Humedeció los labios, nerviosa.
—¿Vas… vas a hacerlo?
—Sí. —Su cabeza se inclinó hacia la de ella. Rué sintió sus labios contra su mejilla, suave como la pelusa de la semilla de cardo, apenas allí.
—Yo sólo…
—¿Qué? —susurró ella, mirando fijamente las sombras.
—Sólo me agrada mirarte.
Así que cuando la besó, ella sonrió un poco, sus labios se curvaron bajo los de él. A Kit le encantaba esa curva. Dejó que su lengua viajara por la dulce longitud de la boca, probándola, probándola, pero principalmente, lanzándose al límite de la razón. Cuando ella abrió la boca lo escuchó gemir, pero era débil y profundo, casi inaudible bajo el tronar de los latidos de su corazón. Era exactamente como la recordaba, suave y sabrosa. Las manos de ella hacían círculos sobre los hombros de él. Se inclinó hacia adelante en el beso, elevándose de puntillas, y lentamente clavó sus uñas en su piel.
Su límite más oscuro comenzó a desmoronarse. La leona rugió otra vez y la sintió retumbar en el aire, a través de él, sintió a Rué tensa y presionando contra él con los muslos apenas separados mientras su respiración se volvía temblorosa. Se aferró a él mientras profundizaba su beso de manera gradual, tomándose el tiempo para eso, atrayéndola, retirándola, enseñándole como aferrarse y separarse, para compartir lenguas y placer.
Ella hizo un sonido femenino en su garganta que sonó peligrosamente cercano a una entrega.
Con sinceridad, él no había tenido la intención de que fuese más que eso, un preludio de lo que podía darle. No obstante, el deseo corría a través de él en exuberantes ondas negras, borrando lo que quedaba de su noble moderación. Kit tuvo el pensamiento salvaje de empujar entre sus piernas y tomarla allí, en ese momento, de pie, los dos tan feroces e indomables como todo el resto de las criaturas que estaban a su alrededor. Sería natural, sería fácil; él quería y ella quería que él lo hiciera, ya sea que aún se diera cuenta por completo o no.
Comenzó a frotarse contra él, con pequeños movimientos agitados que se convirtieron en una extraña fricción apretada contra la excitación de él. Tuvo que tomarla de las caderas para detenerla.
—Espera —jadeó él. Dio vuelta la cabeza y la enterró en el cabello de ella—. Espera, Rué.
Estaba tan sonrojada y sin aliento como él. Él pudo hacerlo. Tan pronto como se ordenó a sí mismo que podía hacerlo, ella estaba preparada. La sintió temblar bajo la palma de sus manos. Sintió su calor, la sal en su piel. Olió su perfume, a lirios y a mujer.
Uno de los monos soltó un grito particularmente estridente. El cocodrilo le contestó, golpeando y protestando debajo.
Rué tomó un aliento más largo, lo contuvo. La suavidad dispuesta de su figura comenzó a tensarse. Sus brazos dejaron los de él.
No la volvió a acercar, aunque cada fibra de su ser le pedía que lo hiciera. En cambio, sacudió hacia atrás su cabello y le dio lo que debió ser una sonrisa en verdad cruel, aún incapaz de lamentarse cuando ella se alejó un paso.
—La próxima vez que hagamos esto tendremos que estar vestidos o en la cama —y con rapidez, antes de que ella pudiera decirle que no habría próxima vez, él se convirtió en humo, y se hundió en la guarida del cocodrilo.
La bestia que estaba sobre la arena lo miró mientras descendía, abriendo y cerrando la boca, pero al menos no corrió hacia el agua ni intentó embestirlo. De esta manera estaba seguro, nada podía tocarlo, pero tampoco podía tocar nada. Ni siquiera podía causar una ondulación de esta forma; para eso Kit necesitaba una forma sólida. Rozó la superficie del agua una y otra vez y sintió la llamada de Herte, el temor directo y primitivo por el otro cocodrilo, acurrucado en el barro debajo de él.
El estanque reflejaba un rectángulo de estrellas y a Rué inclinada sobre la baranda con el cabello colgando sobre sus hombros. Ella miró una vez detrás de sí, luego volvió a mirar hacia él.
Kit vagaba más alto y luego se convirtió en dragón para clavar las garras en la madera que bordeaba la parte superior del foso (no había lugar ahí dentro para volar). El cocodrilo en la arena se paró sobre sus patas abriendo la mandíbula. Kit estaba en su mayor parte fuera de su alcance, sin embargo el que estaba en el agua podía hacer cualquier cosa. Necesitaba que estuviera a la vista. Kit agitó su cola hacia la superficie, trazó una línea que pasaba rozando hacia la arena y que se rompió en flechas. Nada. Lo intentó otra vez —un blanco fácil, pequeño, sin protección— y el segundo cocodrilo se levantó como una pesadilla, más veloz de lo que él hubiera imaginado, haciendo surcos en el agua, ignorando que cerraría la boca en la pata trasera de Kit.
Se convirtió pero no con la suficiente rapidez; el cocodrilo cerró los dientes sangrientos en el humo y volvió a caer en el estanque con un tremendo chapoteo.
Entonces Rué llegó hasta allí, un destello color blanco y oro, un dragón que colgaba cabeza abajo en la pared más lejana. Desplegó las alas para tomar la luz de las estrellas. Fijó la mirada sobre los reptiles con ojos brillantes y abrió la boca para mostrarles sus propios dientes. Con lentitud, agitó las alas. No pudo hacer ningún ruido, pero de todas maneras, hacía un muy buen trabajo de intimidación. El segundo cocodrilo huyó al agua para unirse al primero; ambos se escabullían tan lejos de ella como podían, gruñendo y trepando uno sobre otro mientras presionaban la pared del foso.
Él no tenía que oírla para saber lo que pensaba: apresúrate.
Se convirtió en humano y de manera instantánea se dio cuenta de su segundo error. El estanque era profundo, mucho más profundo de lo que había pensado.
En lugar de pararse en el agua, se hundió en ella, apenas consiguió contener la respiración a tiempo. Y fue asqueroso.
Cerró los ojos y nadó cada vez más bajo hasta que tocó el lodo. Herte cantó su canción y él la escuchó. Hurgando en el barro encontró rocas y Dios sabe qué más, pero ningún diamante.
Se quedó sin aire. Subió de mal humor, escupiendo el sabor de su boca. En la superficie, Rué aún mantenía su posición. Le echó una brillante mirada dorada. Tenía las alas extendidas sobre la cabeza de él.
Los cocodrilos estaban inmóviles, paralizados por ella, anudados en un solo bulto gris con hoyuelos.
Se sumergió una vez más. Esta vez sabía dónde ir. Pataleó hacia la parte más profunda del foso y llegó al barro y lo apretujó entre los dedos, buscando, buscando…
Lo encontró. Apenas lo tocó, lo supo. Sentía frío en su puño, un frío abrasador; subió con un movimiento de tijeras hacia la superficie y tomó una gran bocanada de oxígeno levantando el brazo sobre su cabeza para mostrárselo.
Vierte brillaba entre sus dedos en un fuego púrpura que destellaba incluso en esa luz tenue. Con un gruñido por el esfuerzo lo arrojó hacia arriba, en el aire, en un arco lento que centelleó. Rué lo atrapó con la boca. Oyó el sonido contra sus dientes.
Se convirtió en humo, buscó el camino hacia el césped pisoteado junto al foso, se transformó en hombre y se tendió sobre el césped con los brazos abiertos y el rostro hacia el cielo.
Estaba herido y sin aliento, pero al menos estaba seco. Cuando se convirtieron, todo había quedado atrás, incluso el agua.
Una sombra cubría el torso de él, esbelto, deslizándose. Rué había brincado alto para salir del foso, y había quedado suspendida por un milagroso momento infinito en la noche antes de aterrizar delante de él. Sus garras derrapaban surcos en el césped. Escupió el diamante en el suelo cerca de los pies de él y se convirtió otra vez. El humo se volvió una mujer contorneada por las estrellas. Se sentó junto a él y plegó las rodillas contra el mentón.
Los gritos de la exhibición alcanzaron una nueva altura.
—Desearía tener comida para ellos —dijo ella después de un momento, apenas audible bajo el clamor.
—Prueba con los monos —dijo él—. Es probable que sean deliciosos.
—¡Dios mío! —De repente, se le acercó y le puso las manos sobre la pierna—. Estás sangrando.
Lo estaba, la herida se veía bastante mal, un líquido oscuro corría por su pantorrilla, las marcas de la mordida del cocodrilo perforaban hileras de pequeños círculos prolijos en su carne. Ante sus ojos, la sangre goteaba sobre sus dedos y borbotones de color escarlata goteaban por sus manos.
—Conviértete. —Ella lo miró con ojos insistentes—. Debes convertirte ahora para controlarlo.
—Aún como dragón sangraré —resaltó.
—En humo —dijo ella—. Te volveré a encontrar en Far Perch.
—No, ratoncita.
—¡No seas tonto! No podemos arreglar esto aquí. Convertirse en humo es lo único que te ayudará.
Si él fuera humo y ella dragón, ella tendría todo el poder real. Podría volar casi a cualquier parte de esa ciudad a la que llamaba hogar. Podría hacer casi cualquier cosa. En especial, porque sería el dragón que llevara a Herte.
—Te seguiré —dijo Rué—. Lo juro.
Sus manos aún presionaban con fuerza la pantorrilla de él, intentando contener la hemorragia. Sus labios descendieron en ese arco familiar y simpático.
Ella había pensado en nosotros.
Kit se inclinó hacia adelante, sacó el diamante y lo colocó en las manos de ella.
—Vuela alto. Es menos probable que te vean de ese modo.
—Lo haré.
Aún mientras mantenían la mirada, él se hizo humo ondulándose en la noche.
Capítulo 12
A RUÉ siempre le había parecido que Londres era una ciudad diseñada exactamente para ella, incluso para su clase. Desde sus primeros años allí se había adaptado con facilidad a su ritmo, en la red de trabajo de las calles, en la alta costura deslumbrante, en la comida gourmet, el servicio doméstico y en los entretenimientos como Vauxhall y Heymarket. Su propio secreto casi nunca había presentado un verdadero problema para su papel de la joven viuda Hilliard, pero a pesar de los placeres de su vida urbana, había una cuestión que nunca había podido resolver. No podía permitirse enfermar. No podía permitirse llamar a un médico. Nunca.
El drakon vivía y moría alejado de los Otros por innumerables razones; en la enfermedad, sus Dones se volvían peligrosamente impredecibles. Había oído que los miembros de la Comunidad que eran presos de la fiebre se convertían de manera incontrolada, cambiaban de dragón a humo, a humano, a dragón, todo el tiempo, sin despertar. Algunos hasta demolieron habitaciones. Un hombre arrasó su cabaña casi por completo dejando a la intemperie a su esposa y a sus cuatro hijos, hasta que el viejo marqués les dio albergue. Se necesitaba una enfermedad poderosa para humillar a un miembro de la Comunidad, pero una vez que la fiebre los atacaba, las consecuencias podían ser rápidas y desastrosas.
La idea la había atemorizado de una manera tan intensa que la única vez que se había contagiado de paludismo desterró a todos de su casa. Les dijo que era tifus y los envió a
Bath por quince días. También cambió las cerraduras. Por Zane. Por si acaso.
Far Perch era una prisión mucho más lúgubre, aunque más sofisticada que su propio hogar. Sin la presencia distante de los caseros del marqués, sin el concejo ni los guardias, Rué caminaba sola por los pasillos lustrados, sin importarle los candelabros de pared ni las lámparas, ejercitando el silencio mientras Christoff dormía arriba.
Era de día y bastante temprano. El hecho de que él aún estuviera dormido no era preocupante.
Lo había seguido hasta aquí, tal como le había prometido. Le había entregado el diamante, aliviada y arrepentida por dejarlo escurrírsele entre las manos. Vierte era especial, sin duda. Sostenerlo era como sostener un trozo frío del arco iris, algo tan extraño y mágico que parecía imposible de contener. Derramaba vida por su sangre, impregnaba de felicidad donde tocara su piel. Sin embargo, no valía su libertad. Por ello, la noche anterior se lo había devuelto, se aseguró de que se limpiara la pierna y se la vendara y luego, se retiró.
Aún estaba sobre la mesilla de noche de Christoff cuando ella se levantó esa mañana. Había espiado al pasar por la puerta para verlo titilar, una tentación silenciosa; junto a él, Kit era una sombra gris azulada que respiraba constante y superficialmente en la cama. Sólo pudo vislumbrar la caída del cabello rubio por la almohada.
Pronunció su nombre. Él no despertó. Cerró la puerta y se fue sigilosamente.