El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Ella se arqueó hacia atrás para no darle ventaja. La tomaba con firmeza, muy fuerte, y no la soltaba. Rué vio nubes y cielo e incluso el pinchazo débil de las estrellas; ella desplegó las alas y volcaron hacia un costado, pero Christoff se volvió, la aferró contra su cuerpo y con su peso, llevó las alas de Rué por detrás de la espalda de ella.

El viento la desgarró. Las nubes pasaban como una horrible masa. Ella intentó convertirse pero no pudo, estaban muy alto, descendían demasiado rápido y el aliento de Kit era caliente en su cuello y su cuerpo era una espiral inflexible alrededor de ella. Kit intentaba matarlos, a ambos; si ella no lograba convertirse y no podía volar, se encontrarían con la muerte como dos cometas…

***

Sir George permaneció con los hombros caídos y las manos en los bolsillos mientras contemplaba la simetría de las losas del suelo. Los hombres caminaban a su alrededor, con pasos que resonaban en la alta y vacía habitación. El tenebroso depósito estaba sucio; era poco confortable para su gusto. El aire llevaba el inconfundible hedor a lana de oveja mezclada con roedores y fango del río.

El marqués y su prisionera se retrasaban. Ya había amanecido y la mayoría de la gente que caminaba por las calles que rodeaban ese edificio eran aguateros y mercaderes.

George hizo una mueca con el labio y raspó el taco de su bota ociosamente contra el suelo. Christoff había fracasado. Era casi imposible que cumpliera lo que había prometido, que la buscara por toda la ciudad con el simple recuerdo de su aroma, que la capturara sin ayuda… incluso para él…

Sentía lo mismo que los demás; todos esperaban en sus lugares. Sobre ellos comenzó a arder la inconfundible presencia de los drakones. Todos miraron hacia el cielo, conmocionados.

—Dios Santo —exclamó George—. Aquí vienen.

Se golpearon contra las nubes; una súbita bofeteada gris en la piel de Rué; luego, se liberaron de ellas también y comenzaron a caer en picado hacia la línea del horizonte londinense, momentos antes de acabar contra el enorme planeta tierra.

La serpiente plateada y cristalina del Támesis. Barcos. Muelles. Gran cantidad de edificios que se aproximaban hacia ellos.

Kit abrió las alas. Las estiró, las bajó lentamente, pero antes de que Rué pudiera reaccionar, chocaron contra un enorme tejado —y fue doloroso, su espalda y sus hombros se estremecían del dolor; las tejas de madera volaban a su alrededor— y luego, contra el suelo, donde aterrizaron y rodaron con un duro golpe, todavía juntos, para colisionar contra una pared que tembló, pero no llegó a derrumbarse.

Rué yacía allí, conmocionada. No podía moverse. Las estrellas que veía a través de sus ojos brillaban en azul y púrpura. Apenas sintió cuando Christoff giró. Apenas sintió cuando él volvió a cogerla por la garganta —con más delicadeza esta vez— y la arrastró a través del suelo abierto, a través de una puerta, a un lugar más pequeño y menos iluminado que el anterior. La recostó allí con cuidado sobre su espalda.

Rué tragó saliva. Parpadeó para aclarar su visión. Luego Christoff se transformó en hombre otra vez, hermosamente desnudo, en cuclillas delante de ella con sus dedos sobre la brillante melena de seda que cubría el cuello de Rué.

—Clarissa —dijo.

Sacudió la cabeza, se puso de pie de un salto y Kit retrocedió sólo un paso, mirándola, con el rostro inescrutable.

Rué se convirtió en humo. Pero la puerta por la cual él la había arrastrado estaba ahora cerrada, lisa y sin picaporte, sin la más mínima abertura por la que pudiera deslizarse. La habitación era de ladrillo y cemento y no tenía ventanas. El suelo de granito no tenía grietas.

Estaba atrapada.

Rué tomó su forma humana, se fundió en una esquina con su cabello desordenado sobre su cuerpo y las manos abiertas apoyadas contra la pared. Christoff Langford vio cómo sucedía, sin hacer ningún movimiento hacia ella, permaneció erguido y solo en medio del suelo árido. Había una única vela encendida en un soporte junto a la puerta.

—¿De verdad creías que fuiste la primera en escapar a la ciudad? —Preguntó con seriedad mientras levantaba uno de sus brazos—. Mira. Mi padre construyó este lugar especialmente para nuestra raza.

Lo miraba fijo mientras trataba de recobrar el aliento. Después, llevó una mano a su cuello y presionó donde sentía dolor. Cuando la quitó, la palma de la mano tenía sangre.

La voz de Rué era áspera.

—¿Qué has hecho?

—Es una celda. Lo siento. —Miró en otra dirección, finalmente, con las pestañas casi cerradas. La luz de la vela fundió su boca en una línea finamente cincelada—. De algún modo tenía que traerte hasta aquí.

Parecía no comprenderlo: la habitación sellada, las negras sombras, la llama solitaria. El marqués de Langford, con su remota serenidad y sus verdes ojos encapuchados, sin pudor humano, sin vergüenza. Él era un drakon y Rué se dio cuenta de que nunca antes lo había visto tan claro en nadie hasta ese momento: no era mortal, no era débil sino algo antiguo y formidable; apenas amarrado a la fuerza y la gracia del cuerpo de un hombre desnudo.

Un tono colorado cubría su bíceps izquierdo y oscurecía la musculosa curva. Una herida. Ella había hecho eso con su espada, de por vida.

—Clarissa Hawthorne —dijo formalmente, inmóvil—. Por la ley de la Comunidad, quedas bajo mi custodia. ¿Te rindes ante mí y te sometes a la voluntad del concejo?

Palabras de rigor y el comienzo del final. Ella las reconoció como lo habría hecho cualquier niño de Darkfrith, palabras sagradas, transmitidas en un murmullo, terribles palabras para los criminales, para aquellos pocos temerarios que intentaban buscar la libertad. El marqués las pronunció con suavidad, casi con ternura, pero cuando levantó la vista para mirarla, ella vio la dura determinación en la mirada de Kit.

—Quedas bajo mi custodia —dijo una vez más—. ¿Te rindes ante mí?

Sí o no. Sabía lo que les sucedía a aquellos que se negaban. Había temblado con todos aquellos tontos y temerosos niños cuando oía los rumores; y cada Noche de Brujas había escuchado, absorta, las horribles historias sobre los muertos.

Los adultos evitaban los detalles, pero incluso Antonia le había prohibido aventurarse más allá de las cascadas del Condado, donde los huesos de los marginados de la Comunidad habían sido quemados y enterrados.

Christoff la miró y la sangre de su brazo se deslizó un poco más hacia abajo, recorriendo las venas de su mano hasta su dedo. Sin embargo, permanecía inmóvil. Rué siguió la primera gota hasta que cayó, una partícula color carmesí en el suelo.

La voz de Kit se tornó aún más suave, infinitamente oscura.

—¿Te rindes?

Rué lo miró a los ojos, ensombrecidos con un color dorado, tan inhumanamente perfectos.

—No —dijo ella y se volvió hacia el muro. Levantó uno de sus brazos contra la pared y apoyó su frente contra los ladrillos. Su cabello despeinado contra su piel bloqueaba lo que quedaba de luz. Cerró los ojos y esperó.

Durante un largo instante, no sucedió nada. Cuando finalmente se movió, ella consiguió permanecer inmóvil, no se sobresaltó, no trató de huir. Kit hizo un alto, justo detrás de ella.

Sintió que la mano de Kit cubría la suya sobre la cabeza, sus dedos se separaban a medida que los deslizaba entre los de ella. Llevó la palma de su mano con suavidad por debajo del brazo arqueado de Rué hacia su cabello, lo acarició, descubrió su omóplato debajo de las mechas desordenadas, su columna.

Rué cerró los ojos con más fuerza.

—Me apena mucho oírlo —dijo Christoff, y con su mano sobre la cadera de ella la hizo girar para que lo mirara.

Ella se lo permitió, más allá de sus pensamientos, más allá del miedo, la única cosa real y verdadera era la dura pared contra su espalda.

Kit permaneció demasiado cerca, grande y totalmente hombre. Su cabello, su piel, incluso sus ojos, brillaban como una llama: era un ángel en vida, demasiado deslumbrante y devastador, con cada inhalación y exhalación de su pecho a la luz, la hacía suya. Sus dedos permanecieron encorvados sobre la cadera de Rué.

Ella recordaba ese momento como parte de un sueño de mucho tiempo atrás, de su niñez, todas sus fantasías de la juventud ahora estaban completas del modo más desastroso.

Kit Langford la tocaba, la miraba como si supiera todo sobre ella, cada secreto, esperanza y pecado, como si adivinara toda su vida, como si yaciera delante de él sin máscara.

La mirada de Kit se posó en los labios de Rué. Sus dedos se tensaron. La luz de la vela era como una caricia de amantes sobre sus anchos hombros.

Fuera de la habitación se oyó un alboroto distante.

Como si fueran una sola persona, miraron hacia la puerta, luego, uno al otro. Las posibilidades parecían girar entre ellos; Christoff cogió el mentón de Rué y habló una vez más, lentamente.

—Habrá una multitud ahí fuera sorprendida por nuestra caída y seguramente por el gran agujero en el tejado de este edificio. Es probable que haya un Alguacil. Prométeme que no gritarás.

Ella podía escuchar a los hombres. Podía escuchar que corrían.

—Prométemelo —insistió, y su mano descendió, se convirtió en la más suave de las amenazas alrededor de su magullada garganta. Rué humedeció sus labios, sus pensamientos giraban sin cesar… Si gritaba, si la puerta se abría, si se convertía…, y Kit dejó salir el aire con un suspiro.

—¡Escúchame! No te pido nada más en este momento. Pero no quiero más exposición.— Alguien comenzó a acercarse a la puerta cerrada, pisadas que se arrastraban sobre la piedra y Rué pensó, ahora, ahora, pero la mano de Christoff ejerció presión. El pulso que sentía en sus oídos se transformó en un río torrentoso.

—Ratoncito —murmuró, mientras la confusión de Rué aumentaba.

—Sí. —Sus labios formaron la palabra; no pudo oír que la pronunciara. Pero Kit ejerció menos fuerza con su mano. Rué se aprisionó una vez más contra los ladrillos, mientras luchaba contra el mareo que sentía. Luego, buscó y apartó su mano de ella. Él dejó caer su brazo y estudió su rostro, especulando, mientras la conversación al otro lado de las paredes se oía más clara.

—… gran cosa! ¿Usted o sus hombres lo vieron, señor?

—No, no, para nada. —Una voz elocuente, con pronunciación lenta—. ¿Algo que cayó del cielo, dice? Qué sorprendente.

—Algunos de los testigos señalaban que fue cerca de aquí. ¡Un gran lío tiene! ¿Le molestaría si…?

—Cómo le he dicho, alguacil, estamos apurados. ¿Me comprende? Hemos venido hasta aquí simplemente a revisar el edificio. Tenemos alrededor de cuarenta toneladas de lana que llegarán hoy con la marea de la tarde, y hay más en camino. Pero el lugar esta arruinado, como puede ver. Inservible.

—El tejado…

—Sí, que mala suerte, ¿no? Se cayó la semana pasada, después de las lluvias.

El marqués irguió la cabeza para escuchar la conversación. Apareció una sonrisa en la comisura de sus labios.

—¿La semana pasada?

—¡Sí! —Rió en voz alta el hombre con elocuencia—.Usted no pensará que… ¡seguro que no!

—Oh… em…

—No, mi buen compañero, nada que haya caído del cielo pudo haber causado semejante desastre. La madera estaba podrida; una gran cantidad de ella. ¡Mire esta madera! ¡Qué maldito problema!

—Por supuesto. Por supuesto.

—Iniciaremos una demanda contra el administrador, naturalmente. Es indignante que haya permitido que el lugar llegara a semejante estado. Quizás, señor, como hombre de la ley, desee tomar las riendas del caso…

Rué abrió la boca para respirar; de inmediato, la palma de la mano de Kit se posó con firmeza sobre sus labios. Pero los ruidos fuera de la habitación habían disminuido, había menos voces, ya que los curiosos habían sido alejados del depósito.

Cuando Rué no los oyó más, él se alejó de ella, hacia la luz.

Rué se quitó el cabello del rostro y pensó una vez más. Ahora. Pero era demasiado tarde, y lo sabía.

Christoff caminó hacia la puerta y permaneció allí, esperando, cabizbajo y con los brazos cruzados. La vela emitía negras pinzas de humo.

Rué se hundió en el suelo. No quería hacerlo, ni tampoco lo deseaba, pero sus piernas se habían relajado curiosamente. Debido a la confusión que le causaba su cansancio, la habitación parecía moverse progresivamente hacia ambos lados. Pensó en convertirse en ese momento, en el instante en que la puerta se abrió, pero supo que nunca tendría la fuerza para lograrlo. ¿Cuánto hacía que no dormía? No lo recordaba.

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