Así fue como Rincewind, que corría —con el Equipaje trotando tras él— por los populosos bazares de Morpork, iluminados por bengalas al anochecer, tropezó con una figura alta y sombría, se volvió para dedicarle unas cuantas maldiciones, y se encontró frente a frente con la Muerte.
Tenía que ser la Muerte. Nadie más iría por ahí con las cuencas de los ojos vacías, claro. Y la guadaña que llevaba al hombro era otra pista. Mientras Rincewind la miraba horrorizado, una pareja de amantes, riéndose de algún chiste privado, atravesaron la aparición sin darse cuenta de nada.
La Muerte parecía sorprendida, al menos hasta donde puede parecerlo un rostro sin rasgos móviles.
—¿Rincewind? —dijo la Muerte, en tonos tan profundos y pesados como puertas de plomo cerrándose en una cavidad subterránea.
—Hummm —respondió Rincewind, intentando apartarse de la mirada sin ojos.
—Pero ¿qué haces tú aquí?
(Bum, bum, lápidas de criptas en sólidas montañas antiguas, comidas por los gusanos…)
—Hummm… ¿por qué no iba a estar aquí? —se las arregló para responder Rincewind—. Además, estoy seguro de que tienes mucho que hacer, así que te dejo…
—Me sorprende que hayas tropezado conmigo, Rincewind, porque tengo una cita contigo esta misma noche.
—Oh, no, no…
—Pero, claro, lo jodido del asunto es que esperaba encontrarte en Psephopololis.
—¡Pero eso está casi a ochocientos kilómetros!
—No hace falta que me lo recuerdes. Ya veo que se me ha vuelto a descuajaringar todo el sistema. Oye, mira, ¿no te importaría…?
Rincewind retrocedió, extendiendo las manos frente a él como para protegerse. En una caseta cercana, el vendedor de pescado seco contempló a aquel loco con interés.
—¡Ni pensarlo!
—Puedo prestarte un caballo muy rápido —ofreció la Muerte.
—¡No!
—No dolerá nada.
—¡No!
Rincewind se dio la vuelta y echó a correr. La Muerte le miró alejarse, y se encogió de hombros con gesto de fastidio.
—Pues que te den por culo —dijo la Muerte.
Se dio la vuelta, y vio al vendedor de pescado. Con un gruñido, la Muerte extendió un dedo literalmente huesudo, y detuvo el corazón del hombre. Pero no le sirvió de consuelo.
Entonces, la Muerte recordó lo que iba a suceder aquella misma noche. No sería correcto decir que sonrió, ya que, en cualquier caso, sus rasgos estaban perpetuamente congelados en una sonrisa calcárea. Pero empezó a tararear una tonadilla, tan alegre como el entierro de un apestado, y —deteniéndose sólo para robarle la vida a una mosca de mayo, y una de sus nueve vidas a un gato que se escondía cobardemente bajo la caseta de pescado (todos los gatos ven el octarino)—, la Muerte giró sobre sus talones y echó a andar hacia el Tambor Roto.
* * *
La calle Corta de Morpork es, de hecho, una de las más largas de la ciudad. La calle Filigrana cruza su extremo dextro como el palo de una t, y el Tambor Roto está situado de manera que domina toda la longitud de la calle.
En el extremo más lejano de la calle Corta, un objeto oscuro y oblongo se alzó sobre sus centenares de patitas y echó a correr. Al principio, su paso no era más que un trote suave. Pero, al llegar al centro de la calle, se movía con la velocidad de una flecha…
Una forma más oscura avanzó centímetro a centímetro, junto a uno de los muros del Tambor, a pocos metros de los dos trolls que vigilaban la puerta. Rincewind sudaba. Si oían el leve tintineo de las bolsas especialmente preparadas que llevaba colgadas del cinturón…
Uno de los trolls palmeó a su colega en el hombro, provocando un ruido como el de dos guijarros al entrechocar. A la escasa luz de las estrellas, señaló calle abajo… salió disparado de su escondrijo, se volvió y arrojó su carga por la ventana más cercana del Tambor.
* * *
Whitel la vio llegar. La bolsa trazó un arco al cruzar la habitación, girando lentamente en el aire, y se rompió contra el canto de una mesa. Un momento más tarde, monedas de oro rodaban por el suelo, tintineantes, refulgentes.
De repente, la habitación había quedado en silencio, a excepción del tintineo del oro y los gemidos de los moribundos. Con una maldición, Whitel despachó al asesino con el que había estado peleando.
—¡Es un truco! —gritó—. ¡Qué nadie se mueva! Tres hombres y una docena de trolls se congelaron, ya en posición de tantear el suelo.
Entonces, por tercera vez, la puerta se abrió de golpe. Dos trolls entraron apresuradamente, cerraron tras ellos, colocaron la pesada barra y huyeron escalera abajo.
Fuera, cada vez más cerca, se oyó el ruido de pies corriendo. Y, por última vez, la puerta se abrió. Más correctamente, explotó. La enorme barra de madera salió despedida hacia el otro extremo de la habitación, y hasta el marco cedió.
Puerta y marco aterrizaron sobre una mesa, que se hizo astillas. Fue entonces cuando los inmóviles combatientes advirtieron que había algo más en el montón de madera: era una caja, que se sacudía salvajemente para liberarse de las astillas que la rodeaban.
Rincewind apareció en el destrozado umbral, haciendo girar otra de sus granadas de oro. Fue a estrellarse contra una pared, dejando escapar una lluvia de monedas.
* * *
Abajo, en el sótano, Broadman levantó la vista, murmurando para sí mismo, y siguió con su trabajo. Ya había amontonado en el suelo toda su provisión de velas para el Invierno Eje, junto con la leña. Ahora estaba moviendo un barril de aceite para las lámparas.
—Canguros —murmuro.
El aceite se derramó en el suelo, a sus pies.
* * *
Whitel atravesó la habitación. Su rostro se había convertido en una máscara de rabia. Rincewind apuntó cuidadosamente y acertó de lleno al ladrón en el pecho con una bolsa de oro.
Pero ahora, Ymor gritaba y señalaba con un dedo acusador. Un cuervo bajó en picado desde su percha en las vigas, y se precipitó sobre el mago, con las brillantes garras preparadas.
No llegó. Cuando estaba aproximadamente a medio camino, el Equipaje saltó de su lecho de astillas, se abrió un momento en el aire y se cerró de golpe.
Aterrizó con suavidad. Rincewind vio que la tapa volvía a abrirse ligeramente, lo justo para que una lengua tan larga como una hoja de palma y tan roja como la caoba lamiera unas cuantas plumas errantes.
Al mismo tiempo, el gigantesco candelabro cayó del techo, dejando en tinieblas la habitación. Rincewind se flexionó como un muelle, saltó y se agarró a una viga, balanceándose para refugiarse en la relativa seguridad del techo con una fuerza que a él mismo le sorprendió.
—¡Qué emocionante! ¿Verdad? —dijo una voz junto a su oído.
Abajo, ladrones, asesinos, trolls y comerciantes comprendieron aproximadamente en el mismo instante que estaban en una habitación traicionera, convertida en una trampa por monedas de oro que hacían resbalar. Y que, además, entre las formas repentinamente amenazadoras de la semioscuridad, había una absolutamente terrible. Se dirigieron hacia la puerta como un solo hombre, pero tenían dos docenas de ideas diferentes acerca de su localización exacta.
Por encima del caos, Rincewind miró a Dosflores.
—¿Has cortado tú la lámpara? —siseó el mago.
—Sí.
—¿Y cómo has llegado aquí arriba?
—Pensé que sería mejor que no estorbara a nadie.
Rincewind meditó la frase. Desde luego, no había muchas réplicas posibles.
—¡Una auténtica pelea! —añadió Dosflores—. ¡Es mejor que todo lo que había imaginado! ¿Crees que debería darles las gracias? ¿O lo has preparado tú?
Rincewind le miró inexpresivo.
—Creo que deberíamos bajar ya —dijo con voz hueca—. Todo el mundo se ha ido.
Arrastró a Dosflores por el suelo lleno de astillas, y le obligó a subir la escalera. Salieron a última hora de la noche. Todavía quedaban algunas estrellas, pero la luna ya había desaparecido, y en la periferia se divisaba un leve brillo grisáceo. Lo más importante de todo era que la calle estaba desierta.
Rincewind olfateó el aire.
—¿No hueles a aceite? —pregunto.
En aquel momento, Whitel salió de entre las sombras y le agarró por los pies.
* * *
En la cima de la escalera del sótano, Broadman se arrodilló y hurgó en su bolsa de yescas. Resultó que todas estaban húmedas.
—Mataré a ese jodido gato —murmuró, mientras iba a buscar la otra caja que solía tener junto a la puerta.
Había desaparecido. Broadman soltó un taco.
—Ten, toma ésta.
—Gracias —respondió Broadman.
—No hay de qué.
Broadman fue a tirar la cerilla escalera abajo. Se detuvo con la mano en el aire. Miró la cerilla con el ceño fruncido. Luego, se dio la vuelta y alzó la llama para observar la escena. No daba mucha luz, pero bastó para distinguir una forma en la oscuridad…
—Oh, no —jadeó.
—Oh, sí —dijo la Muerte.
* * *
Rincewind rodó sobre sí mismo. Por un momento, pensó que Whitel le iba a escupir mientras estaba en el suelo. Pero fue mucho peor. Esperaba a que se levantara.
—Veo que tienes una espada, mago —dijo sin alzar la voz—. Te sugiero que la desenvaines y veamos qué tal la manejas.
Rincewind se puso en pie todo lo lentamente que se atrevió, y se sacó del cinturón la espada corta que había quitado al guardia unas horas y cientos de años antes. Era una cosa pequeña y obtusa, comparada con el afilado estoque de Whitel.
—¡Pero si no sé manejar una espada! —gimió.
—Bien.
—¿Sabes que no se puede matar a un mago con un arma de filo? —intentó desesperadamente Rincewind.
Whitel sonrió con frialdad.
—Eso he oído —replicó—. Estaba deseando comprobarlo.
Lanzó una estocada.
Rincewind la bloqueó por pura suerte. El golpe le hizo apartar la mano, así que detuvo el segundo golpe de casualidad. El tercero le atravesó la túnica a la altura del corazón.
Se oyó un sonido metálico.
El rugido triunfal de Whitel se le murió en la garganta. Sacó la espada y pinchó de nuevo al mago, que estaba rígido de horror y culpabilidad. Sonó otro tintineo, y monedas de oro empezaron a caer del dobladillo de la túnica.
—Sangras oro, ¿eh? —siseó Whitel—. Pero ¿llevas también oro escondido en esa sucia barba, maldito…?
Cuando alzaba la espada para la estocada definitiva, el leve brillo que había ido aumentando en el desaparecido umbral del Tambor Roto titiló, se oscureció y estalló en una rugiente bola de fuego que hizo reventar las paredes hacia afuera y levantó el tejado treinta metros en el aire antes de salir por el agujero que quedó, esparciendo tejas al rojo vivo.
Whitel contempló las llamas, incapaz de moverse. Y Rincewind saltó. Se agachó bajo el brazo derecho del ladrón, y alzó su espada en un arco calculado con tal incompetencia que golpeó al hombre de plano. La espada saltó de la mano del mago. Llovían chispas y gotas de aceite ardiendo cuando Whitel agarró a Rincewind por el cuello y le obligó a agacharse.
—¡Tú has hecho esto! —gritó—. ¡Tú y tu caja de trucos!
Encontró el gaznate de Rincewind con el pulgar. Se acabó, pensó el mago. Vaya adonde vaya, no puede ser peor que esto…
—Disculpa —dijo Dosflores.
Rincewind sintió que la presión disminuía. Y ahora Whitel se levantaba poco a poco, con una expresión de odio terrible en su rostro.
Una brasa ardiendo aterrizó sobre el mago. Se la sacudió rápidamente y se puso en pie como pudo.
Dosflores estaba detrás de Whitel, con el agudo estoque del ladrón en la mano. Lo tenía apoyado de punta contra la base de su espalda. Rincewind entrecerró los ojos. Buscó algo entre los pliegues de su túnica, y sacó la mano cerrada en un puño.
—No te muevas —ordenó.
—¿Lo estoy haciendo bien? —preguntó Dosflores con ansiedad.
—Dice que te hará rebanadas el hígado si te mueves —tradujo libremente Rincewind.
—Lo dudo —dijo Whitel.
—¿Quieres apostar algo?
—No.
Mientras Whitel se tensaba para volverse contra el turista, Rincewind descargó el puño contra la mandíbula del ladrón. Whitel le miró asombrado un instante, antes de derrumbarse silenciosamente sobre el lodo.
El mago abrió el dolorido puño, y el paquete de monedas de oro cayó de entre sus magullados dedos. Bajó la vista para mirar al ladrón caído.
—¡Dioses! —jadeó.
Alzó la cabeza, y gritó cuando otra brasa le aterrizó en el cuello. Las llamas se propagaban por los tejados, a ambos lados de la calle. Por todas partes, la gente sacaba sus posesiones por las ventanas, e intentaba arrastrar a los caballos fuera de los establos humeantes. Otra explosión en el volcán al rojo que había sido el Tambor, despidió volando toda una repisa de mármol, que giraba en el aire a la altura de las cabezas como una peligrosa guadaña.