El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Presionó los dedos de sus pies contra el polvo de granito y vio rastros de sangre seca en su pantorrilla. Suya o de él, no podía saberlo.

Le dolía la garganta.

Se preguntaba cuántos drakones habría fuera. Se preguntaba si podría superarlos.

Oyó un ruido en la puerta.

—¿Milord?

Christoff descruzó los brazos.

—Aquí.

—Se han ido. Pediré el coche.

—Necesitaremos prendas de vestir también. Sombreros, zapatos. Un vestido para ella. Deprisa.

—Sí.

Se volvió para mirar a Rué. Y por primera vez ella fue consciente de su propia desnudez; de su carne contra el implacable suelo y su cabello deslizándose sobre sus hombros. Levantó sus piernas con la pose de una sirena, enroscó sus brazos alrededor del pecho y encontró el destello en la mirada de Kit.

—No has ganado.

—¿No? —Se inclinó hacia la puerta, mientras la examinaba—. Me temo que sí.

—No volveré allí. Prefiero morir antes que volver.

—Ha sido una gran persecución, Clarissa. Pero nos vamos a casa.

—Mi casa está aquí.

A la tenue luz de la vela, el marqués levantó su brazo herido, inspeccionó el corte, el brillo de la sangre; luego, levantó la mirada para observar a Rué. La sonrisa que asomó en su rostro tuvo el brillo de una desagradable promesa que iluminó todo el lugar.

—No, querida. De ahora en adelante, tu vida será a mi lado.

Capítulo 6

LE vendaron los ojos para el viaje de regreso.

A Kit no le agradó la idea pero la otra opción hubiera sido dejarla sin sentido. Kit no se imaginaba levantando una mano para golpearla. No era justo, y tampoco quería que cualquier otro hombre la tocara.

En consecuencia, Clarissa tenía los ojos vendados y las muñecas atadas detrás de la espalda. Una mujer mortal nunca lo hubiera resistido, pero los drakones eran más fuertes que los Otros. Y en realidad, él no tenía otra opción: en las circunstancias en que se encontraba ella, él haría lo imposible para escapar. Arriesgaría su vida y su cuerpo, todo lo que fuera necesario por su libertad, incluso las obligaciones de la Comunidad. Pero ella no podía convertirse si no podía ver; Kit confiaba en que las mismas reglas se aplicaran tanto para hombres como para mujeres. Era un terrible defecto en su raza, pero ese día, estaba a su favor.

Recordó que su padre prefería utilizar capuchas.

Tendrían que dejar con prisa el depósito, antes de que el alguacil y todos aquellos testigos con ojos de lince se dieran cuenta de que no había alrededor otros tejados lógicamente aplastados. Kit observó el vestido que George había conseguido para ella. Un vestido alegre de tafetán azul oscuro y con rayas amarillas en la parte de la falda. Sin preguntar, Kit terminó de abrocharle los botones que ella no podía alcanzar. Y luego, le vendó los ojos.

Clarissa observaba impasible la faja que desenroscaba Kit de su puño. El concejo y su guardia cruzaron la puerta mientras movían las maderas y murmuraban planes y predicciones. Kit sabía que Clarissa podía oírlos, tal como él lo hacía. Fue probablemente la única razón por la que ella le permitió que lo hiciera.

—Supongo que no habrás escondido el diamante en tu casa —dijo Kit mientras se acercaba a ella—. No lo percibí allí.

Clarissa lo miró, había algo en su rostro, un ligero brillo, una revelación, quizás, escondida detrás de la sutil mueca de sus labios.

—Si tú lo dices… —dijo y encogió los hombros.

—No importa —ató la venda alrededor de sus ojos y tuvo especial cuidado de no dejar ningún espacio—, por el momento. Volveré a buscarlo.

Y ella no dijo nada. Sólo permaneció de pie en silencio con su alegre falda a rayas y su débil y burlona sonrisa, con la espalda derecha y el mentón elevado. Kit la guio por la habitación con sus dos manos.

No esperaba que ella le revelara sus secretos con facilidad; realmente no. No de parte de ella.

Ahora, dentro de su lujoso coche, Kit tuvo tiempo para reflexionar acerca de ella, ya que, a pesar de la venda en los ojos, se dio cuenta de que se había quedado dormida.

Tomó asiento frente a ella con su bota prestada apoyada con firmeza contra el asiento de Clarissa y dejó que su vista vagara por ahí. La cabeza de Clarissa descansaba contra los almohadones de terciopelo. Debajo de los moretones, observó que el pulso en su garganta era lento y constante.

El vestido rayado casi la engullía con sus pliegues y frunces; ella ya se había quitado los zapatos. El sombrero de paja fina con adornos que él había atado graciosamente debajo del mentón (para ocultar mejor su rostro), se había deslizado hacia un costado, y le cubría la oreja. Su suave cabello castaño estaba suelto como el de una niña, iluminaba de negro todo su cuerpo hasta la cintura. Parecía frágil, encantadora y totalmente inocente.

Kit todavía podía saborear la sangre en su boca.

Lo llenaba de arrepentimiento, pero más que eso, en algún lugar recóndito de su ser… de excitación. Clarissa Hawthorne no era inocente. Era diferente a cualquiera que hubiese conocido con anterioridad. Debajo de su delicadeza, latía un corazón indomable al igual que el suyo; estaba seguro de eso. Nadie se hubiera animado a vivir una vida de ese modo.

Y volar con ella…

Kit nunca, jamás había visto nada más increíble que a ella en el cielo azul. Todavía podía sentir la fuerza, el dulce sobresalto que sintió cuando se volvió para mirarla por segunda vez y la encontró realmente allí, con él, encima de las nubes.

Era una de ellos.

Era suya.

El coche era parte de su imagen oficial. Era nuevo y lustroso y tenía ballestas, apenas se balanceaba de un lado a otro a través de los profundos surcos del Gran Camino del

Norte de Londres. Había corrido las cortinas cuando atravesaron las puertas de la ciudad, porque no tenía tiempo de explicar por qué llevaba una mujer atada y con los ojos vendados. Pero sus oídos le decían que ya habían pasado los límites de la ciudad; levantó la cortina que se encontraba a su lado, contempló fuera las largas hileras e hileras de verdes maizales delineados con cercos de acebos. Los granjeros labraban los campos. Un rebaño de cabras oprimido contra una cerca seguía el coche y a los escoltas con prudentes ojos anaranjados.

Kit se acercó a Clarissa, le desató el sombrero y lo apoyó en el asiento. No se despertó.

El aire todavía tenía el hedor de la ciudad. Pero también se percibía un aroma un poco más placentero, más fresco, a tierra limpia.

Darkfrith los aguardaba.

* * *

En la cuarta noche de encierro en ese maldito coche llegaron, después de haberse detenido sólo para comer y cambiar los caballos. Aún sin poder ver, Rue sintió la diferencia a su alrededor, los perfumes del atardecer, la cascada de sonidos de un lugar que ella había dejado muy atrás y que sólo reaparecía en sus sueños.

Pasó un tiempo aturdida. Por momentos, el marqués estaba allí, y por momentos, desaparecía. Le trajo comida y bebida y le dio de comer con sus propias manos. Se preguntaba si contenía alguna droga. Dormía demasiado. Pero cuando Rue se despertó esa última noche, supo, como una alondra arrastrada por el viento a su lugar de origen, que estaba en Darkfrith.

Conocía los grillos que chirriaban en los descuidados helechos del largo y sinuoso sendero que llegaba a la casa solariega.

Conocía la grava triturada debajo de sus pies cuando descendió con cuidado del coche y los posó sobre la tierra firme.

Conocía el aroma del bosque que la rodeaba como una mano helada, que le acariciaba el rostro y le elevaba los cabellos.

Conocía la hierba y los búhos.

Conocía el crepitar de las velas de junco.

Conocía los murmullos y las miradas y los suspiros.

Y conocía al hombre que la sostenía por el codo. Su modo de caminar, más corto ahora para acompañarla a ella. Rue enderezó sus hombros y caminó con seguridad hacia la nada que la esperaba delante. Ella estaba allí; eso era todo. No la habían derrotado.

—Por aquí-le dijo Christoff al oído, como si ella pudiera escoger otro camino. Rue oyó que abrían las puertas de madera de la mansión. Nuevos aromas: cera de abejas, rosas, resina de los pinos, metal lustrado. Y apenas perceptible… cebollas y guiso de carne.

Las personas reunidas en torno al coche estarían observando su andar. Mantuvo sus dedos totalmente relajados detrás de su espalda, sin dar indicio de la herida en su piel, debida las cuerdas de satén que el marqués le había colocado y que se hundían en su muñeca.

Los zapatos de tacón que le habían dado no eran de su talla. Sólo Dios sabía si eran nuevos o usados, pero cuando colocó su pie en el tercer escalón para entrar en el vestíbulo, la suela se despegó del zapato. Tropezó y por un instante se sintió en el aire; la mano que sostenía su brazo la sujetó. Hicieron una pausa juntos. Rue respiraba y hacía equilibrio, orgullosa de no haber producido ningún ruido.

—¡Cuidado! —le advirtió Kit. Y luego, con más dulzura agregó —Ya casi llegamos.

Lo que por supuesto ya sabía, porque los aromas alrededor de ella habían cambiado una vez más, se oscurecieron a medida que se adentraban más y más en los resonantes pasillos.

Había estado dentro de Chasen Manor sólo una vez, para la bendición de la Comunidad por parte del anterior marqués. Era un rito que se llevaba a cabo con cada recién nacido, incluso con los Medianos, de otro modo, Rue nunca hubiera tenido aquel corto y estelar momento. Tenía sólo dos semanas de vida.

De niña, era una de sus historias favoritas. Le había rogado a Antonia que se lo relatara una y otra vez.

La habitación estaba iluminada con velas, decenas de velas, cada uno de ellas de un blanco angelical.

La temperatura había bajado para ese entonces. Las paredes estaban más cerca, los pasillos eran más angostos.

Había más recodos.

Tú llevabas el encaje de tu bisabuela.

Alguien hablaba detrás de las puertas cerradas; no podía entender qué decían. Mientras pasaban, las voces se acallaban deprisa.

Todo era del más fino y puro mármol: las paredes, los suelos, la pila bautismal.

Christoff avanzó más despacio y también lo hizo ella. Sintió que Kit se volvía para mirar hacia atrás, quizás a los hombres que los seguían.

Las velas se derretían con un exquisito aroma.

Había otra puerta delante de ella. Irradiaba un helado frío. De metal una vez más. Probablemente de hierro.

Le sonreíste al marqués.

Oyó un pesado rechinido, alguien levantaba una barra. Oyó que una llave encajaba en la cerradura.

—Los otros bebés se quejaban constantemente.

El aire que sintió ahora era rancio y húmedo.

—Pero tú nunca lloraste; en ningún momento.

Sabía a desesperación.

—Mi pequeña y valiente princesa.

Entró en la sala y permaneció inmóvil hasta que Christoff finalmente le soltó el brazo. Oyó que hablaba con alguien al otro lado de la puerta mientras ella respiraba lentamente e intentaba no darse por vencida ante el deseo de intentar quitarse las cuerdas que ataban sus muñecas.

La puerta se cerró con un pequeño e irreversible clic. El marqués estaba detrás de ella. Había una espada entre sus muñecas.

—Mantenlas quietas, por favor.

Kit cortó las cuerdas. Por un instante, lo único que sucedió fue que sus entumecidos brazos se deslizaron hacia delante otra vez, inertes al costado de su cuerpo. Luego, el fervor de la sangre regresó, una lenta agonía que recorría desde los dedos de su mano hasta su cráneo. Rue se mordió el labio para frenar el quejido.

Christoff se detuvo frente a ella, le tomó las manos y le masajeó la piel con suaves movimientos circulares. Tan pronto como pudo, hizo un movimiento para liberarse… no precipitadamente ni con torpeza, pero con todo el desprecio que pudo al tirar. Anduvo a tientas debido a la venda que permanecía en su rostro; ni siquiera preocupada por el nudo, simplemente se la arrancó.

Parpadeó por la nueva luz, en la pequeña celda, y se encontró frente al hombre que la miraba con seria intensidad.

—Estoy seguro de que conoces este lugar —dijo—. Es tuyo por el tiempo que lo necesites.

La Habitación de la Muerte. Naturalmente la conocía; todos la conocían. La habitación del juicio, de las horas finales. Se decía que estaba enterrada de tal modo en las profundidades del laberinto que era Chasen Manor que nadie podía oír los gritos.

Las paredes no estaban pintadas con la sangre de los condenados como siempre había oído, sino que eran de piedra gris común; pesados bloques conformaban el suelo y el techo, como el solar de un antiguo castillo normando, pero sin ventanas.

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