El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

—Mira. Creí que te gustaría verlo… Todavía eres famosa.

«¡Monstruos en el cielo!» decía el titular en letras negras. Debajo había una ilustración de dos demonios que gruñían, verdaderamente abominables, con gente debajo que corría frenéticamente.

—Más bien infame —se corrigió Kit, que todavía sonreía—. Uno de los sujetos que andaba por la mansión para cerrarla trajo esto. —Miró el crudo dibujo—. Creo que fuimos un gran espectáculo.

—Es un milagro que nadie nos haya disparado —dijo Rue en voz baja.

—Ah, pero mira aquí. Alguien lo hizo. Un tal Eugene Sumneer, el capitán del conocido barco Rip Tide. En realidad, parece ser que es un buen tirador, al menos cuatro de sus compañeros cuentan que se las arregló para hundirnos en el fondo del río.— Levantó la vista del artículo, pensativo—. Quizás reciba una medalla.

—Qué lástima que errase.

Kit bajó el periódico.

—Tú —agregó intencionadamente.

Inclinó la cabeza y examinó los ásperos bordes del periódico, lo plegó y volvió a plegarlo. Más allá de sus pies, la vieja mesa yacía en la desamparada esquina. Su cara inferior revelaba una mancha más oscura que la de la cara superior. Había estado en la celda durante muchísimo tiempo. Ni él lo recordaba. Con seguridad, desde la época de su padre. Se preguntaba cuántos fugitivos habrían contemplado su superficie y contado las horas. Se preguntaba si ella se habría lastimado al romperla y lo supo antes de preguntar.

—Dime donde está Herré y hablaré a tu favor en el concejo. Pediré una indulgencia.

—¿Y en qué consistiría? —preguntó, sedienta—. ¿Una boda mañana en lugar de hoy?

—Mejor alojamiento, por un lado. El cuarto de la marquesa.

—¿Libertad?

—Un poco de libertad, sí.

—Un poco… —repitió, ahora con un tono de voz aburrido—. Como un perro con correa, entiendo. No, gracias.

—Rue —dijo rudamente y la miró—. Déjame ayudarte.

—Ya me has ayudado lo suficiente.

—¿Es esto lo que deseas, entonces? —Se puso de pie, dejó que su mano recorriera con prisa la habitación—. ¿Este lugar? ¿Esta vida? Si peleas contra ellos, harán todo lo posible para mantenerte aquí.

—Déjame ir —suplicó mientras lo miraba fijamente—. Eres el marqués, tienes poder para ello. Te diré lo que quieres entonces, lo prometo.

Kit negó con la cabeza.

—Sabes que no es posible.

—Sé que eres un Alfa. ¿No es cierto? El líder todopoderoso de la Comunidad. —Ella también se puso de pie, aferrada a la manta—. Bueno, demuéstramelo. Rompe las reglas.

Crea las tuyas propias.

Dio un paso hacia él mientras pronunciaba las últimas palabras, con los hombros erguidos; y la maldita y tonta manta se arrastraba detrás de ella sobre el suelo como si fuera el vestido de una emperatriz. Kit sabía que buscaba incitarlo, quizás, incluso intimidarlo, pero justo ahí, sólo con ella en la celda, con el farol que jugaba con la luz y el color sobre su piel, con sus ojos estrechados y sus labios… Sí, sus labios… tan perfectos, profundamente rosas y maduros… con la trenza que se movía detrás de ella, una invitación a desatarla…

Kit sintió que la bestia dentro de sí se agitaba. Sintió que su cuerpo se volvía tenso, a pocos centímetros de ella, mientras esa tensión comenzaba a moverse en espiral y apretar con ardiente prisa sus entrañas. No podía detenerlo, no quería detenerlo. Quería que continuara y continuara.

Era encantadora. Cada vez que la miraba, volvía a darse cuenta de ello, como si su memoria siempre le fallara; no podía acostumbrarse a esa sensación. Pero ella sí. Su presencia lo enardecía, desde el rubor en sus mejillas hasta sus negras pestañas, la forma en que lo miraba, la forma en que cerraba su mandíbula. Incluso sus pies desnudos, visibles por debajo de las capas de lana que los cubrían.

Todavía tenía vestigios del aroma a lilas. Quería probar ese aroma, abrir su boca sobre su piel, recorrer con su lengua el cuello, acercarla a él y frotar su rostro con su cabello hasta que él también oliera a lilas. Quería cubrirla, conquistarla. Enterrarse en ella. La deseaba con una ferocidad tal que lo conmocionaba, tanto que Kit tenía que esforzarse para no moverse, para no quebrarse, cada músculo de su cuerpo se convirtió en un sólido y rígido dolor.

Y Clarissa había notado el cambio en él, y él sabía que ella lo había notado. Permaneció inmóvil delante de él, con los ojos bien abiertos, como una presa a punto de caer en la trampa. Con perspicacia, vio que Rue formaba un puño con sus manos, pequeño y femenino; insignificante frente a lo que él pudiera llegar a hacer. La bestia, el salvaje dragón, vio el puño y sonrió burlonamente.

Nadie lo detendría. Nadie pensaría en ello.

La cama estaba justo detrás de ella.

Deliberadamente, sus dedos se relajaron. Sus ojos se cerraron y cuando volvió a mirarla, tenía una nueva expresión en el rostro, como si se le ocurriera algo gracioso.

No, no era algo gracioso. Se dio cuenta de ello. Era humillación.

Y después, sólo después, Kit recordó lo que le había dicho la noche anterior. Cómo le había hablado con calma y como eso lo había sorprendido: violación o seducción, como si eso fuera todo.

El padre de Kit una vez lo había abofeteado después de haber proferido una insolencia… Fue por detrás, la única vez que había golpeado a su hijo… y lo había sentido así, la falta de aire lo cortó en dos, lo dejó sin respiración y sin palabras hasta que la cordura retornó a él.

Rue se volvió y se dirigió hacia la cama, tomó asiento, se recostó sobre sus manos y lo miró. La manta se desplazó un poco, mostró un tobillo y la pálida curva de su pierna, pero no volvió a acomodar la manta. Su rostro nunca cambió.

—A mediodía —dijo él con cierto desprecio e hizo una reverencia brusca. Fue mientras se volvía para irse cuando notó una nueva sombra en la pared que estaba detrás de ella; letras simples y frescas en la piedra:

***

SIN ARREPENTIMIENTOS

Capítulo 7

EL marqués de Langford se equivocó en su predicción sobre el clima. Cuando Rue enfrentó al concejo, llovía con tanta ferocidad que rasgueaba una canción en la magnificencia azul y plata de la sala privada del concejo, música que vibraba en cada palabra que se pronunciaba, que acentuaba cada gesto y cada mirada compartida.

Las ventanas allí eran altas, paneles y paneles de finos vitrales que propagaban la luz de la lluvia y brumosas sombras grisáceas que temblaban, siempre livianas, con el eco del trueno. El hogar no estaba encendido y la calidez de tres candelabros apenas servían para penetrar la penumbra. Si Rue dejaba de mirar a los hombres que se encontraban sentados delante de ella, podía contemplar las distantes colinas que solía recorrer, empapadas en un húmedo verde, como la pintura fresca en un lienzo. Podía observar las suaves nubes negras que abrazaban la tierra.

A pesar del clima, habría guardias que vigilarían los jardines y el cielo. No se arriesgarían a perderla una vez más.

Rue tenía su propia silla en la sala, ubicada en un lugar apartado, frente a la hilera de los trece miembros del concejo. Los hombres tenían la mesa como escudo, pero Rue se tenía a ella misma, con los pies sobre una alfombra Afshar y las manos sobre el regazo. Tenía un nuevo vestido, no tan ridículo como el de tafetán, sino de un pesado satén con lazos color lavanda anudados en las mangas y pétalos de rosa bordados espléndidamente sobre la delantera del corsé y la falda… Era el vestido de una virgen, de una dulce y modesta damisela. Venía acomodado en una caja, junto con un par de sandalias y un surtido de ropa interior, envuelto todo en lienzo dorado tan delicado que se agitaba con solo pasar la mano. Un guardia, un extraño, le había llevado la caja a la puerta de la celda. El marqués no se había molestado en ir otra vez.

Rue le había echado un vistazo al vestido y se lo había devuelto. Conocía un vestido de boda cuando lo veía.

Veinte minutos más tarde, envuelta con una sábana después de un ligero y lujoso baño (en una cuba de hojalata, con las rodillas en el mentón), el guardia volvió con el mismo vestido y una nota que leyó mientras el hombre miraba el agua jabonosa y resbaladiza y lentamente se ruborizaba.

La nota decía: «Esto o nada».

Muy bien. Si Christoff Langford deseaba que se viera virginal delante del concejo, lo haría. No impediría sus propios planes.

El adorno del lazo contra la clavícula estaba muy almidonado; le causaba una terrible comezón. Tenía que recordar constantemente no rascarse.

El miembro del concejo que tomó asiento en el centro de la mesa parecía mayor que el resto. Llevaba un chaleco de terciopelo color mostaza apagado y una peluca de largos rizos. Su pechera había sido atado con fuerza y se clavaba en la piel del cuello. Miraba a Rue y una pila de papeles que tenía delante de él; hurgaba en las páginas; fruncía el ceño con su monóculo en el ojo.

Lo recordaba. Era Parrish Grady. Una vez, cuando tenía nueve años, la había reprendido hasta provocarle el llanto por arrancar una margarita suelta de la puerta de su jardín.

Rue advirtió que el marqués no había tomado asiento. Estaba solo contra una ventana en un rincón, con las manos entrelazadas detrás de la espalda; miraba la helada e inclinada lluvia. No se había vuelto para mirarla cuando ella entró en la habitación.

Estaba vestido de blanco, al igual que ella. Pantalones formales de seda, calcetines y una chaqueta larga con hilados en índigo y plata muy elaborados. Incluso llevaba el cabello peinado, atado en una coleta. Sobre la cascada de cortinas azules, contra las oscuras nubes perladas, parecía la extensión de la sala, de la mansión misma, remotamente elegante, inalterable, un baño helado de sombra y tormenta.

—Para nuestros archivos —entonó el señor Grady, con una mirada severa al escribiente—. Usted es Clarissa Rue Hawthorne, nacida de Antonia Reine MacKenzie Hawthorne, fallecida.

Rue permaneció sentada tímidamente y en silencio.

—Denos una respuesta, por favor —dijo Grady mientras la miraba detenidamente.

—Lo soy —dijo ella.

—Eres la única hija de Antonia Reine.

—Sí.

—Veintiséis años…

—Le suplico que no se olvide de mi padre —interrumpió Rue, sonriente.

Los miembros del concejo la miraron; la silla de alguno de ellos crujió.

—Avery Rhys Hawthorne, de Pembroke —aclaró—.También fallecido —miró al escribiente—. ¿Necesita que se lo deletree?

—Eh, no —el hombre parpadeó como si sólo pudiera verla a ella allí. Él era más joven que los demás, llevaba gafas y era agraciado. Había una mancha de tinta en el puño de su camisa—. No será necesario, milady.

Christoff se volvió, con su silueta contra la lluvia y el brocato azul.

—Clarissa Rue —dijo Grady, con censura calculada— También conocida como «El Ladrón de Humo».

—Sí.

—¿Puede convertirse?

—Sí.

—Desde qué edad.

—Desde la mañana de mi cumpleaños número diecisiete.

—Diecisiete. —Grady se aseguró de que el escribiente hubiese tomado nota de dicha declaración para luego proseguir—. Y desde ese momento ha abusado de esta sagrada habilidad con el fin de robar… Un momento… —Frunció el ceño mientras leía los documentos y los desordenaba con sus manos de azuladas venas.

—Permítame. —Rue comenzó a contar con sus dedos—. Las joyas de los Monfield. La esmeralda de los Voroshilov. El collar de los Steiff, de un verde jade extraordinario.

La gargantilla de perlas azules y los aros de la Princesa Carolina de York, el broche de diecinueve quilates de topacio amarillo con forma de pájaro. El alfiler de corbata de rubí de doce quilates del señor Cranston, el alfiler de jabot con zafiro estrella del conde de Harrogate. El granate verde y el prendedor de diamantes de la Baronesa Shaw; una bella libélula con ojos color ámbar, terriblemente ingeniosa. La tiara Greumach. La tiara Aberdeen. Ah, y una vez, un pequeño y encantador retrato de Bordone. No favorecía al Príncipe de Gales. Creo que no debe de extrañarlo.

Un rayo luminoso atravesó la sala; fue cegador. El trueno se instaló en las juntas de madera y vidrio.

La voz de Grady se elevó sobre el desfalleciente rumor.

—Y con esta capacidad, también robó el corazón de la Comunidad. Usted robó Herte.

—No —dijo Rue, con evidencia de arrepentimiento—. No lo hice.

Parrish Grady dejó caer su monóculo.

—¿Qué acaba de decir?

Se inclinó hacia delante en su silla, miró a los ojos del hombre y permitió que surgiera un poco del creciente enfado que ardía dentro de ella. Raptada, encarcelada, examinada por esos hombres como si fuera un niño desobediente que espera su castigo dócilmente; la cólera hervía en sus venas, transformada en un pozo negro de decisión.

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