El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

—¿Señor? ¿Le traigo un coche, señor?

Kit se dio la vuelta hacia el mozo de cuadra desaliñado que ahora estaba parado delante de él pasando de un pie al otro con nerviosismo.

—¿Un coche? —le ofreció el joven una vez más, al recordar quitarse la gorra.

Kit echó un vistazo al sombrero de tres picos en su mano, a sus guantes y al bastón, ninguno de ellos olvidados oportunamente en el vestíbulo de entrada de Marlbroke. Además del mozo de cuadra, alguien más se aproximaba. El lacayo de antes se acercaba a grandes pasos.

—Sepa disculpar, milord —dijo el hombre, despidiendo al joven con un movimiento de cabeza y el ceño fruncido.

—No —dijo Kit, como si respondiera una pregunta—. Estoy bien. Buenas noches. —Y salió despacio por la puerta principal como un hombre que sabe lo que le espera en la oscuridad.

Lo cual sabía.

Ella estaba acurrucada con los brazos cruzados sobre las rodillas en las escaleras del frente de una puerta oscura y vacía a dos cuadras de allí. Debió haber dejado la chaqueta con el resto de los trabajadores; primero la sintió, como hacía siempre, pero justo después de eso la vio. Su camisa lisa y su peluca tenían una palidez sin brillo en la noche oscura. Apenas se acercó, se puso de pie.

—¿Lo viste? —exigió saber Rué en voz baja.

—No.

—¡Está allí! ¡Sé que lo está!

Un coche y cuatro caballos pasaron a toda velocidad en un trueno de crujidos y cascabeles. Kit volvió a caminar mirando hacia delante. Ella le seguía el ritmo tres pasos atrás.

—Si no vas a regresar conmigo…

—Te ruego que no saques conclusiones precipitadas-dijo él abruptamente—. Dije que no lo vi. Pero sí sentí algo. Sólo que no sé qué fue.

—Yo sí.

La noche se sentía pesada sobre él y el aire, húmedo. El dolor en su pantorrilla era como si una bruma de penetrantes insectos colorados trepasen de manera inexorable por su pierna.

—Debemos regresar-dijo Rué y detuvo su caminata. Kit se dio vuelta.

—No podemos convertirnos en humo ahí dentro, desde luego no podemos aparecer desnudos, ni como dragones. Existe una sola manera de regresar a ese lugar.

La cabeza de ella se echó hacia atrás, su expresión era dudosa. Era tan atractiva, tan terriblemente testaruda que quería arrastrarla hacia él y besarla allí mismo en la calle, sin importar quien pudiera pasar.

—¿Qué sugieres? —preguntó ella.

—Ven conmigo a Far Perch y luego verás.

No podían anunciarlos. Con su actitud sarcástica y subestimada, el marqués había advertido que la clave para esconderse era merodear. Que el mayordomo los anunciara en el baile arruinaría la oportunidad de tenderle una emboscada, y no iba a molestarse tanto para lograr que nadie de turbante grite su título en una habitación llena de gente, entre la que podría estar o no el fugitivo.

—Simplemente entraremos por atrás —dijo él, echando una mirada hacia el callejón que llevaba a la caballeriza de Marlbroke—. Diremos que nos perdimos.

—¿Perdidos? ¿En ese pequeño jardín de ahí atrás? Nunca lo creerán.

Christoff se dio vuelta hacia ella con los ojos brillantes.

—Por supuesto que no. Pero estoy seguro de que un chelín o dos ayudarán a que los lacayos miren hacia otra parte para salvar el buen nombre de una dama. Después de todo, no seríamos la primera pareja en escabullirse en un salón de baile por un poco de privacidad. —Su mano se cerró en la de ella, levantándola—. Mantén tu máscara en alto, amor. Nadie sabrá que eres tú.

Pensó que al menos en eso, tenía razón. Rué había probado muchas apariencias de ladrón, pero ninguna tan dramática, tan increíblemente extravagante como esa. Estaba engalanada en un satén color esmeralda y una delicada red francesa atada en un corsé que estrujaba el aire de sus pulmones y la dejaba tambaleando en lo alto, tacones angostos que hacían que cada paso fuera un peligro. Pequeñas cuentas facetadas en azabache festoneaban las faldas en capas hasta llegar al dobladillo, daban la ilusión de pequeñas escamas perfectas. Hueso de ballena y alambre debajo de un tejido de oro formaban estrechas alas dobladas que se fijaban a su espalda, alcanzaban la cima de sus hombros y terminaban en puntas de daga cerca de sus caderas. No usaba peluca ni guantes; en cambio, estaba cubierta desde los cabellos amontonados en su cabeza hasta la misma punta de sus dedos en un pálido polvo metálico de oro, fino como el polvo de las hadas.

La Reina Dragón. Y Christoff que hacía juego con el satén y el polvo, las cuentas sembraban su chaleco de plateado y verde: el Rey Dragón. Oscuridad para su luz, noche para su día. No era de extrañar que el viejo marqués le hubiera prohibido a su esposa aparecer en público de esa manera. La marquesa había encargado los trajes para algún baile de máscaras hace mucho tiempo y luego los había guardado sin usar —incluso el polvo-hasta esa noche. Hasta que Christoff los recordó.

La mitad de la máscara de ella eran plumas en verde tornasolado, negro y azul con penachos que salían en los extremos. El mango era de ébano tallado.

El marqués levantó su propia máscara, idéntica a la de ella, y le dio una última mirada luminosa.

—Te confieso que te sienta muy bien ese vestido. Al igual que me gustaste en ropa interior.

Lo observó a través del orificio para el ojo de la máscara.

—En verdad dejaste de ser encantador.

—Eres la criatura más atractiva del mundo, dulce Rué, incluso escondida detrás de las plumas y las cuentas. ¿Qué te pareció eso?

—Adecuado, aunque falso.

—Entonces me malinterpretas. —Tomó la mano libre de ella y presionó sus dedos contra sus labios, oro con oro, enviando una ráfaga de calidez repentina y sensual que subía por su brazo. Su voz cayó a una nota más grave—. Soy completamente sincero.

Los ojos de él permanecieron a la altura de los de ella, fijos, serios, incluso mientras sostenía su mano. Ella lo miró fijamente, intentaba no sentir su corazón, intentaba no sentir sus labios, tan cálidos bajo su tacto, más suaves que las nubes.

Kit bajó la mirada; besó sus dedos y sonrió.

—Pobre Lady Cynthia. Se sentirá destrozada al darse cuenta de que no es la reina del baile.

Antes de que ella pudiera responder, colocó su brazo sobre el suyo y la llevó con él por el callejón. Rué se vio forzada a concentrarse en los adoquines para salvar sus tobillos; si uno de sus tacones quedaba atrapado, tendría que convertirse o arriesgar su cuello en la caída.

Miraba a ciegas hacia abajo, a las piedras. Él pensaba que era atractiva.

Llegaron a la parte trasera de la lavandería, a la vuelta de la caballeriza que olía a heno, hasta el lugar en el que habían estado juntos hada no más de dos horas. La luz del farol colmaba de ámbar el camino de la entrada y el cercado, y desdibujaba las cornisas barrocas de la mansión en un extraño detalle movedizo. La risa salpicaba el aire, doscientas voces parloteaban en una masa enardecedora. Y debajo de todo eso, sonaba el alegre estribillo de un minué. Rué se esforzó por distinguir la viola de la mezcla de cuerdas, cuernos y flautas, pero no pudo.

Mantuvo la máscara en alto y las pestañas bajas, fingió discreción cuando se toparon con el primer sirviente al borde del huerto, una criada de trascocina que buscaba un cubo, y el segundo, un lacayo que sólo murmuró algo y se retiró de su camino. Cuando llegaron a los jardines formales comenzaron a pasar junto a otras parejas, invitados felices por el vino, emperifollados en sedas chillonas y lentejuelas que no los disimulaban lo suficientemente bien en la oscuridad.

La neblina se extendía por el cielo. Detrás de ella una media luna había comenzado a elevarse, solitaria y distante, rodeada de bruma.

Fuera, en el patio descubierto que conducía al salón de baile, Kit se detuvo, alzó la vista hacia la noche. Su mandíbula se tensó. Las personas que estaban más allá de las puertas conformaban un mosaico de color y movimiento.

—El estrado de los músicos está a la derecha —dijo Rué—. Contra la pared del este.

—Lo sé. —Lo oyó tomar un respiro más largo que antes; él le echó una mirada de reojo—. Quédate cerca, ratoncito.

—Lo haré.

Entraron donde estaban los Otros. De manera instantánea, se sintió acosada por los olores, la luz y los sonidos, pero los años de una disciplina auto-impuesta la ayudaron a moverse con cuidado. Podía limitar la concentración a detalles específicos: el pellizco de los zapatos en sus pies, la percusión de madera del suelo, el brillo de la luz de la vela junto al cuenco de ponche, el olor del tabaco, el olor del azúcar, las palabras que pronunciaba con suavidad una dama vestida toda de rosa, la música…

La viola.

Merodeaban los límites del salón, se movían con lentitud porque debían moverse con lentitud, con las máscaras en alto, sin hablar. Alguien presionó una copa de champán en la mano de ella. Le enfrió los dedos hasta entumecerlos.

Y en este estado exaltado sintió que un cambio comenzaba a deslizarse por Christoff. Inefable al principio, sólo un remolino extraño y eléctrico que parecía tirar y reunir todo el aire alrededor de ellos, un espiral seco de calor, la luz y el frío sobre él. Su cuerpo se tensó. Sus zancadas se volvieron más largas, aún más. Incluso se le alteró el rostro; sus rasgos parecían endurecerse, las líneas tenues que lo demarcaban se alisaron como una piedra pulida. Debajo del polvo dorado estaba radiante y distante, para nada mortal.

Con cada paso cambiaba su misma esencia, el cazador dentro de él se elevaba obsesionado, de manera que para el momento en el que estuvieron a la vista de los músicos casi crepitaba en una energía oscura y ardiente, su brazo se había vuelto acero bajo el de ella, todo en él estaba tenso y se preparaba. Ella sostenía sus dedos de manera tan delicada sobre su manga cómo podía; casi la asustaba esta transformación: el hombre glamoroso se desnudaba para revelar la bestia oscura y silenciosa que vivía en él. Un Alfa.

La asustaba y la excitaba. No se había sentido de esta manera en la reserva. No había estado así con Mim. Sabía que tenía que buscar al fugitivo pero Kit atraía su mirada como una llama fatal, como una magia negra. No quería apartar la mirada.

—Ahí —dijo él bajo su respiración. Ella siguió su mirada hasta los músicos sentados en el estrado, violines habilidosos, pífanos y panderetas.

El hombre de la viola dio vuelta la cabeza, mientras aún tocaba, con el rostro escondido detrás de una máscara de terciopelo blanco. Los ojos de él encontraron los de ellos. El estómago de ella se estrujaba.

No lo había tenido en cuenta para nada. No había pensado en lo que podría resultar en verdad ese momento. Christoff era destrucción latente, era la rápida perdición, preparado para volar…

Tres hombres, había dicho él. Había matado a tres hombres. Y pronto podrían ser cuatro.

—Quédate aquí —le ordenó; sus labios apenas se movían y, sin pensar, ella trató de tomarlo del brazo.

—Espera…

—¡Langford! —Un hombre trastabilló ante ellos sonriendo, rodeado de un fuerte olor a alcohol—. ¡Aquí estás, viejo! ¡Cynthia dijo que podrías venir!

Era Marlbroke, ese presuntuoso sapo viejo, llevaba una larga barba postiza, una bata de seda roja bordada y un sombrero con forma de caja sobre la peluca coronado con una borla anaranjada. Sus ojos estaban inyectados en sangre al otro lado de la máscara.

—¡Excelente verte, excelente! Cyn está por aquí también. Es un ángel, ¿te fijaste en ella?

Rué soltó el brazo de Kit. Retrocedió un paso.

—¡Santo Dios, qué vestimenta! Déjame adivinar… eres unos de esos tíos griegos. Apolo, así es. Apolo, ¿no es así?

—No exactamente. —Ella escuchó lo que Kit le respondió, y dio otro paso hacia atrás.

El minué concluyó. Rué alzó la vista más allá de los bailarines que saludaban al estrado. La viola estaba sobre una silla vacía. El fugitivo no estaba en ningún lugar a la vista.

—¡Allí está! ¡Cyn! ¡Cynthia, mi niña! ¡Ven aquí, mira a quién encontré! ¡Vaya, no le eches a tu padre esa mirada, cielo! ¡Ven, te alegrarás!

Aunque Rué no hubiera sabido que la rubia Lady Cyn estaba cerca, la habría sentido acercarse. Cuando la joven se acercó, se golpearon los brazos; Rué estaba un poco mareada con el señuelo de perlas que llevaba Cynthia, eran gotas pesadas en su cabello y alrededor del cuello que se balanceaban desde sus orejas. Zumbaban como lo hacía Herte pero más ahumadas, más suaves. Qué fácil sería en la confusión del salón de baile deslizar un dedo detrás de la gargantilla para soltar el broche. Coger ese conjunto de perfección combinada en su puño y escapar.

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