Ella se mordió el labio para contener el gemido, sus piernas estaban flexionadas, detenidas entre la agonía y la necesidad.
Alguien se movía en la biblioteca. Alguien estaba en el escritorio. Si tan sólo dieran una vuelta por las sillas…
Kit la acercó aún más de un tirón, la extendió aún más abierta, llevando a que los talones de ella se clavaran en el suelo. Colocó sus manos en su cintura para obligarla a moverse, con lentitud, con lentitud, en un grado tan pequeño y con una intensidad tan dolorosa que ella sentía cada centímetro de él, su garganta se cerró en regocijo y excitación inquieta y ardiente.
Llegó un tintineo de cristal contra cristal. El chorro líquido del jerez que se servía.
Se mecían juntos, una parte de ella estaba preparada para convertirse en un instante, pero otra parte, su parte humana, que se volvía jadeante y ansiosa, se estiraba dolorida con los movimientos de él, encontrando esa espiral de placer de antes, pero ahora mejor, más oscuro, una euforia temblorosa que se relamía en ella desde su interior.
Ahuecó las palmas de sus manos alrededor del rostro de Kit. Su tacto lo marcó, un brillo rayaba su piel. La observó con una mirada soñolienta y aquella sonrisa escasa y elegante.
La persona del otro lado del biombo suspiró y apoyó el jerez sobre el escritorio. Una silla de cuero crujió.
Las manos de ella se tensaron; sus ojos se cerraron. Se sintió como otra persona. Sentía que todo su cuerpo estaba más allá de su control, se expandía, un anhelo desesperado la azotaba y no podía respirar, no podía hablar, no podía emitir sonido…
La silla crujió otra vez. Se escucharon pasos en dirección a la puerta.
Sin embargo, ella se excitaba y se excitaba y él se introducía profundo y con firmeza en ella…
La música entró a toda prisa. Se oían las voces.
Si no podía respirar, pronto iba a morir, iba a llorar porque estaba tan cerca y tan próxima. Sin embargo, debía contenerse…
La puerta se cerró. Kit apoyó los dedos sobre su pezón y lo pellizcó. Rué estalló.
Él observó como sucedía, la sintió temblar y gritar, fue un sonido bajo y hermoso que resonó en él por completo, que lo envió a su propia liberación con sólo un último impulso poderoso. La aferró a él y presionó su rostro contra su pecho vaciándose dentro de ella, su semen, su vida, sus esperanzas. Y ella llevó los brazos alrededor de la cabeza de él e inclinó su mejilla contra su sien, sus labios en su cabello, su cuerpo, un hermoso arco perfecto sobre el de él.
Rué, pequeña, su reina dragón. Su prometida.
Capítulo 14
LA casa del lord parecía estar muy oscura, pero Zane no se fiaba de la manera en que aparentaban ser las cosas. Por ello, la había estado observando un buen rato, agachado detrás de las puertas de la caballeriza, con las manos ahuecadas sobre la boca para calentar su rostro en la noche. La caballeriza era fría, húmeda y extraordinariamente lúgubre. El heno amontonado en los establos olía a moho. Si Langford tenía caballos, no había ningún signo de ellos ahí. No había agua, no había mantas ni carruajes, ni siquiera algunos manojos de avena desparramados. Incluso tampoco creía que hubiera ratas.
Hubiera pensado que era muy extraño de no haber sido por ella. Nunca había tenido ganado tampoco.
La neblina bañaba de plata el cielo, oscurecía las estrellas y convertía la luna en un ojo diabólico que titilaba. También espesaba las sombras, lo cual era bueno para sus intenciones.
Aún esperaba. La había observado de esta manera infinidad de veces con anterioridad, sabía cómo mantenerse despierto en las horas frías adormecedoras. Curvaba los dedos de los pies dentro de las botas, uno a uno, sentía el roce del cuero contra las uñas. Hacía caras, se ponía bizco, abría la mandíbula, arrugaba la frente. Hacía sonar el cuello y luego los nudillos, dos, tres, cuatro, cinco, estirando los brazos hacia afuera.
El hedor del moho era una presión creciente detrás de sus ojos. Zane parpadeaba para aclarar la imagen borrosa de su visión y miraba fijamente las ventanas negras de la mansión. Nada se movía. Había estado allí durante dos horas y el patio de la caballeriza y el jardín de la cocina permanecían tan inertes como la casa.
Bastante bien.
Salió con lentitud de la caballeriza, bordeó el patio hasta la cerca y luego los árboles, deslizándose por el costado angosto de la casa hacia el frente, donde una vez más se detuvo, alerta, ante cualquier tipo de tránsito que pudiera pasar.
La calle estaba vacía. Un lugar con columnas blancas tres puertas más allá tenía luz en el segundo piso, pero eso era todo. Todos los demás hogares tenían las ventanas bien cerradas.
Según la experiencia de Zane, había sólo dos clases de personas: las que se iban de juerga toda la noche como gatos desenfrenados y los que se echaban en sus camas temprano como pequeñitos quisquillosos.
Apostaba que el marqués de Langford era del tipo de los gatos. Tenía ese brillo animal en los ojos.
El mismo Zane no bebía ni dormía; estaba completamente sobrio y despierto. Se apresuró hacia la ventana de la sala de Langford y presionó la palma de su mano sobre el punto débil del marco.
Nada.
Presionó con más fuerza mientras miraba a su alrededor y luego arriesgó un salto rápido para ver si podía descubrir qué andaba mal. Saltó dos veces antes de verlo, un palo de madera hacía presión contra la cerradura.
Maldijo en voz baja al descender. Nunca debió haberle contado a ella cómo se las había arreglado antes. Le había aclarado que no quería saber de él hasta que ella le buscase, pero las cosas estaban graves. Tenía que hablarle, y lejos de ese maldito marqués que se cernía sobre ella como un maldito guardia cuidando las malditas Joyas de la Corona.
Se había retirado al costado de la casa, pero ya sabía que las otras ventanas estaban bien cerradas. Ya las había probado todas con anterioridad. Se pasó una mano por los labios y pensó qué hacer.
La neblina vagaba muy gris por encima de él. La luna lo miraba con ferocidad.
Zane volvió a caminar hacia la puerta de la cocina y sacudió el picaporte. Metal lustrado, bastante nuevo, un ojo de cerradura hermético; sacó las herramientas de su bolsillo. Era mejor que romper una ventana, pero no mucho mejor. Había estado así de expuesto por largos minutos, con la luna que cubría de escarcha su sombra por los pasos del porche y la luz plateada sobre toda su espalda. Cualquiera que mirara por la ventana podría verlo. Grosvenor Square no era como Cheapside, o St. Giles. Allí, la guardia nocturna vendría con rapidez al primer grito.
A pesar del frío, comenzó a sudar. A Clem el Sucio lo atraparon de esa manera, al irrumpir en una casa en Mayfair. Pensaba que era el mejor maldito ladrón, solía presumir de sus dedos y sus oportunidades —nunca serás bueno, maldito pilluelo— y ahora se pudría en Lud Gate y Zane, su antiguo discípulo, era el que tenía las oportunidades. A diferencia de Clem, iba a hacer uso de ellas otra vez, de cualquier modo. No con la gangrena devorándole los dedos…
Ya está. La cerradura se soltó. La puerta se abrió de un suspiro. Entró, la cerró con rapidez detrás de sí con ambas manos.
Sacó el cuchillo del cinturón. La cocina estaba muy, muy fría.
Ahora sabía qué camino tomar, por la sala lateral, la escalera principal, se detenía al más mínimo crujido… una tabla del suelo… un lejano ruido seco de madera… ¿el ático?… contenía la respiración para lograr un silencio total.
Sin embargo, la alcoba del marqués estaba vacía. Y así lo estaban las demás, incluso la que tenía las cosas de ella. Reconoció de inmediato la maleta con tiras de color durazno y azul, la corta hilera de botas de hombre y zapatos de mujer, todos del talle de ella, formaban una línea ordenada en el interior del armario.
La casa estaba desierta. Había tenido razón acerca de Langford. Gato.
Zane volvió a la alcoba de ella, pasó una mano sobre el cobertor de la cama, levantó una almohada y la llevó hacia el rostro. Olía a ella, casi de manera imperceptible. Había vuelto.
Echó un vistazo a la habitación y eligió la chaise longue que estaba atrás en un rincón, con almohadones cubiertos en un satén brillante y grueso que lo hacían resbalar. No era muy cómodo, lo cual era bueno. Apoyó la cabeza sobre el relleno y observó la vista de la ventana hasta que la luz de la luna comenzó a arder. Sus párpados se cerraron.
***
Dejaron la mascarada de la misma manera en que habían llegado, escabullándose entre las sombras. Rué con los pies en medias y una mano que sujetaba su corsé desgarrado; Christoff se preocupaba sólo por su camisa y sus calzones, todo lo demás estaba abultado en sus brazos.
Habían salido por la ventana de la biblioteca. Él ni siquiera se lo consultó; sólo abrió bien la ventana y arrojó el traje y los zapatos de los dos a la gravilla que estaba debajo con un sonido hueco crujiente que hizo eco de manera alarmante. Dado que ella permanecía detrás del biombo, volvió a cruzar por ella y la llevó hacia la ventana abierta sin palabras, sólo con un rápido beso ferviente que le envió una vibración a todos los dolores de su cuerpo.
Una línea de luz irrumpió por la entrada; las bisagras cedían al abrirse con la nueva corriente de aire. Alguien reía entre dientes, muy cerca.
Christoff se convirtió, se deslizó sobre el alféizar y bajó hasta el suelo, protegido por los setos de bojes en macetas que crecían entre la mansión Marlbroke y la que estaba a una acera de distancia. El humo tomó forma de hombre. Levantó su rostro hacia ella y esperó.
Rué colocó una mano sobre el alféizar. No deseaba convertirse. No deseaba perder el abrigo de su vestido, tan exiguo como fuese. Se sentía magullada, tímida y un poco aturdida. No obstante, la puerta de la biblioteca se abría más. Había un par de hombres detenidos justo del lado de afuera que hablaban sobre carreras de caballos.
Kit se convirtió otra vez, el humo se elevó para rodear su cuerpo, sus manos, sus brazos y su cabello. Nunca había sentido algo así, nunca había imaginado cómo sería tocar a otro drakon de esa manera. Estaba frío y deslumbrante; contuvo la respiración contra él.
Los hombres se volvieron más serios en su discusión. Sus sombras caían por el felpudo de la entrada.
—Ya voy —le murmuró a Kit y sacó sus piernas por el alféizar, dándose la vuelta con cuidado. Las alas de tela dorada quedaron atrapadas en la madera y perdió algunas de las cuentas color azabache. Las oyó rebotar por el suelo. Se deslizó hacia abajo hasta que los pies estuvieron apoyados contra la pared de piedra caliza y se mantenía sólo colgada de las manos. Se dejó llevar. No era lejos y Kit estaba allí para cogerla, para retenerla a la perfección contra su pecho.
—Demonios.—Se quejó él mientras la ponía de pie. Miró su estómago: un arañazo reciente fluía color carmesí por su piel y continuaba hacia las alas—. Esas cosas son una maldita amenaza.
—¡No te pedí que me sujetaras!
—Eres tan encantadora cuando eres irracional. Por supuesto que te voy a sujetar. —Deslizó una mano detrás de su nuca y la besó una vez más—. Es lo que hago.
Y pese a ella misma, se inclinó hacia él ofreciéndose con la garganta arqueada y el corazón como un tambor que golpeaba fuerte y cercano a su esternón. Kit dio un paso más cerca, respiró contra sus labios y extendió los dedos por su cabello.
—Clarissa Rué —murmuró haciendo de su nombre una súplica en voz baja—. Ven a casa conmigo. Vamos a casa.
Lo siguió por el borde de bojes porque cuando le hablaba de esa manera, Dios la ayude, perdía toda lógica y razón firme. Pensaba que podría seguirlo para siempre.
Sin embargo, los bojes se terminaron en el callejón y Kit aún no se había vestido. En lugar de hacerlo, se inclinó y empujó la chaqueta y los zapatos al otro lado de las ramas de la última maceta, luego, se quitó la camisa y los calzones e hizo lo mismo con ellos.
—Recogeremos todo mañana —la miró—. ¿Qué sucede?
No quería contarle la verdad, que se sentía como una extraña, que era tan hermoso, que el vestido era su último resguardo.
—Estás afiebrado y cojeas. ¿Te sientes bien?
—Teniendo en cuenta que en este momento sólo estoy a pasos de un baile alegremente encendido… Sí, muy bien.
—Tal vez sería mejor no volar. Tal vez deberíamos tomar un coche.
La cabeza de él se inclinó mientras la tomaba. Su cabello se desplazaba por su rostro mientras el viento silbaba por las alcantarillas de piedra y los adoquines del callejón.