El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

—Dije que no robé el diamante. Pero sé quién lo hizo. Y me encantaría guiarlo hacia él.

Miró una vez más a Christoff, quien ahora la miraba sin tapujos, con la boca tensionada de otro modo, como si supiera lo que ella iba a decir.

—Por un precio. —Terminó y se relajó en su silla. Se cruzó de piernas, dejó que su pie se moviera lentamente en el aire y sonrió una vez más, esta vez, en dirección al marqués.

Pudo contar los segundos que les llevó a todos comprenderla. Tres, dos, uno…

—¡Cómo se atreve! —dijo Grady con un exabrupto, y se puso pie—. ¡Insolente! Cómo se atreve a…

—Espere, espere —decía otro, con la mano sobre el brazo de Grady—. Déjanos…

—…atreverse a amenazar al concejo…

—…ella dijo que conoce…

—…alguien se lo llevó…

—…lo ha escondido…

—…sólo piensa que…

—…permítale…

El temeroso concejo de la Comunidad estaba de pie, discutían, algunos gritaban. Pero Rue nunca quitó la vista de Christoff, quien permanecía apartado y en silencio, mientras la examinaba con sus ojos entrecerrados.

Cuando alguien comenzó a golpear sobre la mesa, finalmente se movió, un predador que desplegaba sus alas después de contemplar su presa. Con paso majestuoso se acercó a la mesa, la levantó en el aire con facilidad y la dejó caer contra la alfombra con un fuerte y apagado golpe. Se cayeron todos los papeles y el tintero del escribiente, que golpeó el suelo, giró, hizo un medio círculo y terminó cerca de los pies de Rue. Varios de los hombres dieron un salto hacia atrás.

—Cierren la boca y déjenla hablar.

El concejo quedó sin habla. La tinta del tintero comenzó a correr por la alfombra. Rue lo pateó con su sandalia para que volviera a rodar.

—¿Estaba diciendo? —Christoff la instigó, cortésmente.

—Es bastante sencillo —imitó su tono de voz—. Los guío hacia el fugitivo que robó Herte… y fue otro fugitivo… y a cambio, me dejan en libertad. Sin encarcelación, sin boda. Ninguno de ustedes, ninguno de la Comunidad, vuelve a molestarme.

—Imposible —dijo Grady—. No puede pensar que aceptaremos tal cosa.

—Entonces díganle adiós al diamante.

—Ahora, vea…

—Silencio —ladró el marqués y para su oculta sorpresa, Grady lo escuchó y tomó asiento nuevamente en su silla con sus pálidos nudillos llenos de furia. Los otros doce hombres lo imitaron, la mayoría parecían sorprendidos, en sillas que no estaban ya cerca de la mesa. Dos o tres se acercaron una vez más, pero eso fue todo.

Rue mantuvo los talones contra la alfombra con fuerza mientras reprimía el deseo de dar un salto y huir. Estaba helada a pesar del calor de los candelabros, a pesar de la calma exterior. Estaba helada por dentro, congelada y sólo esperaba que la helada sonrisa que mantenía sirviera para engañarlos a todos. Durante días había imaginado ese momento, lo había planeado en su cabeza, había imaginado rodas las posibles reacciones del concejo, cómo argumentaría cada objeción. Tenía tan sólo una carta para jugar; sin ella era tan impotente como ellos habían pensado. Necesitaba todos sus recursos para que funcionara.

Pero ella sabía que no estaba engañando a Christoff. No con esos ojos verdes entrecerrados posados sobre ella.

—¿Y quién es el otro fugitivo?

Rue dejó que su sonrisa fuera burlona.

—Es una trampa —dijo rotundamente un hombre pelirrojo—. No hay otro fugitivo. Hemos revisado las listas, milord. Ella es la única.

Christoff inclinó la cabeza.

—Rufus tiene razón —dijo, de modo lógico—. No falta nadie más, excepto usted.

—Se equivocan.

—No estamos equivocados —insistió el hombre pelirrojo—. Está trabajando con un ser humano, eso es todo.

—No.

—Díganos el nombre del fugitivo, entonces. Sólo su nombre.

Rue bajó la mirada. La lluvia murmuraba y vibraba entre ellos.

—Oblíguela —dijo Parrish Grady con un tono de voz suave y tenso—. Oblíguela, Lord Langford, o lo haremos nosotros.

—Ella está bajo mi protección —dijo Christoff de inmediato, mientras se volvía y colocaba su brazo contra el respaldo de la silla de Rue—. ¿Alguien necesita que se lo recuerde? Por favor, dé un paso adelante el que albergue aunque sea una sombra de duda. No hay nada que disfrute más que la claridad.

Nadie dio un paso adelante. Nadie si quiera se levantó de la silla. Desde el rabillo de su ojo, Rue vio que el marqués era todo blanco y brillaba, como una lanza de sol candente que dividía el grisáceo anochecer de la habitación.

Rue levantó el rostro.

—El drakon que buscan se ha alimentado de mi reputación por un tiempo. Sé a dónde viaja, sé a quiénes conoce. Sé cómo piensa. Acostumbra a robar objetos más pequeños. Prefiere… un estilo de vida más oscuro que el mío. Pero está ahí fuera, lo juro. Tiene el Herte. Y no lo encontrarán sin mi ayuda.

—Le creo —dijo el escribiente. Todos se volvieron a él y se ruborizó—. ¿Por qué habría de mentir cuando la verdad puede ser comprobada?

—Cierto… ¿Por qué? —murmuró el marqués con una mirada lenta y ardiente sobre Rue.

—Si no aceptan mi propuesta —dijo Rue sin rodeos—,me iré a la tumba con mi secreto, lo juro. Me tienen a mí, pero nunca tendrán otra vez el diamante en sus manos. Y esto es así: no me quedaré aquí por mi propia voluntad, sin importar lo que decidan.

Kit nunca bajó su mirada. La miraba como si pudiera ver a través de ella, como si pudiera despertar la verdad en ella con la sola voluntad de su mente, sus ojos feroces y pálidos, una mecha de cabello dorado rozaba los pliegues prístinos de su corbata.

—Hay hombres que murieron por mucho menos que esto —dijo un miembro del concejo que estaba sentado al final de la mesa, casi con incredulidad.

Rue dejó de mirar a Kit.

—Sí. Pero ninguno de ellos tenía la llave para recuperar su preciosa baratija. ¿No es así?

Rue arreglaba su falda rosa y blanca con serenidad, como si estuviera en una fiesta campestre y no en el pavoroso juicio por su vida.

—Quizás reconsideren mi propuesta. —Rue hizo una pequeña reverencia al concejo y luego una más profunda al marqués—. ¿Digamos… hasta las cuatro de la tarde?

Rue se apartó de todos ellos, un paso, otro, mientras se movía hacia las puertas talladas y laminadas en oro donde los guardias que la habían acompañado a la sala observaban lo que sucedía. Detrás de ella, sólo podía oírse la balada de la lluvia que golpeaba contra los vidrios y las colinas y los valles; caminó hacia adelante como si tuviera el derecho para hacerlo y los hombres en la puerta la miraban, en realidad comenzaban a hacerse a un lado…

—Un momento, señorita Hawthorne —dijo el marqués.

Rue hizo una pausa y se volvió para mirarlo. El rostro suave; el estómago, un nudo.

—Imagino que podemos solucionar esto ahora —Kit asintió con la cabeza de un modo gracioso, mirando al concejo—. Caballeros, sugiero hacer un trato. Permítanle a Clarissa Hawthorne volver a Londres por un tiempo, conmigo, digamos una semana. Cazamos al fugitivo. Si lo encontramos a él y al diamante, la señorita Hawthorne obtiene lo que desea. De lo contrario, vuelve a Darkfrith y toma el lugar que merece dentro de la Comunidad.

—Una semana no es suficiente —dijo bruscamente.

—Dos semanas.

—Eso apenas…

—No —dijo Grady al mismo tiempo—. ¿En qué está pensando? No podemos…

—Perdón —dijo Christoff con su sonrisa gentil y terrible—. No creo que esté analizando las cosas como realmente son. Necesitamos el Herte. Necesitamos al fugitivo. Estoy seguro de que la señorita Hawthorne hará todo lo posible por mantener el secreto de la Comunidad, si desea volver a su vida anterior. —Levantó una de sus cejas hacia Rue y ella asintió con prisa—. Pero no tenemos garantía alguna de parte del otro sujeto. Es una peligrosa amenaza.

—¿Pero por qué debemos usarla a ella? —preguntó uno de los hombres—. Podemos tenerla aquí y cazar al fugitivo nosotros mismos.

—Por supuesto —replicó Rue—. Háganlo, si piensan que pueden. Registren la ciudad más grande del reinado en busca de un ladrón notablemente astuto. Encuéntrenlo en los callejones que desconocen, en salas de juegos y tabernas de las que nunca han oído hablar. Encuéntrenlo antes de que venda Herte, antes de que lo haga cortar en bellos y pequeños diamantes y su fuego se destruya. No cabe duda de que la moda del año próximo consistirá en pequeños diamantes violetas en los sombreros y tabaqueras de las damas.

—Él no sería capaz… nunca…

—Por supuesto que lo haría —dijo Rue—. Yo lo haría.

Oh, cielos, sabía lo que estaba arriesgando. Estaba en Darkfrith y los drakones seguían sus propias reglas, más antiguas y crueles que las que cualquier sociedad inglesa pudiera elaborar. Si sintiesen el miedo que ella tenía, nunca la dejarían salir de esa celda miserable. Quedaría atrapada en un matrimonio, en cuerpo y alma. Puede que en días más lejanos, años más lejanos, le permitirían salir, pero estaría atada a un hombre que no la amaba. Y cada vez que lo miraba era como si una pequeña hebra de ella se desatara; veía a Christoff y en él, a todos sus antiguos sueños, tan vanos y juveniles que la hacían llorar.

Pero ella no era esa niña. Ya no.

Rue miró hacia las ventanas. Imaginó la lluvia, respiraba la lluvia, helada y constante y fuerte.

Sus manos comenzaron a temblar. Las escondió entre los pliegues de su falda.

El marqués miraba a Grady, pero sabía que sus próximas palabras estarían dirigidas a ella.

—Para ser claros: ¿negociaría la libertad de este fugitivo por la propia suya?

—Sin duda alguna.

—Y ¿es consciente de las consecuencias si nos miente, señorita Hawthorne? ¿Que si descubrimos que no hay otro fugitivo, que usted se ha llevado el Herte, las consecuencias serán de lo más… desagradables?

—Sí —dijo con labios tensos.

—Muy bien. Caballeros, voten, si así lo desean.

Si dudaba de él antes, si imaginaba que el marqués de Langford no tenía poder alguno sobre la Comunidad y todos esos hombres en la sala, a Rue no le quedaron dudas en ese instante.

Nadie más habló; intercambiaron miradas, escépticas, algunas todavía con rastros de indignación. Pero estaban considerando lo que ella había dicho. Lo estaban analizando, comparando su dogma y credo contra una mujer proscrita y el señor que permanecía detrás de ella. Y su diamante, un símbolo que brillaba fuera de su alcance.

El escribiente había tomado su pluma y los papeles, y los miraba fijamente, en blanco.

Grady se frotó el mentón.

—Si… sólo en caso que hagamos esto, necesitaremos más hombres además de usted para que la acompañen, Lord Langford.

—Más hombres asustarán al ladrón.

—Un grupo de alrededor de doce hombres bastaría.

—No —dijo Kit.

—Al menos, su guardia.

—No.

—Milord…

—Sólo nosotros dos. Ella y yo.

—Cinco hombres —dijo Rue. Se volvió a Kit para mirarlo—. Necesitará criados. Sería muy extraño si no los tuviésemos.

—Cinco —aceptó el marqués, después de un momento—. Y dos semanas.

—Muy bien —dijo Parrish Grady. El resto del concejo pareció encogerse en sus sillas, se acomodaban, emitían suspiros reprimidos. Sólo Grady permaneció obstinadamente tenso; golpeaba sus nudillos contra la mesa que se encontraba delante de él.

—Y al final de la segunda semana, señorita Hawthorne, esté segura de que no habrá más tratos.

Rue inclinó la cabeza e hizo una reverencia por tercera vez; se inclinó tanto que su rodilla tocó el suelo.

—Muy bella —observó Christoff en un murmullo, pero ella no lo miró.

No pudo evitar observar cómo Rue dejaba la sala. Intentó que su mirada no resultara evidente; había intentado que no saltara a la vista todo ese tiempo, pero la fugitiva, Clarissa Hawthorne, lo atraía como la única pincelada de color en un día desapacible y grisáceo, y Nick Beatón se dejaba llevar hacia ella cada vez que la atención de Kit se dispersaba. Que era a menudo.

Había algo en ella, una cualidad inefable más allá de su suave destello en el labio inferior o en el mechón color chocolate que escapaba de su tocado hacia su hombro; algo incluso en el modo en que ahuecaba la mano sobre su regazo, con las muñecas inclinadas, femeninas y delgadas. Cuando hablaba… Cuando la luz la envolvía, cuando el viento murmuraba y ella lo miraba a él, penetrándolo con esos increíbles ojos marrones…

Había perdido parte del acta de la reunión. Tenía que buscar en los ecos de las palabras que resonaban en su mente para garabatearlos en la hoja.

Nicholas era un hombre respetuoso. Había sido el escribiente del concejo durante tres años, la misma tarea que había cumplido su padre antes que él, y el padre de su padre, y nunca había tomado su trabajo a la ligera. Sin embargo, en ese momento de distracción, su dedo pulgar había borroneado la última oración de la asamblea oficial: la letra n en la palabra voten tenía una cola adjunta ahora que se deslizaba a lo largo de toda la hoja. Frunció el ceño al mirar su dedo pulgar, intentó frotar la mancha negra cerca de su uña hasta que logró esfumarla en su piel.

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