Pero en cambio se puso de pie delante de la ventana con las manos a los costados, con un halo de luz implacable y brillante.
—Marlbroke tiene una hija —irrumpió ella.
—¿Y?
—Casadera. —Le echó una mirada por encima del hombro—. Es su segunda temporada. Su nombre es Cynthia. Prefiere que la llamen Cyn.
—¿Y? —apuntó él otra vez, luchando para mantener oculta la irritación de su voz.
Se dio vuelta para mirarlo.
—Se me ocurre que debe disfrutar de tener visitas para el té. Sin duda, visitas de caballeros ricos y atractivos.
Cynthia. No la reconocía. Apenas podía recordar al conde mismo, mucho menos a su hija.
—Supongo que podría esperar hasta la hora del té para ir.
Rué se encogió levemente de hombros.
—Nos daría la oportunidad de buscar tu ungüento primero.
Él la miró fijo, toda cubierta en oro como una niña con un baño dorado.
Una niña en pantalones.
Iba a hacerlo. Podía intentar detenerla, pero en el mejor de los casos, eso le haría ganar su enemistad. Y en el peor, el infierno. Estaba cansado de su hostilidad. Estaba cansado de intentar cortejarla y controlarla a la vez. Ella era demasiado inteligente para los halagos y demasiado independiente para rendirse a su voluntad sólo porque él quería que ella lo hiciera.
Se dio cuenta, sorprendido, de que lo que en verdad deseaba era ver esa sonrisa burlona una vez más.
Kit suspiró
—Necesitarías el uniforme de Marlbroke.
—Este es su uniforme. —Le dio un tirón a la manga de lana de estambre—. Me costó tres libras que le di a un muchacho que perdió el puesto por echarle miraditas amorosas a la altanera hija del conde. ¿Cómo crees que sé tanto sobre sus asuntos?
—¿Es altanera? —preguntó él, muy apacible.
—Me llamó rana saltarina a mis espaldas la primera vez que nos conocimos. —Rué comenzó a quitarse la chaqueta y la arrojó sobre la cama—. Si el fugitivo intentara robar sus perlas, probablemente lo ayudaría.
***
Kit suponía que Lady Cynthia Meir era el tipo de mujer joven que atraería a una fila de visitantes masculinos. A primera vista, su rostro poseía la bonita serenidad ovalada de una madona medieval, con amplios ojos azul verdoso y cejas perfectamente depiladas que se levantaban en los extremos dándole una mirada de alegría. Podría ser fácil suponer que esas cejas contaban la historia verdadera, hasta que uno observaba su boca: también bonita, pero cuando sonreía. Y entonces Kit recordó a Melanie. Ella también sonreía como un gato con la crema.
Él fue el destinatario de esa sonrisa con bastante frecuencia esa tarde. Cyn había introducido en su corsé una flor del pequeño ramillete de violetas y fresias que él le había traído, mientras todos los demás ramos languidecían sobre una mesa lateral. Se sintió el más idiota, ubicado entre sus jóvenes admiradores novatos como un maestro rodeado de sus alumnos sonrientes.
Ella no tendría más de dieciocho. Él bebía a sorbos el té y no perdía de vista a Rué. Se preguntaba si alguna vez había sido tan joven.
Había lacayos que pasaban de un lado a otro por el vestíbulo traspasando las puertas del salón, murmurando. Había sentido la presencia de Rué, su encantador escalofrío de relámpago y nubes, por momentos más cerca y luego más lejos, mientras circulaba por la casa. No sentía ningún otro drakon. No todavía.
Qué plan ridículo. Su único consuelo era pensar que si el fugitivo en verdad se dejaba ver, en el instante en que viera a Kit, probablemente sólo huiría. Rué estaría persiguiendo sombras. Estaría a salvo.
El tiempo se hacía eterno. Su pantorrilla latía. Resistió el impulso de abrir el reloj. En cambio, siguió la sombra que la ventana proyectaba desde el piano, que avanzaba desolada por la alfombra. Sin duda, el baile de máscaras comenzaría pronto. Observó a Lady Cynthia levantar los tirantes de su vestido al inclinarse hacia adelante para poner más azúcar en su taza. No parecía tener prisa por liberar a su multitud de muchachos enamorados. Sin embargo, si Kit pudiera disculparse, podría encontrar a Rué y llevarla con él, incluso si eso significara escapar por la chimenea…
—¿Y qué hay de usted, milord? —Cynthia lo miró aun sosteniendo la cuchara.
La miró con inquietud, intentando recordar de lo que se había estado hablando. ¿Galletas de semillas? ¿El tiempo? Era lo mismo que siempre había odiado sobre la sociedad: tratar con jóvenes de risita tonta y conversaciones triviales cuando en general todo lo que en verdad quería se podía encontrar en su hábitat natural, a cielo abierto, o de lo contrario, en alguna cama oscura y blanda.
La sonrisa de Cynthia se frunció en una mueca.
—Ah, vendrá, ¿no es cierto? Diga que sí. Sencillamente no será lo mismo sin usted.
—Yo sí que estaré allí, Lady Cyn —exclamó uno de los jóvenes—. ¡Seré un pirata! ¡Puede contar conmigo!
La dama ni se inmutó.
—¿Pero Lord Langford…?
Él pensaba en Rué, tan lejos de él, en el vestíbulo. Pensaba en todas las cosas que prefería estar haciendo esa noche, cada una de ellas la involucraba, antes que estar escondiéndose en un baile de máscaras.
—Por supuesto —dijo Kit con suavidad—. No me atrevería a perdérmelo.
Lady Cynthia recuperó la sonrisa. —¡Maravilloso! ¿De qué se va a disfrazar?
—Es una sorpresa.
—Pero, ¿cómo lo reconoceré? —protestó ella jocosa, dejando la cuchara sobre la espléndida bandeja de plata—. ¡Tiene que darme una pista! ¡Insisto!
—¡Vaya! Entonces… seré el que cuide de que usted no pueda ver —dijo Kit y bebió otro sorbo de té.
El jefe de los lacayos le informó a Rué que el tema del baile de máscaras era el Misterioso Oriente. No le resultaba claro precisamente qué aspecto de Oriente se suponía que representaba el salón de baile: las paredes y las columnas de alabastro estaban cubiertas en seda de color mora con racimos de gotas de cristal, y los manteles de lino sobre la mesa del ponche tenían quimeras con crines escarlata entretejidas. Largos lazos de perlas se balanceaban desde los candelabros (comprobó que todo estaba adherido con pegamento) y las plantas en macetas variaban desde palmeras lánguidas hasta enormes orejas de elefante. Habían esparcido pétalos de rosas alrededor de las fuentes de comida y de la pirámide de copas de champán, y el aroma picante que provenía de la cocina era definitivamente curry. Y tartas de queso.
El conde, un hombre muy moderno, había mudado la caja fuerte de la casa desde abajo hacia arriba, por lo que el pesado cofre que contenía las joyas de su esposa ahora estaba atornillado al suelo de su propia habitación, disimulado de manera discreta en el vestidor del dueño de casa. Rué había logrado examinarlo sólo una vez con anterioridad, a finales del año anterior. Ni siquiera el humo podría penetrar la cerradura; cualquiera que quisiera coger las perlas de Marlbroke tendría que esperar hasta que la puerta de acero se abriera. O hasta que las perlas estuvieran en la condesa.
O en su tonta hija.
Rué no se acercó a la caja fuerte. Como en el día ayudaba, no tenía una buena razón para estar en ningún lugar cercano a las habitaciones de la familia. Sin embargo, hasta ahora no había necesitado ninguna. Sabía que las perlas aún estaban guardadas de manera segura. De camino a la bodega, pasó al lado de un trío de criadas con el rostro colorado. Las tres discutían de manera feroz sobre quién había decorado la mejor peluca de milady por última vez, y dónde podría estar el conjunto de plumas de avestruz con tinte de orquídea.
Parecía que había problemas arriba. Si la condesa aún no tenía su peluca, entonces las perlas aún estarían guardadas. Las joyas siempre se reservaban para el toque final.
Rué trabajaba con eficiencia, tan duro como cualquiera de los hombres, con cuidado de no destacarse en el grupo más de lo necesario. Pero en un momento se encontró rezagada fuera del salón principal: la enviaron a lustrar los grandes espejos con bronce dorado que enmarcaban las puertas. Parte del hombro de Christoff quedaba visible para ella, su chaleco de color azul bronce de cañón, su brazo al levantar la taza de té. Estaba sentado con las piernas hacia afuera y los tobillos cruzados; lucía elegantemente masculino y relajado de manera extraordinaria. Apenas podía distinguir las vendas que había vuelto a envolver alrededor de su pantorrilla debajo del calcetín.
La risa de Cynthia parecía salir de la habitación con una regularidad irritante.
Rué exhaló con fuerza por la nariz. Lady Cynthia. Por el amor de Dios, estaría mejor con Mim que con esa imbécil.
Bajó la vista para mirar fijamente sus manos. El lienzo que usaba estaba arrugado entre sus dedos. Tenía las uñas cortas, sucias, con unos aros negros sin brillo que delineaban el blanco de las uñas. Había un rasguño en la palma de su mano izquierda por cargar una botella rota de oporto. Estaba sudando debajo de la peluca barata de pelo de caballo y dentro de ese uniforme de lana, y tenía un calambre en la espalda por toda la tarea de lustrar. Se sentía acalorada, y sucia, y todo lo opuesta a la hija fría y arrogante de Lord Marlbroke que se podía ser.
Le había contado a Mim la verdad, hace mucho tiempo: Rué no era una lady. Nunca lo sería. Podía robar tantas diademas como quisiera. Sin embargo, era estúpido, muy estúpido pensar en imaginar su vida como algo más que una ladrona.
Los tobillos del marqués se descruzaron. Bajó la taza de té y se inclinó hacia delante en su silla; miraba distraído a su alrededor en un intento por abarcar todo lo que le rodeaba.
Antes de que ella pudiera retirarse, sus ojos capturaron los suyos con una atención verde clara. Casi se sonrojó por haberla pillado espiando, pero entonces el mayordomo pasó dando zancadas. Rué giró la cabeza y apretó el lienzo deprisa contra el marco de bronce de la columna.
—Tú, ahí, joven —llamó el mayordomo haciendo una pausa para bajar su nariz hacia ella—. Sígueme.
Parecía que la polea que solía elevar y bajar la araña de luces del salón de baile principal se había atascado a mitad del recorrido al bajar. Y así fue como ella llegó para posarse en la cima de una escalera muy tambaleante con una llama encendida en la mano, iluminando con cuidado cada una de las ciento doce velas de cera de abeja en sus cálices de cristal tallado, cuando el fugitivo entró y pasó por debajo de ella.
Capítulo 13
—TE digo que lo vi —le dijo enfadada al marqués. Estaban parados sin mirarse el uno al otro fuera de la caballeriza, Rué frotaba la suciedad de sus manos, Christoff, en apariencia, fingía estar esperando el caballo que no había traído. El crepúsculo se extendía en una fina transparencia azul alrededor de ellos.
—No digo que no —respondió él, apenas audible—. Pero nunca lo sentí allí.
—Sin embargo estuvo —comenzó ella, y se detuvo cuando pasaron un par de mozos de cuadra que paseaban tranquilamente, ignorándola, inclinando la cabeza en reverencia a Christoff—. Y no creo que me haya visto —susurró en cuanto se fueron—. Nunca levantó la mirada hacia mí.
Él hablaba hacia abajo, a la suciedad y la paja.
—¿Era un sirviente?
Una nueva voz llegó, muy fuerte.
—Bien, entonces, esto es para ustedes. —El jefe de los lacayos arreaba un grupo de trabajadores hacia la caballeriza guiándolos con un farol en las manos enguantadas—. Hendricks les pagará. Es aquel que está en la puerta. Vamos, vamos. Dejen las chaquetas con la señora Tiverton. Tenemos encopetados que llegarán en menos de una hora, y los malditos no deberían verlos en grupo, ¿no es cierto? —El hombre vio a Rué—. ¡Tú, ahí! ¡Eh, tú! Vete con los demás, ¿eh?
Rué asintió con la cabeza y levantó la mano para esconder su boca, rascándose la mejilla.
—Llevaba una viola. Es músico.
Tuvo que alejarse antes de poder oír la respuesta de Christoff.
Desapareció en el crepúsculo, una ligera figura que pronto devoraron las sombras y el inquieto parpadeo de los faroles de los mozos de cuadra que iluminaban lugares precisos a lo largo del camino. Kit volvió a mirar la mansión Marlbroke, las cálidas ventanas doradas y las cortinas coloridas, el vistoso techo de yeso del salón de baile que se veía detrás de la ventana como el glaseado distante de un pastel de bodas.
Se acercó. Dejó flotar su mente, dejó que sus sentidos se elevaran… pasó la caballeriza, pasó el aire de la noche fría… pasó la piedra caliza, el mortero y los ladrillos, hasta la gente que se encontraba del otro lado de las paredes, hasta los pasos y las voces que parloteaban, hasta las especias y el ponche de frutas y la efervescencia seca del champán justo al descorcharse… hasta la prisa de la sangre, hasta el latido de los corazones, y algo más, algo que no estaba del todo bien…