El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

En silencio y sin peso, el rizo más visible de la peluca de Grady cayó sobre la mesa, como una liviana pluma contra la oscura madera.

Nadie más se movió; nadie más habló.

—Discúlpeme —dijo Kit cordialmente rompiendo el profundo silencio—. ¿Deseaba decir algo?

Grady miró el mechón cortado y luego a Kit. Su garganta estaba bien, pero no pudo producir sonido alguno. Lentamente, con un movimiento torpe, tomó asiento.

—Excelente. —Christoff mostró una sonrisa helada para toda la habitación—. ¿Alguien desea agregar algo?

Había hecho lo correcto, lo sabía. El descubrimiento de Clarissa Hawthorne encendió lo que pronto sería un infierno si no hacía algo para controlarlo en ese momento. Con sus Dones, por su experiencia, se había convertido en el Alfa femenino y por lo tanto, le pertenecía. Pero su belleza, su audacia, su vida fuera de la Comunidad… Cuando la llevara de regreso a Darkfrith no sería más extraordinaria que el sol elevándose en la noche. Todos los hombres del Condado la sentirían, la desearían. Parrish Grady había sido un comienzo inapropiado para los desafíos a los que se tendría que enfrentar. En Darkfrith, habría un gran número de hombres exaltados que estarían en su contra si Clarissa era el premio.

Los drakones no cortejaban ni se casaban como lo hacían los Otros; la danza era más primitiva; el resultado, más firme. Guiados por el instinto así como también por la pasión, cuando se elegía pareja, era para toda la vida. Los jóvenes amantes tenían un permiso que los esposos y las esposas no compartían; cualquier intento de dañar un matrimonio del Condado era considerado una ofensa mortal. Una vez que se llevaran a Clarissa, se la llevarían para siempre.

Estaba haciendo lo correcto al haber comenzado allí, esa noche, a mostrarles lo que debía ser. Él era un Alfa. Y ella le pertenecía. Lo sentía así hasta la médula.

Christoff salió de la mansión solo, inhalando el húmedo y oscuro aire, el hedor a caballos, a alcantarillas y al néctar dulzón del jazmín que bordeaba el sendero de piedras. Se apartó del brillo que daba el farol que estaba cerca, hizo una pausa y cerró los ojos, concentrándose, afinando los sentidos.

El animal en su interior, siempre cerca de su piel, despertó al instante: ojos brillantes, rapaces, dientes y garras filosas en su corazón. Sentía que un hambre oscuro resurgía, centellante en su sangre, y le daba la bienvenida al poder que lo inundaba.

Clarissa.

Sólo él tenía la fuerza para esto. Sólo él la conocía de ese modo, tenía su impronta en él, desde el primer minuto que pasaron juntos en el museo, tan cerca.

La recordó. Recordó su rostro, la sensación de su cintura en su brazo. Sus palabras sobre su mejilla.

Kit inhaló profundamente.

Tabaco, restos de algodón chamuscado. Carne asada.

Mendigos desesperados. Ginebra de una taberna. El Támesis.

Ganado, residuos. Sabandijas, perros callejeros. Gente y gente y gente y aglomeración de gente… y luego…

Lilas. Ah, tan distante, intangible, un aroma enterrado en el sofocante Londres. Lilas y ella.

Christoff abrió los ojos para mirar en dirección al viento del oeste, donde estaba ella.

Detrás de él, dentro de Far Perch, el concejo y la guardia esperaban.

La tendría pronto. Todo lo que debía hacer era… respirar.

Era una casa simple, muy engañosa, separada de la calle por una pequeña porción de césped verde y un retoño de manzano silvestre en una maceta de madera junto a la puerta. Miró el retoño y la puerta durante un instante desde su escondite en el callejón al otro lado de la calle, mientras dejaba pasar los caballos de alquiler con sus tambaleantes y tintineantes faroles. Examinó a los jinetes solitarios en jacas, y a las criadas con canastas en sus brazos que corrían a sus hogares a través de la noche para evitar que les cerraran las puertas en las narices.

Ninguna criatura miró hacia donde se encontraba él, ni siquiera el jadeante terrier con correa que corría detrás de un lacayo aburrido. Kit sabía cómo fusionarse con las sombras, resultaba tan sigiloso como cualquier bandido; era un cazador, el mejor de su clase. Y ese era el hogar de Clarissa, estaba seguro de eso.

El ratoncito de campo se había escapado a la ciudad.

Había una lámpara encendida en el pasillo de entrada; podía ver su oscura vida a través de las cortinas de la sala.

Podía oler el pálido y oleoso aroma del humo. Sin embargo, no había ni un rayo de luz que se pudiera ver desde la puerta, ni siquiera un atisbo de luz. Y dentro no había movimiento. Ni sombras humanas reflejadas por la luz. No se oían pisadas ni voces.

Kit se inclinó y apoyó un hombro contra la pared de ladrillos de la casa que lo mantenía oculto, y pensó que quizás no estuviese allí. Aunque quizás fuera una artimaña, un sutil e ingenioso artificio para que dejaran de perseguirla…

Pero no. Si no lo hubiera sabido por el perfume —casi embriagador allí, delicadas flores la envolvían— entonces, la falta de luz a través de las grietas y juntas la hubiera traicionado fácilmente, aunque hay que admitir que no sería fácil para un ojo inexperto. Ella conocía sus debilidades porque conocía a los miembros de la Comunidad. Sin embargo, todavía quizás su ratoncito de ciudad no era tan meticuloso como creía…

Era una noche muy oscura, pero no tanto como para eliminar todos los riesgos. En general, nunca se hubiera arriesgado tan abiertamente, pero no podía tan sólo acercarse a la casa y golpear a la puerta.

Kit se deslizó hacia las profundas sombras del callejón, se despojó de sus vestiduras y se convirtió.

Era un don de los drakones mantener esa forma, disolver el ser humano y dejar que la bestia comenzara a surgir. Él era transparente, ascendía, humo que se elevaba y se deslizaba con prisa alrededor de la casa, buscando, buscando (todo lo que necesitaba era una pequeña grieta, un agujero olvidado)…

Sin embargo, no había ninguno. Recorrió la casa dos veces, buscando velozmente todo cuanto pudo para evitar que lo descubrieran, pero ella lo había vencido allí también. La chimenea, los ladrillos rojos, las bisagras de color crema de las ventanas, todo estaba herméticamente sellado. Tuvo que darse por vencido, retomar su forma en ese húmedo callejón al otro lado de la calle y permanecer allí, mirando, quebrado entre la frustración y la admiración.

Muy bien. ¿Deseaba convencionalismos? Se los daría.

Al final, el marqués de Langford tuvo que caminar sin rumbo por la calle empedrada y, después de todo, golpear con sus nudillos la puerta.

Sidonie oyó el primer golpe desde la cocina, donde estaba muy ocupada ayudando a Cook a preparar el budín gales para la cena. La señora solía cenar tarde, incluso para las horas londinenses, pero el personal de la casa ya se había acostumbrado al horario. Los tres estaban bien alimentados y bien vestidos. La criada y la cocinera recibían un pago adecuado.

Sidonie había estado en el reformatorio y en las esquinas de Fleet Street antes de que la señora Hilliard la contratara. No era una mujer que tendiera a cuestionar las acciones de su ama viuda.

El golpeteo se oyó nuevamente, con más insistencia.

—Maldito sea este niño… ¿Dónde está? —se quejó Cook, irguiéndose sobre una pila de cebollas y puerros pelados—. Siempre en medio cuando tendría que estar fuera, nunca aquí cuando lo necesitamos… —Llevó su mirada hacia Sidonie—. Ve, antes de que comiencen a quejarse.

Sidonie se limpió las manos con el delantal, le echó una última mirada a la masa y luego, deprisa, salió de la cocina.

Quizás era una entrega; tendría que guiarlos hacia la parte de atrás de la casa. Quizás era Zane que se había olvidado la llave… ¡una vez más! Él también debía usar la puerta trasera, pero muy pocas veces lo hacía. O quizás era el refinado joven Thomas Fitzhugh con sus ojos brillantes y su mirada penetrante que venía de la fábrica de hielo… aunque era demasiado tarde para el hielo…

Tan pronto sus pies tocaron el suelo de madera del vestíbulo, el golpeteo cesó, pero Sidonie siguió hasta la puerta de todos modos, estirando su falda, quitándose un mechón de cabello rojizo de la mejilla mientras abría la pesada puerta de metal.

Su cabello volvió sobre su mejilla una vez más en mechones que le hicieron cosquillas al sobresalir de su cofia cuando el viento de la noche extrajo el aire caliente detrás de ella.

No era Zane, ni Thomas. Era un aristócrata. Lo observo, con el escaso brillo de la lámpara que caía con calidez sobre sus facciones, llevaba los guantes en sus manos, sin sombrero, de pie informalmente en las escaleras delante de ella. Aunque estaba un escalón más abajo, era más alto que ella, vestía un sobretodo color bermejo hecho a medida y brillantes botas marrones, había un bolso de cuero a sus pies. El cabello suelto pasaba sus hombros, y era espesamente rubio —largo e inmaculado, como si fuera un gitano o un pirata— pero no se equivocaba con respecto a su aire aristocrático, ni en el corte del sobretodo.

Era el hombre más atractivo que había visto en su vida.

El señor la miraba de reojo con sus cristalinos ojos verdes, luego le brindó una sonrisa simple y ligera. Una sombra de barba de color cobre brillaba en la línea de su mandíbula, dándole mal aspecto.

Sidonie sintió que el corazón se le derretía.

—¿Se encuentra la señora? —preguntó, suave como el chocolate.

—Yo… —el viento sopló de nuevo, enfriando sus mejillas y Sidonie parpadeó— No, señor. Milord.

—¿No? —había un dejo de distracción en su tono de voz, pero fue bastante dulce, como si entre ambos compartieran un increíble secreto.

—Perdón, señor. —Hizo una pequeña reverencia—.Salió.

La mirada de él fue más allá de Sidonie, hacia el oscuro pasillo; luego, volvió a ella. Su bella sonrisa nunca se desvaneció.

—¿La señorita Hawthorne volverá pronto?

—Ah… ah, señor —dijo Sidonie, ahora aturdida—. ¿La señorita Hawthorne? Esta es la residencia de la señora

Hilliard.

Sin embargo, en lugar del desconcierto que ella esperaba, la sonrisa del señor se hizo más profunda.

—Entiendo. Bueno, quizás usted pueda aceptar mi tarjeta de todos modos.

Y con gracia y rapidez la sacó de ningún lugar y quedó entre dos de sus dedos.

—Por supuesto, milord.

—Gracias. Buenas noches.

—Buenas noches, señor.

Sidonie tuvo que hacer un gran esfuerzo para cerrar la pesada puerta otra vez, y con la distracción del viento y la sonrisa final y de soslayo del señor, nunca se dio cuenta de que una segunda tarjeta se deslizó entre el pestillo de la puerta y el marco justo cuando la cerró.

La mirada de Kit permaneció sobre el pequeño manzano silvestre, lleno de lustrosos frutos colorados, mientras los pasos de la criada se desvanecieron. Luego empujó con su mano la puerta, la abrió, guardó la tarjeta en su chaqueta, levantó su bolso y, en silencio, entró en la casa.

Faltaba todavía una hora para que amaneciera antes de que se dispusiese a entrar en la casa, caminaba sola por las calles casi vacías, cabizbaja y con el dobladillo de la falda del vestido de criada sucio. Era imposible encontrar un coche casi al amanecer.

Había permanecido en la capilla abandonada todo lo que pudo soportar, encogida en el único banco que no hacía juego con el lugar. Había ratas en los muros que no dejaban de rascarse cerca de su cabeza. Cada vez que giraba la cabeza parecían agitarse, gritando y rascándose en el viejo yeso.

La sacristía estaba helada y era poco confortable y con desesperación ansiaba la seguridad de su cama. Soportó todo lo que pudo. Colocó las piernas debajo de ella y clavó sus dedos en la madera carcomida. Intentó no quedarse dormida porque en sus pesadillas todo el tiempo la atrapaban, una y otra vez, rodeada de los drakones, clavada en la tierra, asfixiada por ellos, sin poder gritar…

Un amanecer gris y natural la rodeaba; una suave y húmeda niebla se arrastraba a lo largo de las veredas. Rué observó cómo sus pies pisoteaban la niebla, cómo se abría y formaba remolinos y se le acercaba a los zapatos una vez más. Su paso era firme, sus manos entrelazadas. No era nadie en especial, sólo una criada con un encargo, moviéndose con rapidez y modestia, cabizbaja, pero sus oídos, su corazón y su garganta y todo el resto de su ser temblaba con atención y fatiga.

Los primeros vendedores ambulantes de pescado comenzaban a aparecer, llevando sus pesados canastos. Las lecheras caminaban, aún adormecidas, a través de la niebla; los carniceros con delantales manchados; las lavanderas. Un par de jóvenes limpiabotas que discutían sobre un juego de dados apartaron de un codazo a Rué para no perder ni una palabra de su discusión.

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