El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Rué retrocedió un tercer paso. Por accidente o a propósito, Cynthia se había interpuesto entre ella y Kit; era la dama de rosa, por supuesto, un ángel menudo de nariz respingona, mullido y fruncido con encajes. Además ostentaba alas, ligeras curvas descendentes de suaves plumas rosadas.

Christoff aceptaba su mano con una reverencia sobre ella. Rué se dio la vuelta con rapidez, y se sumergió entre un altísimo pavo real y una doncella con un tocado isabelino. Continuó moviéndose sin mirar hacia atrás.

Lady Cynthia tenía esa sonrisa otra vez. Sus ojos estaban brillantes al otro lado de la espiral de encaje que formaba su máscara; sus dientes eran pequeños y parejos. Kit apenas podía soportar tocarla.

—Milord —ronroneó ella, y alguna otra tontería, una serie de sílabas a las que él no prestaba atención.

Su sangre bombeaba muy fuerte en sus orejas. El dolor que se propagaba por su pierna se había convertido en algo ajeno y sin importancia; el vértigo lo obstaculizaba sólo cuando giraba la cabeza con demasiada rapidez. Sus sentidos se extendían de manera tan aguda y sutil que cada momento, cada respiración, hervía a través de él como el alquitrán, lento, denso e interminable. Sin embargo, siempre era así antes de la caza. Siempre era así.

Las perlas que cubrían la peluca blanca de la joven atraían su mirada; era una atracción suave y lujosa que enviaba una nueva clase de dolor a las palmas de sus manos. Su color, su perfección: le hablaban de Rué. El dragón dentro de él ardía por cogerlas.

Rué. Apartó la mirada de la joven. De manera instantánea y sin darse la vuelta, supo que su compañera ya no estaba a su lado, que el fugitivo también había desaparecido. Su corazón se hinchó. Proyectó su conciencia hacia fuera como una red, buscaba a Rué incluso mientras sus ojos exploraban el salón.

Alguien aún hablaba. La voz de la joven parloteaba de manera ascendente para terminar en una nota más aguda, y luego una aún más aguda.

—¡Lord Langford! Milord… Por favor…

Kit se dio cuenta de que no había soltado la mano de la joven, que su dedo pulgar presionaba los dedos de ella con firmeza en su palma, que ella intentaba soltarse. Abrió los dedos. Ella se apartó con un fuerte movimiento repentino de la muñeca y los ojos mucho más abiertos que antes. Su sonrisa había desaparecido.

El inclinó la cabeza para disculparse y se abrió paso sin comentarios. De todas maneras no podía hablar, no ahora, con los músculos contraídos y la mandíbula apretada con tanta firmeza que tenía que tomar el aire entre los dientes. El grito entrecortado bajo y agudo de Cynthia mientras él se alejaba lastimaba sus oídos como un silbido de vapor que pitaba en su cerebro.

¿Dónde estaba ella? El salón de baile estaba inundado de los Otros, de su olor, del ruido y de los colores punzantes. Sin embargo, había un centro de tormenta, había un lugar de calma dorada, de faldas verde profundo, una calma de lirio… ahí, por allí lejos, junto a las puertas… y con ella, un hueco…

Se dirigía a alguien. Un hombre con una máscara y una simple chaqueta gris. Había bajado su máscara hasta las faldas, se miraban, y a través del mar de gente, Kit podía verla hablar. Su cabello destellaba a la luz de las velas como una llama de chocolate oscuro. Sus labios eran de un oro rojizo.

El fugitivo extendió una mano y tomó el antebrazo de ella, con los dedos clavados en su piel. Y sólo con eso, con sólo ver a otro drakon con la mano sobre ella, dedos firmes y blancos sobre el reflejo pálido que era Rué, el último resabio de un deseo claro que era Christoff chamuscado hasta las cenizas.

La bestia dentro de él estalló en vida, en furia. Nadie la tocaba, nadie la tocaba, nadie…

Escuchaba que la gente gritaba. Se abrió paso entre ellos con facilidad; salían volando a ambos lados como muñecos de papel al quitarse de su camino. Sintió que sus labios retrocedieron. Sintió el dragón negro abrirse camino a través de su sangre, ahora ágil y mortal, una aceleración salvaje que lo hacía jadear y la necesidad de convertirse era tan potente que su cuerpo se sentía como hierro oxidado, demasiado pesado y tosco para continuar.

Ambos, Rué y el fugitivo, habían girado sus cabezas hacia él, aún unidos. Sintió la mirada de Rué, el asombro exótico de su rostro, pero Kit estaba concentrado en el fugitivo, el otro drakon con los dedos untados en oro y los ojos azul brillante detrás de la máscara.

Unos segundos antes de que Kit los alcanzara, el hombre la liberó, se alejó e hizo una reverencia rápida en dirección a ella, quien se había dado vuelta para mirarlo, distraída, y entonces… ¡Maldición! El fugitivo se convirtió en humo, justo allí, en medio del salón de baile. Unas cuantas mujeres gritaron.

Rué levantó el rostro para seguir el humo, una bruma pálida que se enroscaba por el techo y las arañas, que se colaba hacia las puertas del jardín. Luego ella se dio vuelta para mirar a Kit. La máscara cayó de sus dedos y corrió hacia él.

—¡No! —exclamó intentando cogerlo por la manga con un apretón del que no podía escapar—. ¡No, no lo hagas! ¡No puedes!

El humo se desplazaba hacia abajo. Las puertas estaban bien abiertas a la noche.

—No —dijo Rué una vez más cogiendo su otra manga…Colocó su cuerpo frente al de él, su voz era baja o intensa— ¡Christoff! No puedes… no aquí.

Exhaló. El dragón crecía y alcanzaba su punto máximo contra su piel.

Rué lo empujó fuerte con ambas manos para atraer su mirada de vuelta hacia ella.

—¡Kit!

Los ojos de ella relucían, un destello de oro brillante. Inhaló otra vez, más lento, más frío, suspendido en un instante cristalino de vacilación, a momentos de la liberación.

—Por Dios —exclamó un hombre justo detrás de ellos con un hipo achispado por la bebida—. Hay mucha niebla aquí dentro, ¿no es cierto?

El humo se filtraba hacia fuera, por la entrada, en tinieblas que se disolvían hasta las estrellas.

Kit volvió a mirar a Rué. Observó su antebrazo, la mancha de polvo que mostraba la piel rosada debajo del oro, la huella de la mano de otro hombre sobre ella, clara como una cicatriz. Detrás de ella, la vestimenta del fugitivo era un montículo aterciopelado sobre el suelo del salón de baile. La gente reía a su alrededor. Alguien lo levantó sacudiendo el chaleco maravillado por el truco.

Él bajó los brazos. Entonces Rué tuvo que dejarlo y cuando lo hizo, Kit tomó su mano izquierda en su mano derecha y tiró de ella hacia el otro lado, no hacia las puertas que llevaban fuera sino a las que llevaban hacia el interior de la mansión. Ella seguía su rastro detrás corriendo con pasos cortos; él no fue más despacio para que ella pudiera ir más tranquila.

Se hundieron en las salas más profundas de la casa, pasaron la escalera principal hasta una puerta alta cerrada, tallada en caoba, que se abrió de golpe sin un sonido y reveló una habitación con luz de aplique, libros y estantes: la biblioteca, silenciosa como una tumba. Los títulos dorados despedían un brillo apagado y fantasmagórico con sus letras.

Había un escritorio vacío de papeles y dos sillas que miraban hacia la chimenea. Un biombo japonés negro cubierto de flores pintadas y unos pájaros que protegían las sillas de la corriente de aire de la puerta. Kit la llevó con él hacia allí. Ella se lo permitió. Sus cejas se arrugaron, sus dedos apretaban los de él. Cuando la tuvo detrás del biombo, se convirtió en una ráfaga de humo para dejar caer su vestimenta y luego se transformó en humano delante de ella, completamente desnudo. La acercó hacia él de un tirón y cerró su boca sobre la suya.

El polvo que lo había cubierto segundos antes flotaba sobre ellos en espirales centelleantes, espolvoreaba sus pies y el dobladillo de las faldas de ella.

—No —dijo él con tono áspero mientras ella alejaba su cabeza de la de él. Cerró sus dientes pellizcando la calidez delicada detrás de su oreja, autoritario—. Quédate cómo estás. Quédate cómo estás —deslizó sus manos por su cabello y tiró con suavidad de las horquillas; los cabellos suavemente empolvados caían como satén pesado a través de sus dedos.

En la oscuridad del cuarto, el polvo dorado perdió su tono. Ella era reflejo y luz, colores brillantes y pálida piel radiante.

El corsé del vestido era escotado y apenas le cubría los hombros; no estaba diseñado para una doncella, sino pensado para la tentación. Deslizó los labios hasta su garganta e inhaló profundamente, bajó la boca hacia el arco delgado de su cuello y más abajo, degustó el polvo y a ella volviendo la mejilla hacia los latidos de su corazón.

Ella respiraba con rapidez, de manera irregular. Su pecho se elevaba y caía, sus pechos se ceñían en lo alto; eran una invitación abierta. Deslizó su lengua por esas curvas, luego abrió la boca sobre ella, la probó, la acarició, tiró del corsé hasta que las puntadas saltaron y sus dedos encontraron un pezón. Giró su cabeza para succionarlo. Ella lanzó un sonido sin palabras. No era ni protesta ni placer; no lo sabía. No le importaba. Cayó de rodillas sobre la alfombra y la llevó hacia abajo con él para extender a ambos lados sus muslos abierto. Levantó la mirada de sus pechos; jadeaba. Los dedos de ella le habían dejado manchas de leopardo brillantes en los brazos. Sus labios estaban rojos e hinchados por los besos.

Kit le llevó hacia atrás las faldas. Sin quitarle los ojos de encima, deslizó las palmas de sus manos por sus medias y resbaló hasta las ligas. Su piel desnuda era sedosa sobre los lazos, sus piernas eran suavemente musculosas; piernas de esgrimista, o de hechicera. Se movió con cuidado hacia atrás sobre sus talones y apretó sus dedos en las nalgas de ella, lo levantó y la guio, acercándola más para que sus muslos se cerraran a su alrededor, con el peso de ella sobre el suyo y los suaves rizos que presionaban sobre su erección. Sus labios se abrieron. Ella puso los brazos alrededor de sus hombros, su cabello lanzaba perfume entre ellos.

—¿Qué haces? —susurró Rué en el más débil de los sonidos, pero él no se molestó en contestarle. No con palabras… no cuando tenía su mirada oscura, sus piernas y su perfume a lirios y una deliciosa predisposición caliente. Ella se movió y su vestido crujió contra la piel de él, con arrugas paganas. El corsé sostenía su cintura y su espalda rígidas pero debajo de éste, ah, debajo… Era tierna y dócil, todo era escalofríos y humedad incipiente cuando él tocaba sus curvas cálidas. Hacía equilibrio sobre las rodillas y las plantas de los pies; era calor, una tensión desnuda y ágil sobre su regazo, su mejilla descendía hacia la de él con cierto ahogo en la garganta. La acarició otra vez. Sus dedos buscaban, investigaban. Su vagina era estrecha, un terciopelo húmedo. Giró su rostro hacia el cuello de él. Kit desnudó sus dientes en una sonrisa que ella no podía ver.

Violación o seducción. Cogería cualquiera.

Con una mano debajo de ella y la otra por detrás, la levantó más arriba y luego, la volvió a bajar con firmeza levantando sus talones para penetrarla. Los dedos de ella le dieron un tirón a su cabello.

Dolió. Rué aspiró el aire, conmocionada, con la sensación de una invasión ardiente que con una abrumaba en oleadas. Sin embargo, él había bajado la boca hasta su pezón una vez más, lo succionaba con cortos tirones feroces que enviaban una confusión de placer doloroso que corría a través de su sangre… Después, su boca se suavizó con besos tiernos y comenzó a lamerla. Feroz una vez más… Sus dientes mordían y sus brazos empujaban con fuerza alrededor de sus caderas empujándose más profundo en su interior e intensificando la pasión. Ella retorció los dedos en su cabello. Sentía un gemido atrapado en el pecho. Deseaba que se detuviera y deseaba que continuara. Deseaba su mirada salvaje y feroz y esa espiral de placer nuevo que se desenvolvía a través de ella, a través de su parte más profunda, donde él la llenaba y lastimaba… pero no…

Desde el otro lado del biombo laqueado llegó el sonido de la puerta de la biblioteca que se abría. La música lejana inundó la habitación.

Rué quedó helada, avergonzada, y miró fijamente a Christoff, pero él sólo miró el biombo que los ocultaba y luego de nuevo, a ella. Sus labios dibujaron esa sonrisa demoníaca; negó con la cabeza sólo una vez. En silencio, sin evocar siquiera un murmullo de las faldas arrugadas de ella, curvó sus dedos alrededor de su cintura y la llevó con más firmeza contra él, sus pestañas bajaron.

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