, un ratero de la ribera, no más de catorce años, sin bañarse, hambriento, de piernas desgarbadas y ojos agudos y ávidos.
—Toma esto —le dijo, y le dio al muchacho una brillante moneda de media corona—. Encontrarás a un joven llamado Zane en esta dirección. Dile que su ama le ordena venir y que te dé otras dos coronas por traerlo hasta aquí. —Lo sujetó del brazo antes de que pudiera marcharse—. No me falles. No agradecerás las consecuencias.
—Sí, señora.
Volvió a entrar al depósito para esperar a Zane.
Dos horas más tarde su mensajero regresó. Oyó su llamada vacilante en el frente y se apresuró para ir a su encuentro. Se echó un chal sobre los hombros, llevó al muchacho hacia el costado del edificio donde el viento corría muy frío alrededor de ambos, perfumado por la lluvia.
—No estaba ahí, señora —le contó mientras se fregaba una mano por el rostro—. Le dejé el mensaje con una joven. ¿Me puede dar las dos coronas de todas maneras?
No sabía cuánto tiempo más podría mantenerlo ahí. No era un lugar saludable, por cierto. No era cómodo a pesar de las mantas y la comida que había llevado. Cuando volvió a su lado, él se había convertido en humo. Cerró la puerta con rapidez pero no se movía del techo, una nube hermosa que colgaba en columnas y finos rizos ondeados, nunca firmes, siempre indefinidos. Se sentó en el suelo junto a la luz escasa del farol y sólo lo observó. Se preguntaba si esa podría ser su agonía.
Un trueno lanzó un estruendo lento fuera, se hizo más fuerte y estalló a su alrededor para desaparecer en ecos que helaban la piel. Sintió que sus labios temblaban. Sintió que sus ojos comenzaban a irritarse. Recordaba al joven rápido y sonriente que solía idolatrar; recordaba al hombre que le besó las manos y la boca e hizo que su cuerpo se enrojeciera por el calor con sólo una mirada oculta, al hombre que podía dividir la niebla iluminada por la luna en un corazón pero no podía envolver el pan. Rué contuvo la respiración hasta que la quemó.
—No te vayas —le dijo al humo. Se puso de pie y estiró una mano hacia él, no lo suficientemente alto como para tocarlo, nunca lo suficiente como para alcanzarlo. Unas lágrimas gotearon por sus mejillas—. No te vayas. Voy a salvarte. Lo haré.
Sin embargo, ni siquiera lo creía. Ya no. No volvió a convertirse. Cuando la tormenta eléctrica se desató del otro lado de las paredes, ella volvió a hundirse en el suelo, presionándose el chal sobre la boca. Inclinó la cabeza y deseó no ser débil. Llorar nunca ayudaba.
Nada ayudaba. Había intentado con mezclas y compresas frías, lo había bañado y lo había sostenido y lo había sentido derrotado por la fiebre. Se había quedado sin ungüento con esencia a naranja y quería que Zane le trajera más. No podía dejar a Kit solo por mucho tiempo, no podía evitar pensar en lo que podría suceder, pero ahora ni siquiera tenía eso. Nunca había oído sobre un tratamiento certero para la fiebre en un drakon. Es posible que no existiera ninguno. Sabía que nada había curado a Antonia en todos esos años, ni las hierbas ni los tónicos. Lo único que siempre parecía ayudar eran los cortos días de sol en los que se aventuraba a salir, en los que podía disfrutar del cielo y de la tierra.
Algo se conectó con su recuerdo. Rué levantó la cabeza con el ceño fruncido.
El cielo. La tierra. Los senderos de piedra.
Piedra.
Herte.
No supo por qué se puso de pie. No supo por qué su mente escogió esa idea tan poco probable y fútil que la hubiera hecho reír al oírla en voz alta.
Sin embargo, ¿por qué no? Nada más había funcionado.
El humo sobre ella hervía y persistía. No volvía a cambiar ni a hombre ni a bestia. Si moría de esa manera, ella ni siquiera sabría si dejaba huesos.
Rué dejó caer el chal al suelo. Salió de la alcoba, la selló y se convirtió tras correr tres pasos.
La tormenta la llevó hacia arriba en sus dobleces casi de inmediato. La arrastró de manera tan intensa que perdió el sentido de ascenso y descenso. Todo estaba oscuro, húmedo y ruidoso. Una presión tremenda comenzó a elevarse y a elevarse a través del vapor, casi desgarrándola. No tenía cuerpo pero sentía que la electricidad crecía a través de ella, una tortura vigorosa que no se detendría. El relámpago se unió en una fisura maciza debajo de ella; rompió con un estruendo y penetró en direcciones salvajes. Ella se liberó, girando, y con rapidez se convirtió en dragón para trepar por las nubes.
Sólo que no pudo. Había demasiado viento y las nubes parecían no tener fin. No sabía si iba por el camino correcto o si la llevaban hacia el mar. No podía ver.