El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

No obstante, la tomó antes de que pasara. La rodeó, la recluyó, como siempre lo hacía, y se vio forzada a volver a su forma humana, se preparó para correr a toda velocidad hacia delante, pero tan pronto como lo hizo, él también se hizo sólido, la tomó de los brazos y la llevó hacia su pecho con un apretón fuerte e implacable.

—¡Rué!

Ella levantó la mirada, no hacia Christoff sino hacia Zane, que estaba parado boquiabierto justo en la sala.

No se movió. No podía. Se había dormido y pensaba que aún podría estar soñando de no ser por ese aire tan fresco que trepaba por su piel. El vestíbulo tenía sólo una ventana abovedada al final del pasillo y de esta manera todo lo que había alrededor de ellos estaba bañado en colores pastel y vestigios suaves de color gris… todo excepto ella. Para Zane, ella ardía como la luz de la luna de la noche anterior, un fuego blanco y una contradicción de ojos oscuros, todo aquello era hermoso y radiante en su vida.

Estaba desvestida. El marqués la sujetaba. Y había sido, ambos habían sido, nada más que humo dos segundos antes, figuras de carne y hueso que aparecían del humo como el último truco excitante de un mago gitano.

¿Qué era ella?

Se escapó del marqués. Dio un paso hacia él, sin prestar atención a su cuerpo, sin prestar atención al balanceo de su cabello ni al contorno de su figura mientras Langford quedaba de pie, inmóvil, detrás de ella, con sus ojos de bestia que los observaban a ambos.

—Zane. —Ella le extendió la mano—. ¿Qué haces aquí?

—Vi…vine para contarte…

Se dio la vuelta y corrió. No tuvo la intención de hacerlo pero sucedió, sus pies retumbaron en el suelo resbaladizo, derraparon hacia las escaleras, bajaron brincando tres escalones a la vez con prisa por llegar a la puerta principal. No obstante, el aire se nubló; aterrizó en el recibidor en medio de una nueva ráfaga de humo y sus pies se detuvieron de un tirón del escote de su ropa.

Rebotó, giró y apuntó una patada al marqués, quién sólo lo alzó en lo alto como si fuera un gatito quejumbroso y lo balanceaba allí con una expresión adusta y desagradable. Su puño apretaba la camisa con firmeza en el cuello de Zane. Comenzó a obstruírsele el aliento desde el pecho.

—¡Detente! —gritó Rué mientras bajaba las escaleras—. ¡No lo lastimes!

—Dijiste que lo sabía. —La voz del marqués era firme y fina como un látigo.

—¡Sabía! Lo sabe… Nunca lo había visto… —Puso ambas manos sobre el brazo del hombre. Zane cayó al suelo sin previo aviso. Se dobló y resolló.

Los pies de Rué se movieron. Él escuchó rasgarse una tela y luego, el ruido estrepitoso del metal que golpeaba las baldosas de mármol; ella había arrancado las cortinas de la ventana más cercana, se soltó el barral y metros de tela damasco amarillento cayeron a su alrededor como un río de luz del sol. La levantó y la envolvió a su alrededor, luego regresó y se arrodilló delante del muchacho.

Susurró su nombre con la voz más suave que él haya escuchado jamás. No intentó tocarlo otra vez. Alzó la mirada hacia ella, desafiante, desesperado.

—Sabías —dijo ella—. Pero nunca te dejé verlo, excepto aquella vez. La primera vez. ¿La recuerdas?

Sueños. Eso es lo que él había pensado sobre aquella noche. Ella había saltado de sus sueños mientras se debatía entre la vida y la muerte. La herida del cuchillo de Clem lo había desangrado, sangre que ya ni siquiera sentía húmeda sobre la piel, y ella estaba allí. Había humo y nieve. Ella salió de ambos. Piel blanca y aquella capa de cabello brillante. Sin embargo, todo ese tiempo, todos esos años, estuvo seguro de que sólo habían sido sueños.

—Lo recuerdo —reconoció.

—Rué —dijo el marqués, aún con ese tono firme y peculiar.

—Hay cosas en este mundo —interrumpió ella sin detenerse, aún con la mirada en Zane—, que no pueden ser descritas por simples palabras. Hay cosas en este mundo que vale la pena proteger, cosas frágiles, cosas secretas. Cosas que harían un gran daño si se las manejara con imprudencia.

—Rué. —El marqués se acercó y se detuvo justo al otro lado de ella.

—Cosas como la magia. —Le tocó la mejilla a Zane con un dedo, una descarga de calidez—. Cosas como el amor.

La miró fijamente, mudo e indefenso. El marqués apoyó una mano sobre el hombro de ella. Sus dedos marcaban un arco de posesión contra su piel. Zane podía ver desde allí que algo andaba mal con una de sus piernas, que la piel presentaba líneas rojas e hinchadas. Había visto muchas heridas sangrantes con anterioridad.

—Apártate —dijo Lord Langford—. Apártate de él, Rué. Regresa arriba.

El rostro de ella cambió, con un destello de emoción en los ojos, enfado o temor, o ambos. Se levantó y se dio vuelta para mirarlo.

—No lo permitiré.

—No lo hagas más difícil.

En ese momento, algo en ella se alteró, algo se volvía más salvaje y más imponente; Zane lo sintió incluso con ella de espaldas a él.

—Dije que no lo permitiré.

—No puede andar por ahí. —Puesto que ella acumulaba furia, Lord Langford sonaba escalofriantemente racional, en rotunda calma—. Conoces las leyes. Cuando el concejo lo descubra, lo matará de todas maneras. Al menos yo seré rápido.

Matarlo…

—Haré pedazos este lugar —dijo ella en voz baja—. Aquí mismo, ahora mismo. Pondré un final definitivo a cualquier esperanza de secreto para la Comunidad.

El marqués no dijo nada. Rué continuó.

—Aunque es posible que lo logres. Aun así, podrías asesinarnos a ambos. ¿A qué costo? Me habrás perdido a mí y a tu querido anonimato. ¿Valdría la pena?

—No deseo pelear contigo —respondió Kit, pero Zane vio cómo cambiaba de pierna, todo tensión y violencia dispuesta.

—Dijiste que harías cualquier cosa para arreglar el pasado. —Ella se suavizó un poco y relajó los hombros. Levantó una mano y la dejó caer otra vez sobre la tela—. Hace un momento dijiste que lo harías.

Lentamente, con mucha sutileza, el marqués comenzó a sonreír. Pero no era una sonrisa de júbilo o de alegría: era la sonrisa de un demonio, de una satisfacción profana. Habló sin un rastro de inflexión.

—¿Será tu precio por ser mi prometida, amor? ¿La vida de este joven?

Bajó la mirada hacia Zane, quien le devolvió la mirada sin poder intentar convencerla porque tenía el corazón en la garganta. Pensaba con desesperación en el cuchillo, en cómo se las arreglaría para apuñalar el humo.

—Ratonrita. —Lord Langford le tomó el mentón entre sus dedos para forzar su mirada hacia él—. ¿Es este tu precio?

No volvió a dudar

—Sí.

—Entonces, acepto. No le haré daño.

Ahora era Rué quien estaba en silencio, Rué y Zane, que se sentía tan mareado por el alivio y la preocupación que debió clavarse las uñas en la palma de las manos para permanecer de pie.

—Tienes mi palabra —le prometió Langford.

Zane se concentró en su rostro, en la bestia que ardía en sus ojos, y se preguntaba si ella le creía. Pero Rué nunca se movió, ni siquiera cuando el marqués se inclinó hacia Zane y acercó su boca a la oreja del muchacho. Zane presionó las uñas con mayor fuerza en la palma de sus manos; un dolor invisible.

—Estás libre para retirarte de mí vista. Si dices una palabra de esto a alguien, alguna vez, reconsideraré mi promesa. Te encontraré donde sea que estés y entonces ninguna noble súplica te perdonará. —Se incorporó recorriendo a Zane con la mirada—. Retírate por la puerta de servicio, niño.

Extendió su mano sobre la espalda de Rué y la condujo para subir las escaleras junto a él. La tela damasco amarillento formaba una larga cola resbaladiza detrás de ella.

Capítulo 15

—CREO que ya es hora de que me cuentes todo acerca del fugitivo —espetó Christoff.

Estaba vistiéndose y ponía muchísimo cuidado en ello. Se encontraba de pie delante de la cama con las piernas separadas y su atuendo londinense esparcido de manera desordenada sobre el cobertor. Herte era un estallido silencioso en medio del desorden. Con apenas un vistazo sobre lo que había en el armario, había elegido lo que necesitaba. Lino fresco, calzones de color canela, un chaleco de seda de la India con botones de plata grabados; la seda atraía la luz y cambiaba los matices de un verde salvia a cítrico. Por alguna razón, los colores cambiantes le causaron escozor en los ojos.

Rué estaba sentada en una silla detrás de él. Podía sentirla en su espalda.

—¿Qué deseas saber?

—¿Qué crees? Quiero saber qué te dijo anoche, qué le dijiste. —Cogió la camisa. Las líneas que ribeteaban los puños se sentían almidonadas y muy frías.

—Nada importante —respondió en voz baja—. Me preguntó por qué lo seguía.

—¿Y por qué?

—¿Por qué…? Porque se escapaba, esa es la razón. Y porque tú estabas ocupado con tu querida Cynthia. Alguien tenía que tomar cartas en el asunto.

Se puso la camisa.

—Desde luego. Entonces pensaste que sencillamente lo enfrentarías sola. Muy astuta.

Ella no se puso a la altura de la mordacidad de su tono de voz; sólo repitió con obstinación.

—Alguien tenía que hacerlo.

Kit apoyó una mano contra la columna de la cama y estrechó la mirada hacia el chaleco. Había un extraño zumbido distante en sus oídos. Allí había estado, desde que vio a aquel niño, desde que aquel golpe de ferocidad ya conocido (compasión y violencia de sangre) lo había inundado; la misma oleada morbosa que siempre sentía en aquellos momentos finales de una vida. Era una sensación tan despiadada que solía hacerlo sentir mal físicamente. Las primeras dos veces que había matado, en realidad lo había vencido: justo después, una vez solo, había caído y sucumbido ante las náuseas.

Kit recordaba los nombres, los rostros. Samuel Sewell, John Howards, Colm Young. Recordaba el temor que habían sentido. Recordaba el propio temor. Pensaba que sería débil, que fracasaría, que no podría levantar sus brazos para cumplir la tarea que su padre había preparado para él.

Sam Swell. Era un carpintero fornido y de mirada desenfrenada. Y Christoff sólo tenía dieciséis años.

A Swell lo habían sentenciado y esposado. Había dado su palabra de no convertirse pero de todas maneras, lo había hecho.

La segunda vez había sido un poco más fácil; el hombre sólo lloró. El tercero fue aún más fácil. En lugar de vomitar, Kit después se embriagó. Se encontraba brutalmente ebrio. Y casi el cuarto, ese muchacho pálido y esquelético…

Lo hubiera hecho. Ya había comprendido lo que su papel le exigía, que para el Alfa había sacrificios por cada placer y consecuencias para cada acto, por pequeño que fuera. Sabía con exactitud cómo hubiera sucedido, cómo se hubiera movido, veloz y despiadado, cómo lo habría golpeado, la sacudida característica de los huesos del cuello al quebrarse…

Una sensación de náuseas persistía en la parte posterior de su garganta. El zumbido no disminuía.

Sin embargo, valía la pena todo eso porque, debido a su juramento, ahora la tenía en su poder. Kit le echó un vistazo sobre el hombro. Estaba encorvada de costado en el sillón orejero con la cabeza sobre los brazos y el cabello desparramado por la mejilla, aún cubierta con la cortina de la sala. Estaba blanca, oscura, rosada y dorada. Lo observaba a través de sus largas pestañas negras.

—¿Qué más dijo?

—Que lo dejara en paz. Que le permitiera marcharse.—Cerró los ojos y los abrió, aparentemente pacífica como un niño adormecido—. Me dijo que no quería el diamante. Que no tenía la intención de hacerme daño.

Kit se calmó.

—¿Te amenazó?

—No más que alguien que conozco. —Lo mantenía con esa mirada tranquila—. Nos aliamos de alguna manera, supongo. Estoy segura de que principalmente se sorprendió

de que lo arrinconara.

—¿Quién es?

—No me lo dijo, Lord Langford. Sin duda quería hacerlo, además de darme su dirección y entregarme la llave de su casa, pero justo entonces llegaste tú. No parecía estar dispuesto a esperar.

—No —agregó Kit y sintió que su labio se curvaba.

Rué se sentó erguida en el sillón y se llevó hacia atrás el cabello.

—Sin embargo, me di cuenta de algo interesante.

—¿Qué cosa?

—Su mano derecha era de madera.

De madera. Su mente cayó en la cuenta. El hombre que se había ahogado cuya mano y anillo habían encontrado. ¡Santo Dios! Alguien lo suficientemente trastornado como para cortarse la mano. ¿Había dicho George alguna vez de quién se trataba? No podía recordarlo bien…

—Era la mano con la que saludaba —continuó Rué, con la mirada baja hacia la tela estirada por sus piernas—. Realmente ingenioso. Tenía los dedos con forma para hacer la reverencia, por lo que podía desenvolverse como cualquier otro. La noté cuando me tocó por primera vez.

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