Había una cama de roble, una mesa de tablones y un par de sillas. Había un farol que colgaba de un gancho en la puerta.
La cama era angosta y simple. Tenía dos almohadas y una manta de lana del color de la arena.
—¿Será una violación o intentarás seducirme? —preguntó mientras todavía observaba la cama.
Kit no respondió. Rue miró sus manos, las abrió y estiró sus dolorosos dedos.
—No puede haber una violación entre el esposo y su mujer —dijo el marqués.
—Sí, claro. Me temo que no daré mi consentimiento para casarme contigo, Lord Langford. Tendrá que llamarlo de algún otro modo.
—Llámalo del modo que quieras, señorita Hawthorne. Tú eres una Alfa, al igual que yo. De acuerdo con las leyes de nuestro pueblo, estamos casados.
—Esas no son mis leyes. Y ése no es mi nombre.
—Clarissa.
—Te dije que está muerta.
—Entonces dime de nuevo —prosiguió, aún más suave que antes—. ¿Quién eres, si no eres aquella pequeña niña del Condado?
—Nadie.
—Todos tienen un nombre. —Vio a través de la máscara de sus pestañas que se acercaba, pero no lo suficiente como para tocarla—. Incluso los desaparecidos.
—Te aseguro que no había desaparecido.
—Desaparecida para mí, diría yo. Si no quieres que te llame por tu nombre de pila, ofréceme otro.
Contuvo la respiración y por un momento, pensó.
—Rue.
—Rue —lo repitió a propósito y dejó que vibrara en su lengua—. Señora Rue Hilliard, según entiendo. —Extendió el brazo, posó los dedos debajo de la mejilla de ella para que girara su rostro hacia él. Sus ojos verdes brillaban; hielo contra un amanecer invernal —¿Casada o viuda?
Era el único objeto bello de la habitación. Era fuerte, poderoso e insondable, sus facciones apenas arrugadas a pesar de todos los días de viaje. La palma de su mano se sentía cálida contra sus mejillas y su dominio también se extendía hasta allí, contenido en una mera caricia. Pero Rue no se dejó engañar. Detrás de esa mirada invernal yacía el peligro. Había una criatura primitiva que esperaba el momento del ataque.
—Ninguno de los dos —dijo finalmente—. Lo decidí así.
—Bien. —Su mano comenzó a deslizarse hacia abajo, seguía la línea de su garganta—. Porque no soy un hombre paciente y tampoco me gusta compartir. Los divorcios pueden llevar demasiado tiempo. —Aún más abajo, hasta su pecho. Deslizó uno de sus dedos por sus senos—. Y este lugar… me pertenece.
Le dio una bofeteada. Nunca había golpeado a nadie, ni siquiera una vez, pero fue impetuoso e instintivo y lo suficientemente fuerte como para que Kit se balanceara hacia atrás.
—No eres mi esposo. —Quedó contra la cama, atrapada, enfurecida—. Ni siquiera eres mi amante.
Christoff acarició su mandíbula con una mano, sus oscuros dedos sobre su propia piel. Luego, lentamente, pestañeó y sonrió… Una sonrisa apenas perceptible pero escalofriante, llena de ironía o amenaza, o ambas.
—No —dijo con ese calmado tono de voz—. No esta noche. Pero mañana…
—Vete de aquí.
—Como quieras. —Se dirigió hacia la puerta, pronunció un nombre. Rue oyó que colocaban la llave en la cerradura. Cuando la cerradura giró, Kit inclinó la cabeza.
—Sin duda estás cansada. Te dejaré para que reflexiones… Rue. —En la puerta hizo una pausa, y se volvió para mirarla—. Podrías convertirte aquí, por supuesto.
Pero créeme, no tiene el tamaño adecuado. Y no llegarás ni siquiera al salón.
La puerta se cerró; estaba sola. No necesitaba revisar el sello del marco. Sería totalmente sólido.
Se quedó paralizada del estremecimiento por un instante; respiraba por la nariz y luego giró y golpeó la mesa con un sólo golpe. La parte de arriba se partió pero no se rompió, entonces pateó una de las patas, y sintió el dolor que le provocaba, cómo la madera se quebraba. La mesa se tambaleó y se tumbó hacia un costado sobre el suelo.
Al otro lado de la puerta de hierro, seguramente habría risotadas.
Kit le dio sólo una noche.
Si lo analizaba estrictamente, no fue ni siquiera una noche entera porque cuando el coche pasó por la entrada de Chasen Manor, ya era más de la una de la madrugada. Pero una hora menos no le pareció nada significativo a Kit, y menos cuando yacía despierto en la oscuridad, dando vueltas en la cama. Podría haber dormido, no estaba seguro. Si soñaba, de todos modos sería con ella.
Una sola noche para que decidiera, para que considerara las circunstancias. Una noche para que el concejo y la guardia se dispersaran y volvieran a sus aposentos, para que, en la quietud de esas horas antes del amanecer, calmaran la excitación que les había provocado el triunfo por la captura, la preocupación del diamante.
Había asignado a dos guardias para custodiar la puerta, sus hombres de confianza. Dejó expresas órdenes de que nadie podía visitarla, excepto él; que cualquier duda acerca de ella debían dirigirla solamente a él. Clarissa… Rue… había caminado por los salones y había dejado rastros de admiración en su estela: la mitad de la Comunidad se había enterado de las noticias por el mensajero y se había reunido en el jardín del frente para esperar la primera mirada de la muchacha que los había engañado a todos… al menos por un tiempo.
Y en esos pocos minutos que le llevó acompañarla dentro, Kit había sido testigo de una insurrección que recobraba vida. Se encendía de rostro en rostro, un hambre que tocaba a cada hombre cuando ella pasaba, que festejaba sobre el largo cabello castaño y la piel clara y el mero conocimiento de todo lo que había hecho y estaba por hacer.
El Ladrón de Humo. Incluso con el vestido de tafetán era atractiva. Marcaba sus caderas con colores susurrantes.
Christoff conocía el hambre muy bien. Conocía el dolor brutal.
Una noche. Sólo para ser justo. Pero después de esa noche, ella dormiría allí, con él.
***
Años de vivir en las penumbras entrenaron a Rue para escuchar siempre, porque incluso los más sutiles sonidos podían marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso, entre escoger un monedero con monedas de cobre o de oro, entre la esclavitud y la salvación.
Así que Rue escuchaba. Escuchó con atención toda la noche, pero nunca oyó un solo murmullo que se filtrara por las paredes de la prisión. Ni siquiera oyó los golpes y el arrastre de los pies de los hombres que sabía estarían al otro lado de la puerta de metal.
Sin embargo, tuvo una revelación en la noche; su celda no estaba totalmente apartada del mundo como había creído en un principio.
Se había quitado el llamativo vestido rayado y yacía sobre su espalda en la cama con una manta enroscada cómodamente alrededor de su cuerpo. No tenía camisón, ni enagua. El aire seguía siendo denso y helado. El colchón tenía una protuberancia.
Después de tantos días en la oscuridad, deseaba ver la luz y entonces dejó que el farol ardiera hasta consumirse por completo. Una vez que la llama se consumió, el olor a aceite de ballena parecía haberse adherido a las sábanas y a las paredes.
El sueño no la envolvería. Cerró los ojos y pensó en su colchón de plumas de Londres, en su casa, en su gente. Sentía preocupación por lo que podrían haber pensado al encontrar la puerta entreabierta y las extrañas prendas de vestir en su habitación. Le preocupaba que Cook y Sidonie involucraran a la policía, y que Zane no tenía suficiente edad aún como para detenerlas.
Descubrió el primer mensaje por accidente. Había girado hacia un costado; intentaba evitar la protuberancia del colchón cuando su mano izquierda se elevó y rozó la pared.
Pero la superficie de piedra era irregular. Débilmente y con sutileza, la habían tallado.
Rue abrió los ojos y siguió el rastro de las líneas que formaban las letras en su mente mientras sus dedos las palpaban: «ALAS ATADAS». Y por debajo: «CORAZÓN ROTO, M.A., 1689».
Tomó asiento. Sintió las palabras una vez más en la oscuridad de la habitación, las iniciales y la fecha, luego apoyó ambas manos sobre la pared y dejó que la piedra le quitara el precioso calor del cuerpo. No le llevó tiempo descubrir otro tallado. Esta vez, cerca de la cabecera de la cama, medio escondido por un madero. No eran palabras sino una figura delgada, una dudosa línea con dos alas desplegadas que brotaba del centro. Un dragón, en vuelo. Detrás de ese había otro, y otro más, y otro más, uno más pequeño que el otro. Quizás una familia. Quizás el hombre que los había tallado en los últimos días de su vida había tenido una familia alguna una vez.
Apoyada sobre las almohadas, pensaba. ¿Qué habían usado para tallar la piedra? Con seguridad, el marqués la había dejado sin ninguna arma, sin nada que tuviera filo. Se frotó las manos distraídamente sobre la manta que le cubría las piernas para calentarlas una vez más. Después, se levantó y caminó con cautela hacia la mesa rota. Con las manos extendidas anduvo a tientas hasta que encontró la parte de arriba y la pata hecha pedazos. La había destrozado. El fragmento restante de madera, en la zona de la junta, estaba suelto y revelaba largos y pesados clavos.
Se cortó cuando intentaba soltar el más largo de ellos. Lamió la sangre de su dedo y tiró del clavo hasta que logró sacarlo.
Rue volvió a la cama, encontró un bloque libre en la pared y comenzó a tallarlo.
Cuando Kit regresó por ella, Rue lo estaba esperando envuelta sólo con la manta, sentada con rigidez sobre la cama con los tobillos entrecruzados y los dedos enlazados sobre el regazo. La luz que se filtraba cuando abrieron la puerta formaba un brillante y helado rectángulo sobre ella; la encandilaba y Kit se preguntó cuánto tiempo habría estado sentada allí en la oscuridad.
Había hecho una trenza con su cabello, realzaba su rostro anguloso, su boca solemne, las pestañas negras y la claridad de sus ojos. El tafetán yacía a sus pies.
Kit ingresó en la celda con una bandeja con el desayuno y tuvo que dar un paso al costado muy rápidamente para evitar los restos de la mesa que había estado alguna vez en el rincón.
—Quiero nuevas prendas de vestir —le pidió Rue Hawthorne.
Kit miró a su alrededor para buscar otro lugar donde apoyar la bandeja. Se dio cuenta de que no había ninguno y la dejó a un lado de Rue.
—Por supuesto —dijo.
—Y un baño.
—Por supuesto.
Se inclinó hacia delante, levantó lo que había sido la pata de la mesa y la miró de soslayo. Ella le devolvió la mirada, lentamente sus cejas se arquearon, como pidiéndole que hiciera algún comentario.
—Me sentí más o menos del mismo modo —dejó caer la madera de sus manos—. Fue horrible.
Rue, cabizbaja. Con el mentón escondido y los labios fijos en esa suave y recatada reverencia, era la representación de la timidez, una escena de lo más atractiva.
Dios, si él no supiera como se veía sin la manta.
Las sombras danzaban. Detrás de él, el guardia traía un nuevo farol y Kit se volvió para recibirlo. Mientras la puerta comenzó a cerrarse, pudo ver la repentina expansión del pecho de Rue, cómo inhaló profundamente la última bocanada de aire fresco.
No debía de ser fácil estar en ese lugar. Había sido construido, después de todo, para castigo.
—Va a ser un hermoso día —dijo Kit con un tono casual, mientras tomaba asiento al otro lado de la bandeja—. Está amaneciendo. El cielo está diáfano. Hay algo de brisa pero sólo para despertar las armerías. Hay un grupo al norte del campo esta mañana. Crecieron en el centeno. Todo huele a primavera.
Rue estaba completamente paralizada; miraba la servilleta blanca sobre la bandeja, el tazón de porcelana con azúcar. Bajo la poca luz que emitía el farol, el cabello de Rue brillaba como suave tinta, la trenza era como una pincelada detrás de la línea de su espalda.
—Y a madreselva —agregó él al cruzar las piernas—.Una gran cantidad está floreciendo en este preciso instante. ¿Lo recuerdas?
Rue clavó su mirada en él.
—¿Cuándo sucederá?
—¿Sucederá qué?
—El concejo. ¿Cuándo se reunirá?
—Al mediodía —dijo—. Y la ceremonia es a las cuatro.
Palideció un poco; él no lo hubiera considerado posible.
—La ceremonia de boda —dijo—. ¿Qué has pensado?
A pesar de la palidez de sus mejillas, florecieron dos puntos colorados. Él sonrió al verlos, una sonrisa sostenida que a Rue no le complacería en absoluto, pero sí eliminó su fingida suavidad.
—Te he traído algo más. —Buscó en su camisa el periódico doblado. Se lo ofreció pero los dedos de Rue nunca se abrieron para tomarlo y entonces Kit lo desplegó delante de ella, con la página principal hacia la luz.