Amortiguó la caída con su espalda, se volteó y giró cuando él rebotó sobre ella y lo tomó con sus garras.
Era un buen peso. Descendió un poco y se estabilizó después de tambalearse. Sus alas se esforzaban para recuperar el dominio del viento.
Desde abajo, a lo lejos, llegaba una gran ola de sonido. Sabía de qué se trataba sin siquiera mirar: el grito colectivo de innumerables Otros con los rostros que apuntaban al cielo.
Sobrevolaron un par de agujas, sombríos pináculos grises rayados de hollín. ¿Dónde se encontraban? Ahora ella miraba hacia abajo, por delante de la cabeza inclinada de Christoff y su cabello al viento. Sin embargo, el mapa de rectángulos y calles semicirculares le era desconocido. Nunca antes había hecho eso. Nunca había tenido que volar así como ladrona, y mucho menos a la luz del día. Su mundo era la ciudad a una altura humana, la noche segura. ¡Ay! ¿Por qué no podía reconocer nada…?
Kit se convirtió una vez más. De esta manera, desapareció de entre sus garras. Ella se tambaleó por la pérdida repentina de peso pero esta vez salió mejor de esto, pudo elevarse, dar una vuelta e ir en su busca nuevamente.
Humo debajo de ella. Una hélice tan fina que se preguntaba si podría ser él. Con rapidez, hizo lo mismo y deseó que toda esa gente abajo se frotara los ojos e imaginara que su mente le jugaba una mala pasada cuando el dragón blanco desaparecía en el azul del cielo.
Le permitió quedarse de esa manera. Podía seguirlo; eran mucho menos llamativos.
Pero él no lo hizo. A una altura peligrosamente baja, Rué vio que se transformaba otra vez y esta vez, en dragón, y ella estaba tan lejos. Aun así, se apresuró hacia él; aun así, lo intentó. Las alas de él se desplegaron; sus ojos se abrieron. Volaba hacia arriba de manera brusca. Se alejaba de ella a gran velocidad. Rué dio un giro tan cercano al suelo que logró oír los alaridos y los gritos de la gente que interrumpían lo que comentaban.
—Santo Dios… ¿Has visto…?
—Es un maldito dragón, por María y…
—¡Miranda! Mira eso…
Rué lo persiguió como una larga columna plateada. Ya no le importaban las formas naturales: su única meta era alcanzarlo antes de que se alejara por completo. Kit volaba como si tuviera un propósito, tenso y delicado y sus alas se encorvaban en un arco firme y hábil lo que le permitía que su cola se agitara detrás. Ella apenas podía mantener el ritmo. Desde luego se movían con rapidez. Y los edificios, las calles y los parques verdes daban vueltas debajo de ellos en una sombría imagen borrosa. Esperaba que hubiera menos gente mirando hacia arriba mientras ellos se desplazaban de un lado a otro.
El sol echaba chispas en el horizonte. Era agua, el Támesis. Y entonces Rué comprendió qué pretendía hacer Kit…si podía.
Se convirtió dos veces más antes de que llegaran al puerto, primero humo, luego hombre, y la segunda vez, ella estaba preparada, ya se encontraba debajo de él para permitir que su cuerpo cayera sobre ella. En esa oportunidad, lo tomó con mayor habilidad, lo sostuvo junto a ella con tanta suavidad como pudo, sus ojos se fijaron en los depósitos que se levantaban desde el arco de la tierra como si fueran juguetes de un gigante.
¿Dónde estaba? Todo había sucedido con tanta rapidez en aquella ocasión que apenas recordaba algo excepto por el olor del río y el veloz torbellino de escombros.
El brazo de Kit se movió. Lo levantó y alargó la mano para tomar la pierna de ella. Sus dedos le rozaron las escamas. Lo dejó caer una vez más, sin fuerzas.
Allí. Uno de los más grandes edificios de todos, y el único con un agujero que atravesaba el techo. Una bandada de gaviotas decoraba los rayos de luz. Dieron vueltas sus cabezas como si fueran una para observarla descender, cientos de ojos negros brillantes. Después, se esfumaron en lo alto, chillando, cegándola con un remolino de alas y plumas y filosos picos amarillos.
Kit se volvió humo y ella hizo lo mismo. Él se dejó caer en el depósito. Era otra vez un hombre que se tambaleaba sobre sus rodillas entre los escombros. Rué lo cogió en sus brazos, tirando de él para enderezarlo.
—Ratoncita —le dijo echándole una confusa mirada con ojos entrecerrados, pero ella ya lo estaba arrastrando hasta la alcoba más pequeña. Tropezaban con los escombros.
—¿Nadie ha vuelto para limpiar esto? —preguntó mientras subía con él hacia la entrada de piedra. Lo apoyó con cuidado en el suelo. Él se dio la vuelta de costado sobre el granito con una maldición ronca; se levantó sobre sus brazos y despejó el cabello de su rostro.
—Estoy aquí —lo tranquilizó Rué mientras se retiraba hacia el umbral—. Aquí estaré —y cerró la puerta antes de que pudiera volver a mirar y detectar la mentira en su rostro.
No había cerradura, sólo una barra maciza de hierro debajo del picaporte. La puso en su lugar y lo dejó encerrado.
Se dejó caer de rodillas, jadeaba y se abrazaba. Del otro lado del metal escuchaba su voz, el incremento y la disminución hueca de una desesperación oscura e indignante.
—Ruuuuueeeeee…
Ella se hizo humo. Quedó suspendida cerca del techo un buen rato, esperando encontrar algo, pero aunque la gente corría de aquí para allá alrededor del depósito, nadie se preocupaba por entrar a sus ruinas. Por ello subió y se extendió tan dispersa como pudo. Se dejó llevar hacia su casa como el espejismo de una nube.
***
Estaba herméticamente cerrada. Lo sabía tan bien que no tenía que buscar ningún agujero escondido. No había ninguno. Se deslizó por el techo, nada más interesante que el vapor que se levantaba de la madera húmeda en un día cálido, pero no había llovido y el día no estaba cálido.
Al menos ninguna de las demás casas en Jassamine era más alta que la de ella, ninguna en las cercanías. Había un deshollinador a cuatro techos de distancia; no lo veía pero su escalera, su cubo y su escoba estaban preparados contra los ladrillos. No había nadie más por allí. Rué tomó forma detrás de su propia chimenea, la que sobresalía de su habitación.
***
¡Rápido, rápido!…
Se dejó caer sobre su estómago, gateó con la cabeza baja hacia el canalón, inclinándose todo lo que podía sobre el borde sin dejar de agarrarse del borde del techo. Su cabello era una larga bandera marrón que volaba suelta debajo de ella; no tenía nada para sujetarlo. Se bamboleaba y se ondulaba en un movimiento atractivo.
Un maldito gato enorme que cruzaba el patio de abajo dio un brinco, se puso en el camino y se detuvo. Espumó la cola y apuntó sus ceñudos ojos amarillos hacia ella. Lo ignoró, se soltó del techo con una mano estirada tanto como pudo, hizo equilibrio sobre sus caderas intentando llegar al cristal superior de la ventana, que estaba directamente debajo de ella.
Demasiado lejos. Maldición. El gato miraba mientras ella se estiraba para bajar del techo, sus dedos aún tocaban el aire y justo cuando estaba a punto de perder el equilibrio, Sidonie salió por la puerta trasera tarareando un cántico dominical con una cesta de ropa en sus brazos. Cerró la puerta y deslizó los pies en los zuecos de madera que estaban sobre los escalones. El cántico se interrumpió.
—¡Fuera! ¿Entonces eres tú quien me deja ratas en los escalones? Vete a casa, bestia desagradable…
La criada dejó caer la cesta sobre el césped y el gato se fue corriendo. Rué, que intentaba permanecer inmóvil, se había inclinado demasiado. Colgaba del techo.
Sidonie levantó la mirada por el ruido, pero todo lo que vio fue una niebla que apenas se levantaba. La estudió por un momento, frunciendo el ceño, pero Rué se dejó caer a la deriva, sin daños, sin meditarlo demasiado.
Sidonie levantó la cesta. El tendedero estaba atado discretamente entre dos postes a lo largo del costado del patio; Rué la escuchó comenzar un cántico nuevo mientras daba la vuelta a la esquina. Volvió a recorrer su casa. Calculó el espacio y la distancia, dio vueltas por un momento y luego se convirtió, golpeando con el puño el cristal. Se salvó por un instante escaso de haber golpeado el suelo.
Sidonie subió corriendo otra vez pero para entonces, Rué estaba en su cuarto, atendiendo el corte de su mano. Buscó una bata y se cubrió con tanta rapidez como pudo sin dejar sangre en la manga.
Escuchó que la puerta trasera se golpeaba y unos pasos se apresuraban por las escaleras. Se las arregló para atar la bata y esconder la mano detrás de la espalda justo cuando Sidonie entró de sopetón al cuarto.
—¡Ah, señora, lo lamento mucho, yo…! —quedó allí parada sin aliento, sorprendida, con ambas manos sobre su corazón—. ¡No sabía que había regresado, señora!
—Sí —dijo Rué intentando lucir tan sorprendida como su criada—. Llegué hace sólo media hora. Entré sola.
—Por supuesto, señora. —Mientras se retiraba con una reverencia—. Sólo que… escuché un ruido.
—Efectivamente —Rué miró hacia la ventana, los fragmentos del cristal estaban desparramados por el alféizar y el suelo en trozos filosos y helados—. Alguien arrojó una piedra. Un niño haciendo una travesura, tal vez.
—Sí, señora.
Pero estaba claro que no había ninguna piedra. Rué notó que la criada la buscaba, un parpadeo rápido de sus ojos por la cama y el suelo de haya antes de volver a mirar a Rué.
—Tendrá que conseguir un vidriero —dijo Rué, irguiéndose un poco más—. Pero primero necesitaré algunas otras cosas. —Hizo una pausa—. ¿Está Zane por aquí?
—No, señora. No ha estado aquí desde ayer al mediodía.
—Bueno, entonces, consigue al cocinero. Voy a necesitar una canasta de comida de todos modos.
***
No podía arriesgarse a tomar un coche todo el camino hasta el depósito.
Para el momento en que llegaron a los muelles era bien pasado el mediodía. Las calles allí dormían en oscuras sombras, rodeadas por altos edificios inhóspitos. Sólo alguna azoteas y los picos más altos aún brillaban con la luz. Los hombres se desplazaban con sombreros ajustados y las manos en los bolsillos. El olor a pescado en descomposición cubría todo como un aceite, desde los postes de amarre hasta las paredes de ladrillo y estuco.
Le permitió al conductor que la ayudara desde el coche. Cargaba una cesta de mimbre en el brazo. El velo que caía de su sombrero le oscurecía el rostro pero también su visión; casi omite el último escalón.
—Con cuidado, señorita —le advirtió y la observó hasta que encontró el equilibrio sobre la calle—. ¿Está segura de que este es el lugar, señorita?
—Sí. —Comenzó a contar las monedas de su bolso en la palma de su mano enguantada.
—No parece ser el tipo de lugar apropiado para una dama —continuó el hombre, amablemente obstinado—. ¿Está segura de que es este?
—Lo estoy.
—¿La espero, señorita?
Rué presionó las monedas sobre la mano del conductor.
—No. Definitivamente.
Se rascaba la peluca, la observaba a ella con su moderno sombrero de tres picos y el velo blanco, la fina popelina azul marino de su vestido.
Ni siquiera le echó un vistazo a su pago.
—No hay cuidado —dijo el hombre—. Será mejor que la espere aquí en esta esquina, señorita.
Bajo el pretexto de acomodar la cesta, Rué dio un paso al costado del par de caballos atados al coche. El más cercano, el gris, levantó la cabeza y la sacudió con un resoplido de descontento.
—No será necesario. —Intentó dar otro paso—. Gracias.
El caballo gris hizo un ruido estrepitoso con las patas delanteras. El alazán a su lado dio un brinco y una patada pequeña, torciendo el arnés.
—Quietos, tranquilos —dijo el hombre para calmarlos. Una vez que lo tuvo de espaldas, ella avanzó un último paso, suficiente para forzar al caballo gris a dar un relincho de advertencia y al alazán a dar otra patada indisciplinada.
—¡So! ¡So, Joseph! ¡Quieto, chico!
Rué se dio la vuelta con un movimiento dinámico hacia la calle principal. Detrás de ella, el caballo gris dio otro relincho. Se introdujo en una calle lateral.
Cerca de la segunda esquina, se paró un momento para escuchar. Se concentraba en los murmullos distantes del cochero, tranquilizadores y bajos, el relincho agitado de sus corceles y sus herraduras que raspaban la piedra. Había otras personas que pasaban por la calle entre ellos, hombres con pasos más lentos, voces que hablaban del lino y los vientos que predominaban y el precio del carbón desde Londres hasta Hull.
El cochero calmó a sus corceles. Oyó que las riendas se movían con rapidez; oyó que se alejaban.