Rué observó su sonrisa felina, feroz y brillante.
—Y en verdad lo estamos. A nuestro modo.
—¡No creerán nada de eso!
—Quizás estés en lo cierto. Yo diría que mi reputación sobrevivirá.
Rué comenzó a ponerse de pie.
—Me voy a mi casa.
Con mayor rapidez que la luz, más veloz que ella, Kit subió por la escalera hacia la cúpula y colocó sus cálidos dedos sobre su muñeca.
—Lo lamento muchísimo, Rué, pequeña, pero tendremos que fijar algunas reglas nuevas entre nosotros. Adonde tú vas, voy yo. Si deseas salir, te acompaño. Mi casa es tu casa… incluso ese refugio secreto que tanto proteges. No soy tan delicado como para evitar dormir en el suelo si lo necesitara. Pero permaneceremos juntos.
—Si realmente crees que puedes encontrarme en cualquier lugar, milord, no entiendo por qué insistes en que nunca estemos separados.
—Disfruto de tu compañía.
—Dios, si fuera mutuo…
Kit dio un paso hacia ella en la oscuridad.
—Podría ser.
El pecho de Kit rozó el de Rué; fue una descarga eléctrica y veloz sobre sus sentidos. Los dos fueron tomados por sorpresa; ella quedó congelada al igual que Kit, el aire a rayas y las paredes de madera de pronto eran demasiado densas; ocupaban demasiado lugar allí. Rué intentó no inhalar, trató de contener la respiración pero no pudo lograrlo: con cada inhalación y exhalación del pecho, sus pezones lo rozaban y sintió un ahogo feroz y caliente en sus pulmones, un dolor terrible que le recorrió todo el cuerpo y la dejó atontada y sin fuerza en las piernas.
Kit era tan ardiente. Estaba tan cerca. Un solo rayo de luz color ámbar yacía sobre las pestañas marrones de Kit y le daba una tonalidad verde jade a sus ojos que se deslizaban hacia abajo, una búsqueda pausada de su rostro.
—No… —murmuró Kit e inclinó su cabeza, sus labios buscaban los de ella.
Rué desconocía que un beso pudiera ser tan suave.
Con sus disfraces, durante sus años en Londres (el conde que había inventado, camareras, costureras, una vez incluso una cortesana con Mim) había aprendido sobre besos y lo suficiente sobre los modales de los cortesanos para mantenerlos cerebralmente fríos. Un beso era tan sólo otra arma, tan útil e impersonal como un revólver o una espada.
Nunca antes había besado o había sido besada con pasión, con dulzura. Desconocía lo que significaba tener a un hombre que le explorara los espacios recónditos de su boca, que deslizara sus labios sobre los suyos, tan lentamente, tan dulcemente que ya no fuera posible respirar, que ni siquiera fuera necesario hacerlo. Sentir sus manos sobre el cuello, sus pulgares sobre las mejillas, una caricia al igual que lo que hacía su boca, en círculos exquisitos y apasionantes. Barba áspera, lengua dulce. El sabor de él, el aroma a almizcle. La pared detrás de ella, pero la fiebre de Kit por delante, mientras la capturaba sólo con sus dedos y con sus labios, sus cuerpos nunca tocándose… y sin embargo, le quitaba la magia y se la llevaba, y se la volvía a ofrecer con cada caricia lánguida.
Su cabello formaba una cortina de oro y seda entre ellos, una niebla de color. Ella sintió la luz y el ardor, una hoja rozada por el viento más allá de todo lo conocido; ella recordó a alguien en la distancia… un barón, una noche en un baile… que dijo sobre ella: «los labios como cerezas rugosas, un mordisco colorado y maduro». Y ella nunca había medido la profundidad de semejante declaración hasta ese instante.
—¿No, qué? —quiso saber Rué, su voz como una fina hebra.
—¿Mmm? —Kit le acarició la garganta con la nariz. Ella sintió sus dientes contra la piel.
—¿No, qué? —preguntó una vez más, mientras sus propias manos ascendían hasta los hombros de Kit y encontraban sus suaves curvas; el modo en que sus músculos se sentían como rocas flexibles; se rendían y no lo hacían. Kit llevó su boca nuevamente hacia la de ella mientras Rué arrastró lentamente la palma de sus manos por su brazo y de nuevo hacia arriba. Había algo incómodo que se despertaba dentro de ella, ardiente y desconocido.
Kit no dejó más espacio entre ellos dos. Esbozó una sonrisa contra su sien.
—Que no te muevas. —Su cuerpo era un cielo puro y duro contra ella; sus labios examinaron con prisa su nariz, sus mejillas, su mandíbula… Pequeños y dulces besos que se convirtieron en un gemido mientras sus cuerpos se alineaban en un placer perfecto.
—No te muevas, ratoncito.
Rué cerró los ojos. Apoyó sus caderas contra las de él, llevó su lengua dentro de su boca y dejó que la llenara con su ser; se dejó llevar por el deseo que se desplegaba dentro de su cuerpo, fuego pesado, líquido, insoportable, como si hubiera esperado durante años para hacerlo, años, vidas enteras, para la caricia justa, el hombre justo, el momento justo…
…en una casa vacía. En la oscuridad. Como extraños.
Que lo eran.
Rué curvó sus dedos alrededor de los brazos de Kit, tensos en lugar de laxos y Christoff sintió la diferencia. Sin embargo, le llevó un tiempo a su cerebro registrar el hecho de la nueva resistencia; él se ahogaba en ella, en la sombra lujuriosa aprisionada junto a él, en los superficiales vestigios de su aliento contra su mejilla con aroma a lilas; Dios, incluso allí, en ese instante, una fragancia que lo enloquecía con una aguda combinación de anticipación y un deseo distorsionado en el alma.
Pero los dedos de Rué lo lastimaban realmente. Kit levantó su cabeza y observó la pureza de marfil de su rostro. Sus ojos, oscuros y sorprendidos.
—¿Aquí no? —murmuró en ese momento, sin poder distanciarse del sedoso éxtasis de su cuerpo.
—Nunca —dijo con una voz que se contradecía con la mirada cubierta de rocío y estrellas.
—Rué —comenzó a decir Kit, pero la presión sobre sus brazos aumentó.
Permitió que Rué lo apartara. No fue demasiada distancia. La cúpula no había sido construida para albergar a dos personas. Ciertamente, no a dos personas desnudas, jadeantes, que intentaban no rozarse. Kit apretó los dientes e inhaló un aire helado y lleno de humo. Lo ayudo a enfriar su cuerpo pero no su mente; sus pensamientos todavía nadaban con la promesa de ella y él, y su cama, envueltos en plumas y satén francés, tan sólo dos pisos más abajo.
Kit decidió dejar de lado la cautela.
—Rué, pequeña. Lo sientes. Lo sabes tan bien como yo. Estamos unidos.
—No estamos unidos.
—Bueno, no todavía. —Intentó sonreír mientras enroscaba la punta de su dedo en una mecha del cabello de Rué—. Pero espero que… ocurra en cualquier momento.
Rué respondió sin vueltas.
—Estás loco. —Y liberó su cabello.
Sin ninguna otra razón más que el pronto vacío que sintió en su mano, Christoff volvió en sí. Con el suelo áspero bajo sus pies, el sabor a metal en la boca, todos sus planes llegarían a su fin si cometía un solo descuido más. La había asustado; no había querido hacerlo; ella nunca lo admitiría, pero era obvio para él debido al nudo en los dedos de Rué y el parpadeo rápido y nervioso de sus ojos cuando intentaba mirarlo.
En cierto modo, este mundo pertenecía a Rué más que a él. Si ella se encerraba en sí misma, le llevaría demasiado tiempo convencerla de que regresara a él por su propia voluntad.
Kit se volvió hacia la puerta secreta.
—Quizás tengas razón. Estoy famélico. Por lo general, siempre hay algo en la despensa. —Y descendió los escalones una vez más, y la dejó sola antes de hacer algo irreparable. En el descanso de la escalera hizo una pausa. Prestó atención: ella no se había convertido pero tampoco se había movido. Contó un minuto entero antes de que Rué colocara su delicado pie sobre el escalón de arriba, seguido, a continuación, por el otro. Kit exhaló, no se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración todo ese tiempo.
—Por aquí —dijo una vez más, con tranquilidad, y encontró el segundo recodo en las escaleras, el que los guiaría hacia el tercer piso de la mansión. Esta vez, ella lo siguió, silenciosa como el humo.
Su casa estaba llena con fantasmas de muebles. Casi todo estaba cubierto de pies a cabeza con pesadas sábanas.
Christoff no miró dos veces las pálidas y melancólicas figuras; pasó junto a relojes muertos, bustos de mármol y lo que debía de haber sido una cama de repuesto que se encontraba arrumbada en el pasillo superior con igual indiferencia. En el segundo piso, más elegante, con retratos a lo largo de las paredes y un fresco en el techo con dioses en un banquete, uvas, cálices y ángeles, Kit se dirigió hacia una puerta a la derecha y desapareció en la alcoba sin volverse para mirar.
Rué conocía la visión de su desnudez y ahora también su tacto. Conocía los bordes de su cuerpo contenido y tenso, el color de su piel a la luz de las estrellas y de las velas, la clara y atractiva llovizna de dorado cabello en su pecho. La sensación de él allí abajo, la rígida urgencia de su sexo, un impulso ardiente sobre su abdomen. Sus besos, sus caricias, sus demandas poco amables: ella conocía todos esos secretos íntimos. Le aterrorizaba la idea de desear conocer más. Pero Kit se había desvanecido en el anochecer de la mansión. La habitación en la que había entrado era tan oscura como el pasillo. Las cuatro ventanas estaban selladas con postigos y cortinados largos y coloridos. Era un cuarto de esquina, desordenado con objetos pasados de moda, sillas, tocadores y biombos, armarios y estatuas, algunas despojadas de las sábanas. Kit se deslizó entre un par de grandes jarrones orientales hacia una de las formas fantasmales más altas; al quitar la tela, dispersó una lluvia de polvo.
Rué se cubrió la boca para no toser. Le había quitado el velo a un armario de satín decorado con piedras azules y malaquita, una llave de bronce colgaba de la cerradura. La puerta de doble hoja se abrió con una fuerte ráfaga a cedro. Kit le hizo un gesto de que se acercara; allí dentro Rué deslizó sus dedos entre capas y capas de bellísimos vestidos inservibles.
Levantó el borde de una brillante enagua con granates.
—Ninguno de estos me servirá.
—¿Por qué no?
—Aparte de que todo lo que hay aquí tiene aproximadamente un cuarto de siglo, son vestidos de fiesta.
—Por supuesto —pronunció lentamente el marqués—. Tienes razón. Sin duda prefieres visitar la cocina en deshabillé.
—Intentamos pasar desapercibidos, Lord Langford.
—No creo que el señor Stilson y su esposa sean tan detallistas con las buenas costumbres, pero si lo deseas, podríamos esforzarnos en buscar algo más.
—Tengo mis propios vestidos en casa.
—Sí. Pero ahora estamos aquí. ¿Cierto? —Comenzó a girar alrededor de la habitación y haría a un lado las sábanas—. Creo que hay un baúl por aquí que tiene algunas cosas de reserva para el personal. Cuando era niño, acostumbraba a atacarlo por sorpresa. Muy útil para salir de la casa sin ser visto.
—Escúchame… Simplemente usaré algo tuyo.
Kit la miró, enmarcado contra una ventana roja. Ella no podía ver cómo la miraba, no con la luz de la calle detrás de él, pero podía sentirlo.
—Qué idea tan interesante —dijo—. Tú en pantalones.
Sintió que la piel comenzaba a arderle.
—Lo he hecho antes. A menudo.
—Sin duda.
Fuera, pasó un coche; los cascos de los caballos hacían un contrapunto; el constante sonido del hierro, el tintineo suave de arneses y campanas.
—Perdón —dijo—. Intentaba imaginar el rostro del señor Stilson cuando te vea.
—Recogeré mi cabello. Preséntame como un hombre.
Kit rio, sin alegría.
—Funcionará —dijo, indignada—. Siempre funciona. He andado en sociedad vestida como un hombre a menudo. Cientos de veces.
—Sociedad —murmuró Christoff y al pasar a su lado, la rozó—. Debe de ser mucho más tediosa de lo que siempre he pensado.
Pero Kit no tuvo que presentarla. La despensa de la cocina les procuró una cena práctica de jamón ahumado y centeno, queso gruyere… (su invitada había metido la nariz en los pepinos en vinagre y en la jarra del bacalao en salmuera). Cuando terminaron, Kit se animó a despertar al señor Stilson y a su buena esposa y les informó a través de la puerta que estaría en la ciudad por un tiempo, que había traído con él a un viejo amigo de Cambridge y que se había dado cuenta en ese instante de que necesitaban merecidas vacaciones y que podían tomarlas tan pronto lo desearan. Ellos tenían una hija en Cornwall; Kit estaría feliz de pagarles el pasaje de ida y vuelta.
Para ese momento, Stilson había abierto la puerta, sin afeitar, pero con los calcetines estirados y ordenados y la peluca bien colocada, sus ojos azules comenzaban a humedecerse con la imagen de la vela de Kit. Quizás los años de trabajo duro con el viejo marqués le habían enseñado a no cuestionar las órdenes ni los horarios. Le agradeció a Christoff la oferta y le dijo que con la licencia del señor, él y su mujer partirían en la mañana. Rué, fuera de su vista y en la cocina, resopló de modo afeminado. Kit rogó que sólo él lo hubiese escuchado.