En la mente de Kit, ambos ya estaban debajo de las sábanas y él ya probaba su piel…
—Es viernes —dijo Rué.
Kit cerró los ojos, no deseaba moverse.
—¿Lo es?
—Y está amaneciendo.
…ella estaba debajo de él, sus manos lo abrazaban, deslizaba su pie hasta su pantorrilla…
—Así que comienzan nuestras dos semanas. Y sé por dónde comenzar.
Kit abrió los ojos.
—¿Alguna vez visitaste el establecimiento de Madame Leveillé? —preguntó Rué.
Era uno de los más infames burdeles de Londres, un lugar tan exclusivo que era una especie de Santo Grial entre el círculo de Cambridge; la mayoría no podía entrar.
A Kit lo habían invitado dos veces.
—No —dijo a secas, lo que le permitió ganarse una sonrisa.
—Yo tampoco. Pero conozco a un conde que lo conoce bastante bien… y a su propietaria —bajó la mirada y contempló las manos entrelazadas; con una reacción tardía, soltó la suya.
—Bien, empezaremos allí.
Capítulo 10
ALQUILARON un carruaje hasta la casa de Leveillé dos caballeros engalanados en encajes que partían en el fresco de media mañana hacia el silencio gris e imponente de Threadneedle. Rué le permitió al marqués pagar el gasto.
Aún era demasiado temprano para lo que se solía ver; las personas que se desplazaban en ese momento por la calle eran empleados bancarios o bien hombres como el que ella fingía ser: la crema de la sangre azul de la sociedad. Se movían de manera perezosa por las aceras que llegaban y partían del lugar.
Ahora ella era el conde. Se sentía más cómoda con esa vestimenta. Era como una segunda piel que le calzaba bien hasta la última puntada. La peluca, el abrigo de terciopelo color azul verdoso, el estoque, los calcetines con costura y el reloj de bolsillo, el anillo de sello de oro que había designado para su dedo. Conocía a esta persona tan bien como a ella misma, a su verdadero yo. Que al marqués le gustara o no, era irrelevante.
No le había permitido entrar a su casa. Él había estado de acuerdo en permanecer fuera hasta que estuviera lista, hasta que los sirvientes estuvieran ocupados y ella pudiera escabullirse otra vez. Y aún entonces, sólo la observó de arriba abajo con ojos color verde pálido, prestó especial atención al estoque en su cadera, sin decir nada. Se marchó y consiguió un coche de alquiler.
Mientras el cochero contaba el cambio, se abrió la puerta pintada de color ciruela de Leveillé. Rué mantenía la cabeza baja y miraba sin mirar mientras un caballero salía de las sombras doradas del interior aceptando de parte del portero sus guantes y su bastón con un cuidado exagerado. Era más joven de lo que normalmente ella encontraba allí; mientras brincaba la escalinata enlodada tambaleó dos veces, su sombrero se ladeó hacia atrás y su chaqueta se desabotonó para revelar un chaleco de un intenso color anaranjado con rayas amarillas. El hedor ardiente a brandy la alcanzó mucho antes de que pasara el mismo caballero. Rué le sonrió a la acera. La casa de Leveillé servía sólo lo mejor.
El aire fresco parecía absorberlo. El hombre se movió con más rapidez hacia el cruce más cercano, donde un Landau negro brillante llegó a buscarlo.
No había ninguna pista sobre la verdadera naturaleza del negocio que tenía lugar detrás de la puerta de Madame, pero de todos modos los carruajes con escudo real tendían a permanecer a una distancia prudente.
Christoff terminó con el coche. Ella escuchó el «¡Arre! ¡Arre!» del cochero mientras los caballos brincaban hacia adelante y el acero de las ruedas rechinaba contra la piedra.
Ella aún esperaba. Sus ojos miraban hacia abajo y de esta manera tenía la excelente posibilidad de ver una parte del zapato izquierdo de Christoff: el cuero fino y veteado brillaba hasta resplandecer, la hebilla de plata maciza con incrustaciones de topacio que se venderían por más de lo que ganaría una camarera en diez años.
Podría vivir durante tres meses con esa hebilla. La casa, los sirvientes, la comida, el carbón y el transporte: tres meses. Y apostaría a que él apenas lo había notado pegado en la correa de su zapato.
Rué habló en voz baja, levantando la mirada hacia él.
—A partir de este instante, soy el conde du Lalonde, un aristócrata con propiedades en Corréze e ingresos suficientes para derrochar como me plazca. Juego, bebo y disfruto de las mujeres.
El rostro de él mantenía una especial solemnidad tensa, una expresión que podría haber ocultado melancolía o diversión o cualquier cosa en el medio.
—Es imprescindible que no olvides nada de esto mientras estemos aquí. No me llames por mi verdadero nombre. No me trates como a una mujer.
—Intentaré recordarlo, conde.
Diversión. Ella estrechó sus ojos.
—Si no vas a tomarlo con seriedad, bien podrías marcharte ahora.
—No sin ti.
—Entonces, al menos, sé útil. Si me miras de esa manera mientras estamos ahí dentro, la gente se preguntará por qué estamos dándole la lata a las putas.
La mirada de él se oscureció, su boca se convirtió en una línea. Lo había ofendido. Bien. La había observado toda la mañana mientras creía que no podía verlo, sus rasgos despertaron, sus ojos eran feroces… como si fuera a comérsela, como si fuera a devorarla. Sin embargo, debajo de esa mirada había algo aún peor. Debajo había algo que destellaba y se prendía en el pecho de ella, ternura, reconocimiento y un disperso dolor vacío que parecía penetrar en su propio ser.
Esto hizo que su estómago vibrara y su corazón se estrechara. La hizo volver a deslizarse en el recuerdo de sus besos, de su sabor, detenidos como la miel del otoño en sus labios.
«…deseo oírte pronunciar mi nombre con tu boca cuando esté dentro de ti…».
Era mejor tenerlo enfadado. De esta forma podía desterrar esos recuerdos.
Rué se quitó el sombrero y acomodó los rizos azul plata sobre sus hombros.
—No te presentaré. Sólo quédate conmigo e intenta parecer…
—¿Sí?
—Menos adusto. Estás aquí por placer, Lord Langford.
Los labios de él se curvaron en esa sonrisa desnuda y familiar; lucía tan cordial como un lobo en una jaula.
—Tres bien. —Se dio la vuelta para seguir el camino que subía las escaleras.
El mayordomo y todos los conserjes conocían al conde du Lalonde. No había ido con frecuencia, sin embargo a ellos se les pagaba para recordar los rostros, así como lo hacían con las capas y los bastones; la recibieron con reverencias formales, el marqués estaba justo detrás de ella. Los acompañaron a una sala de estar al frente de la mansión y con toda amabilidad, los dejaron solos.
—Qué clásico —dijo Christoff levantando una estatuilla pintada de un ciervo y una liebre que se encontraba en un secretaire. Su mirada recorrió la alcoba.—Esperaba terciopelo en las paredes y un narguile, al menos.
—Siento decepcionarte. —Ella se puso de pie junto al sofá color rosa satinado con una mano sobre su estoque, mirándolo malhumorado contra la ventana. Se debilitaba contra
los cristales, un hombre sombrío que rondaba entre las cortinas de gasa y un friso de yeso de fleur-de-lis y hiedra. Un florero dorado coronado de grandes tulipanes color crema en el rincón. Agitó su perfume al pasar.
—¿Tu fugitivo es cliente habitual de aquí?
—Tal vez. Sabrá de esto de cualquier manera. No obstante vinimos a ver a otra persona.
Kit le dio un golpecito con un dedo a un tulipán, haciendo que los pétalos y el tallo temblaran.
—Se mueve en círculos enrarecidos, Monsieur le Comte.
—Cuando debo hacerlo.
Una nueva serie de puertas se abrió; conducían hacia el interior de la mansión. Una mujer entró al cuarto avanzando hacia Rué con las manos extendidas. Bien podría haber llegado directamente de una noche en la corte, con su remilgado vestido de seda que brillaba con hilos en bronce, con ópalos blanquecinos en la garganta, orejas y muñecas. Sin embargo su cabello, que era profundamente pelirrojo y estaba completamente desatado, flotaba detrás de ella en rizos ondulados.
—Conde du Lalonde —saludó Mim con su voz más culta. Rué aceptó ambas manos, haciendo reverencia sobre ellas
—Cherie.
Mim se dio la vuelta hacia Christoff. Por un instante Rué notó cierta expresión en la apariencia cuidadosa de la otra mujer, el más leve destello de emoción detrás de los ojos gris claro. Sin embargo cuando habló, lo hizo con su experto tono habitual.
—¡Y veo que has traído a un amigo! Bienvenido, milord
El marqués de Langford inclinó la cabeza sin sonreír pero al menos con un matiz menor del aspecto lobuno que tenía antes. No parecía estar totalmente impávido ante los encantos pintados de Mim, dejó caer su mano sobre la de ella ni demasiado rápido ni demasiado lento. Miró a la cortesana con lo que a Rué le pareció que era algo más potente que mera curiosidad. Sintió una ráfaga de enfado, y con rapidez la aplacó.
No le importaba quién le gustaba. Mim era hermosa no importaba.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Mim trasladando la sonrisa de vuelta a Rué—. Venga, milord. Por favor, ambos, entren.
Rué le ofreció el brazo. Mim lo aceptó con un tacto tan frío y ligero como el aire. Juntas ingresaron al salón que comunicaba con la sala; Christoff caminaba detrás.
Esperaba encontrar terciopelo y narguiles; bien, ahora tenía una muestra más próxima a eso. Más allá de la ostentosa sala de estar, la casa de Leveillé se transformó en una criatura más exótica, ya que las ventanas desaparecieron y la única iluminación vertía de candelabros de vidrio esmerilado en sombras de rubí, perla y oro. El techo no estaba cubierto de terciopelo sino de un rígido fustán; los cuadros en la pared mostraban momentos pálidos de hombres y mujeres fornicando en medio de harenes misteriosamente suntuosos o alcobas de palacios.
Detrás de las puertas cerradas por las que pasaron llegaban indicios esporádicos de lo que había más allá: la risa de una mujer, acallada y luego interrumpida; la pequeña salpicadura crispada de un líquido contra un cristal o una piedra; una respiración frenética; la secuela murmurada del opio; un violonchelo, solo, tocando un pasaje de profundas notas resonantes.
El opio la mareó. Intentó contener la respiración hasta que pasaron el lugar.
Mim giró la cabeza.
—¿Van a desayunar? ¿Champán? ¿No? Entonces no importa; tal vez encontremos otra cosa para tentarlos.
Ingresaron al centro del edificio: una alcoba rectangular llena de sofás, sillas, gordos almohadones y un clavicordio en una de las esquinas que era tocado por una joven con piel caramelo y ojos de un negro endrino de manera muy suave. Allí había menos hombres de los que Rué había visto con anterioridad, sólo cinco —dos de los cuales reconocía— a los que un coro de mujeres provocaba y manoseaba. Sin embargo, era de mañana. La mayoría de los clientes de Mim ya estarían en los cuartos, o se habrían marchado a sus hogares con sus esposas.
La joven del clavicordio los miró mientras entraban. Sus manos se levantaron de las teclas; se puso de pie y se dirigió hacia ellos con un aplomo pausado.
—Gaétan —dijo sonriente y apretó un beso sobre la boca de Rué. Habló en francés mientras se entrelazaba en su brazo.
—¿Acaba de llegar? Como lo he extrañado.
Rué contestó en el mismo idioma.
—Y yo a ti, querida. He estado fuera de la ciudad, pero como ves, te traje una chuchería de Calais. —Sacó un relicario redondo de oro del bolsillo de su chaleco. Estaba suntuosamente envuelto y atado con una cinta azul marino intenso. La joven (el nombre que usaba allí era Portia) se retiró bailando mientras aplaudía y atraía toda la atención del cuarto.
Rué sabía lo que les debió haber parecido a esos caballeros embriagados con vino; sabía cómo esperaba que la vieran. Pero en ese momento se le ocurrió que Kit Langford era en verdad su comodín. Él podía aprovechar el momento o arruinarlo todo, y era imprescindible que no lo arruinara.
Sin embargo, parecía impasible, casi aburrido, parado apoyando todo su peso sobre un pie y con las manos detrás de la espalda. Parecía estar mirando a la pareja del sofá más cercano: el hombre estaba con la corbata desatada y la cabeza apoyada en los almohadones, la mujer tenía las manos curvadas alrededor del brazo de él. Entonces la mirada de Kit se trasladó a la de ella. Los ojos de él ardían en un verde intenso, muy intenso.
—¿Pero está vacío? —exigió Portia, haciendo una pequeña mueca de berrinche muy atractiva—. ¡Para esto debo tener un mechón de tu cabello!