«DIRECTO DESDE EL CORAZÓN MÁS OSCURO DE ÁFRICA. UNA DE LAS BESTIAS MÁS MALÉVOLAS DE LA NATURALEZA».
—Esto es insoportable —murmuró Rué—. La hiena tuvo la misma reacción hacia ellos que cualquier otro animal en ese lugar: temor chillón y profundo. Era aún peor que el hedor.
La muchacha habló por el pañuelo de encaje que sostenía en su nariz.
—Ningún fugitivo en su sano juicio vendría aquí, mucho menos escondería un diamante en algún lugar de este desorden.
—Sin embargo, eso es lo que lo hace tan perfecto —dijo Christoff, sin molestarse en bajar la voz—. Sería un movimiento brillante por su parte. Piénsalo. Nunca visitarías una reserva de bestias, ni siquiera por accidente.
—No de manera voluntaria.
Dos criadas paradas junto a Rué habían apretado sus rostros y metido sus dedos en los oídos. Un niño pequeño que se movía entre ellas imitó su postura con los codos hacia fuera. El pequeño rompió a reír mientras las mujeres lo echaban de un empujón.
—No tiene sentido. —Rué puso su mano sobre el brazo de Christoff y lo llevó hacia un refugio de árboles más alejado del sendero—. Perdimos cualquier elemento sorpresa en este punto, si es que él alguna vez estuvo aquí.
Christoff le echó una mirada de reojo.
—¿No lo sientes? —dijo ella bruscamente—. ¿El sol? ¿El viento? ¿El terror desesperado?
—El diamante.
Hizo una pausa y alzó la vista hacia él. Los aullidos penetrantes de la hiena que eran ahora una palpitación rítmica; el hombre calvo de la puerta había tomado un atizador y lo utilizaba para golpear la caja de madera mientras la hiena, atrapada adentro, gritaba más fuerte.
—Calla … tu … hocico … bastarda … miserable…
—Discúlpame —le dijo Christoff y regresó caminando hasta la jaula.
Tomó la muñeca del cuidador con un solo movimiento, lo detuvo precisamente en el aire y luego le dio una fuerte sacudida. El atizador cayó de sus dedos. Sonó como una campana contra los barrotes de hierro y se clavó de lado entre los mismos. La hiena se encogió y aulló.
En un repentino silencio cercano, Rué pudo oír hablar al marqués, misteriosamente bajo.
—No quiere hacer esto.
—¡Eh!… ¿Qué maldito…?
—Escúcheme, amigo. No querrá hacer eso otra vez.
—Yo…
Rué comenzó a caminar hacia ellos. La hiena le echó una mirada, puso los ojos en blanco y reanudó su aullido una vez más, con un eco de algo que sonaba como a monos en algún lugar cercano. Para ese momento, ella ya estaba lo suficientemente cerca como para oírlos otra vez. El cuidador, lentamente, asentía con la cabeza.
—No quiero hacer esto.
—Quiere limpiar su jaula y ofrecerle agua fresca.
—Sí.
—Paja —exageró Rué.
—Paja nueva —dijo el marqués—. Y un bistec adicional para esta noche. En realidad, dele el suyo.
—Sí.
—Muy bien. No lo olvide.
—No.
Christoff se agachó para tomar el atizador y se lo devolvió al hombre.
—Guárdelo.
El cuidador dio vuelta y se marchó, ni siquiera miró a su alrededor, a los frenéticos animales enjaulados. Rué y Christoff volvieron al recoveco de árboles y la hiena disminuyó los aullidos profundos de su garganta.
—Impresionante —dijo ella—. ¿Siempre has podido hacer eso?
—Casi siempre. Sólo funciona en seres humanos, por supuesto, y los efectos tienden a ser temporales. ¿Qué hay de ti? Tienes todos los demás Dones. ¿No puedes hacerlo?
—A veces —admitió ella, y él sonrió, cálido y sobrecogedor, no con una sonrisa que ella quisiera que alguien más pudiera ver.
—Todo lo que se necesita es práctica, preciosa.
—¡Comte!
—Comte —acordó él inclinando la cabeza—. Y hablando de práctica…
—Sí, lo siento —dijo ella, y para su sorpresa, era verdad. Cerró los ojos intentando captar esa sensación, distante y escurridiza que bailaba como una llama en el horizonte detrás de sus párpados—. Es débil. Sin embargo… Herré estuvo aquí.
—Creo que aún lo está. ¿Sientes al fugitivo?
Lo intentó por un momento más prolongado.
—No.
—Aun así, uno de dos, no está mal para nuestro primer día. ¿Nos animamos por este camino, monsieur?
Se dirigieron por el sendero hacia un corral que tenía una pantera de ojos del color de la luna, arqueada hacia atrás en un rincón con los pelos de punta, les protestaba una y otra vez. Un grupo de colegialas se acercó demasiado a los barrotes, gritando y ondulando sus dedos hacia ella.
—Fue amable de tu parte —dijo Rué, bajando su respiración—. Lo que hiciste allí atrás por esa criatura.
—Bueno, ¿quién sabe? —El marqués le echó una mirada a través de sus pestañas al felino erizado—. Si el mundo hubiera girado sobre un eje diferente, podríamos haber sido nosotros los que estuviéramos en esa jaula.
La reserva no era grande, no según los parámetros de Londres, pero aun así les llevó la mitad de la tarde recorrerla de principio a fin. Christoff insistió en que se detuvieran en cada jaula, absorbiendo el alboroto inmediato que provocaban mientras intentaban sentir el latido de Herte una vez más. Y así siguieron sus sentidos como un viejo juego de niños, in tentando descubrir el objeto escondido, deambulando por los árboles. Frío aquí, más tibio allí, tibio, tibio. Caliente.
No pasó mucho tiempo antes de que Rué entendiera que él la guiaba, que cuando ella se detenía o vacilaba, él la esperaba. Dos veces en las que no había nadie cerca le extendió la mano izquierda y le mostró cómo alinear las puntas de sus dedos con las de él, pulgar con pulgar, índice con índice y así sucesivamente, el más mínimo roce enviaba ondas de sensación a través de ella.
—Ahora —susurró él debajo de los chillidos ensordecedores de un par de papagayos rojos—. Inténtalo ahora.
Y con la energía añadida de él, algo en ella brilló. Rué ya no cerraba los ojos para sentir el poder de la piedra que buscaban. En cambio, miraba a Christoff, en una mirada tan clara como una esmeralda sostenida a la luz del sol, un verde que era una luz translúcida combinada con cristal.
Incluso hacía que el dolor de cabeza producido por los papagayos pareciera menos penetrante.
Sin embargo, el diamante no estaba con los loros.
Mientras el sol descendía en el cielo quedaron de pie juntos, delante de los últimos cercados. La mayoría de los animales por fin parecían haber quedado exhaustos de estupor. Sin embargo, la exhibición ya casi no tenía visitantes. Los gorriones de esa mañana no habían regresado; hubo largos minutos espeluznantes de silencio exceptuando el bullicio de la ciudad más allá de los árboles. La luz del día comenzaba a disminuir en oro nocturno, sombras moteadas de hojas a través de un foso estrecho lleno de rocas y agua sucia, y una capa de suciedad amarillenta que flotaba en líneas largas y serpenteantes.
«COCODRILOS» anunciaba el letrero que estaba delante del foso. «PELIGROSOS COMEDORES DE HOMBRES DEL GRAN RÍO NILO DE CLEOPATRA».
Una de las rocas se balanceó en el agua para convertirse en una cabeza maciza que destrozó la moteada superficie negra del agua y abrió la boca en un inmenso bostezo apetecible. Les protestó, sacudiendo la cola.
—Al menos no grita —observó el marqués.
—No puede estar aquí dentro —dijo Rué consternada—. ¿Cómo pudo ponerlo ahí dentro?
—Tal vez lo arrojó.
—Pero ¿por qué?
—Como una broma. Como un desafío. Porque no quiere que nadie más lo tenga. No tengo ni idea. Todo lo que en verdad importa es que el diamante está ahí abajo, ratoncito.
Estaba. También lo sintió. Otro cocodrilo se unió al primero después de salir de un ángulo para intentar morderlos mientras su garganta vibraba con un fuerte gruñido enfurecido.
Dulce misericordia. ¿Qué iba a hacer ella?
—Nada, por el momento —dijo Christoff y entonces Rué se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Indicó con la cabeza hacia el par de empleados que se dirigían hacia ellos—. Parece que la exhibición va a cerrar. Tendremos que volver esta noche.
—Para entonces ya podría haberlo cogido.
—Francamente, mejor él que nosotros… Si me ahorrara el problema de meterme en el estanque del cocodrilo, le estaría agradecido. Sin embargo, no creo que lo haga… Tengo la sensación de que en algún lugar de ahí fuera —agregó él con seriedad—, nuestro ladrón fugitivo se ríe por lo bajo.
Fiel a su palabra, en las horas oscuras del anochecer, el cuidador le lanzó a la hiena un bistec adicional, que aterrizó como una bofetada húmeda contra el suelo de paja y metal. El animal brincó hacia él de manera instantánea, arrebató la carne para llevarla hasta su cajón sin quitar en ningún momento los ojos del viejo tejo retorcido que crecía cerca de su jaula, donde Rué y Christoff se agazapaban entre las ramas más altas que pudieran soportarlos.
La noche caía fría y profunda sobre ellos. Una leve brisa fresca extendía colores brillantes en las estrellas.
No había grandes árboles cerca de los cocodrilos, sólo arbustos y espacio abierto.
El cuidador se fue enfadado. Desde el tejo, siguieron su camino de regreso hacia la deteriorada cabaña en el límite de los terrenos. Cerró la puerta de un golpe.
La hiena les gruñía entre mordiscos, sujetando la carne entre sus garras, rasgándola en pedazos con frenetismo. Rué pensaba en los cocodrilos y temblaba. Kit lo notó; ella sintió la mano de él sobre su cabello, una suave palmada en su espalda. Cuando lo miró, las curvas de sus labios se levantaron en una sonrisa diabólica. Luego, se convirtió en humo enviando un suspiro a través de las hojas a su alrededor.
Ella lo siguió por las copas de los árboles hasta el foso, tomando su forma junto a la de él, bien atrás del borde. Los monos del sendero comenzaron a chillar y luego a aullar.
De manera instintiva ella echó un vistazo a los arbustos y a las sombras. Sin embargo, no había nadie más cerca, no había Otros, no estaba el fugitivo. Los monos despertaron a la leona solitaria que soltó un rugido que destrozaba los oídos.
Rué se llevó una mano a la frente. Sentía que el dolor de cabeza volvía lentamente.
El foso en sí mismo era poco más que una zanja turbia, pero profunda. Los cocodrilos nadaban a unos siete pies por debajo de ellos, contenidos por la pendiente inclinada de los costados y una baranda de madera estropeada. En uno de los extremos del foso había una pequeña playa arenosa donde una de las criaturas los miraba con nerviosismo, respirando por la boca. El otro aún tendría que estar en el agua, pero con la escasez de luz, Rué no podía encontrarlo.
Christoff estaba parado tomado con ambas manos de la baranda, mirando hacia abajo. Ella se iba acostumbrando poco a poco a verlo desnudo.
—No me agrada tu plan —dijo ella por, quizás, décima vez.
—Lo siento. —Contemplaba el foso, concentrado, frunciendo el ceño—. Es lo mejor que tenemos. Tú dijiste que no puedes nadar. Eso hace que yo vaya al agua, y tú vigiles la costa.
Llegar hasta el fondo no representaría ninguna dificultad, pero encontrar el diamante en el lodo, sí. No podían tomarlo en forma de humo. Tendrían que tener forma humana o bien, de dragón. Y los límites del foso hacían imposible que ambos fueran dragones.
Rué se unió a él en la barandilla.
—¿Y si se lo comieron?
—Esperemos que no. Sus vidas aquí son bastante desdichadas. No deseo lastimarlos, ni siquiera por Herte. Sólo tendríamos que esperar hasta el final.
—Esperar hasta el final…
—Sí. Y creo que en verdad preferiría esto a aquello. —Se incorporó—. ¿Estás lista?
—Sí.
Él asintió con la cabeza, su mirada recorría la longitud del cuerpo de ella a propósito, con lentitud, como para memorizarla de pie.
—Entonces, ¿me das un beso… —preguntó él, inmóvil— para la suerte?
Sintió que su corazón se aceleraba. Sintió que el rostro se enardecía.
—¿Ves? Te lo pido, no te lo exijo. —Levantó las manos hacia ella, con las palmas hacia arriba—. Incluso el más brutal de nosotros puede aprender.
Rué dejó caer la mirada hacia el suelo, incómoda.
—No creo que seas brutal.
—Gracias a Dios. Iba a destacar que aquel tipo de allí abajo tiene mucho peor aliento que yo.
Rió bajo sacudiendo la cabeza, pero por entonces sus dedos se curvaron alrededor de los de ella.
—¿Eso es un sí, ratoncita?
Inspiró: calor, y animal. Él.
Rué levantó el mentón.
—Sí.
Al principio, todo sucedió de manera tan suave, tan lánguida, mientras las manos de él llevaban las de ella detrás de su espalda de tal manera que tuvo que acercarse a él, hasta que sus pechos se tocaron. Tan pronto como lo hicieron sus dedos se soltaron; pasó la palma de su mano por la espalda de ella, una mano en la cintura y la otra se elevaba para tomar su cabeza. Ella sintió que su cabello se hacía un ovillo y se deslizaba por sus dedos. Sintió el aire fresco en su piel y el grato calor del pecho, el estómago y las caderas de él. Sus ojos recorrían el rostro de ella con la intensidad de los párpados a medio cerrar; ella llevó una mano a la pendiente del hombro de él, dejándola allí. Quedaron allí parados juntos en la oscuridad plena, suave y firme, mientras su estómago se anudaba y su cabello se movía con la brisa.