Con una sonrisa, Dosflores se sacó de la bolsa un puñado de monedas pequeñas, que ahora Rincewind reconocía: cuartos de rhinu. El extranjero guiñó un ojo al mago.
—Tuve un problema parecido cuando me detuve en las Islas Marrones —dijo—. Creen que el iconógrafo les roba un trozo del alma. Es divertido, ¿no?
—Sssí —dijo Rincewind.
Pero consideraba que estaba perdiendo su parte privilegiada en la conversación.
—Aunque yo creo que no se me parece demasiado —añadió.
—Es muy fácil de manejar —dijo Dosflores, ignorándole—. Mira, lo único que tienes que hacer es apretar este botón. El iconógrafo hace el resto. Ahora, yo me pondré al lado de Hrun, y tú sacarás la pintura.
Las monedas tranquilizaron la inquietud de los hombres como sólo el oro puede hacerlo, y Rincewind se sorprendió al descubrir, medio minuto más tarde, que tenía en las manos un pequeño retrato en cristal de Dosflores. El turista agarraba una gran espada mellada, y sonreía como si todos sus sueños se hubieran hecho realidad.
* * *
Almorzaron en una pequeña casa de comidas, cerca del Puente de Latón, mientras el Equipaje descansaba bajo la mesa. Tanto la comida como el vino eran mucho mejores que la media a la que Rincewind estaba acostumbrado, y le relajaron. Decidió que las cosas no estaban tan mal. Sólo necesitaba un poco de inventiva y buenos reflejos.
Al igual que él, Dosflores parecía pensativo. Contemplaba reflexivamente su copa de vino.
—Las peleas de taberna son bastante corrientes por aquí, supongo —dijo.
—Sí, bastante.
—¿Los locales y accesorios resultan dañados a menudo?
—¿Acce…? ¡Ah, ya entiendo! ¿Te refieres a los bancos, las mesas y todo eso? Sí, es muy posible.
—Debe de ser terrible para los posaderos.
—Pues la verdad, nunca me había parado a pensarlo. Supongo que será uno de los riesgos del negocio.
Dosflores le miró, pensativo.
—Quizá podría ayudarles —dijo—. El riesgo es mi trabajo. Oye, esta comida es un poco grasienta, ¿no?
—Dijiste que querías probar platos típicos de Morpork —señaló Rincewind—. ¿Qué estabas diciendo del riesgo?
—Oh, lo sé todo sobre el riesgo. Es mi trabajo.
—Eso me pareció oír. Pero la primera vez tampoco me lo creí.
—No, no es que me dedique a correr riesgos. Lo más emocionante que me ha sucedido es volcar un frasco de tinta. Yo valoro riesgos. Día tras día. ¿Sabes cuáles son las oportunidades de que una casa se incendie en el Distrito Triángulo Rojo de Bes Palargic? Quinientas treinta y ocho contra una. Lo he calculado —añadió, con cierto tono de orgullo.
—¿Para…? —Rincewind intentó reprimir un eructo—. Disculpa. ¿Para qué?
Se sirvió mas vino.
—Para… —Dosflores se detuvo—. No sé decirlo en trob —siguió—. Es más, creo que no tiene traducción a ese idioma. En el mío, lo llamamos…
Pronuncio una retahíla de sílabas ininteligibles.
—¿Canguros? —interpretó Rincewind—. Me parece que no te entiendo. ¿A qué te refieres?
—Bueno, imagina que tienes un barco con un cargamento de… supongamos, lingotes de oro. Puede que lo hundan las tormentas, o lo asalten los piratas. No quieres que suceda nada de eso, así que suscribes una palliza de canguros. Yo calculo las posibilidades de que el cargamento se pierda, basándome en los pronósticos meteorológicos y en los informes sobre piratería de los últimos veinte años, y le añado un pequeño tanto por ciento. Luego, tú me pagas una cierta cantidad de dinero basada en esas posibilidades, y…
—Y en el tanto por ciento —señaló Rincewind, moviendo solemnemente un dedo.
—… y luego, si se pierde el cargamento, te lo reembolso.
—¿Rebolsar?
—Te pago el valor del cargamento —explicó Dosflores con paciencia.
—Ya comprendo. Es como una apuesta, ¿no?
—¿Una apuesta? Bueno, quizá… en cierto modo.
—¿Y se gana dinero con esos canguros?
—Al menos se recupera lo invertido, eso desde luego.
Envuelto en el cálido brillo amarillento del vino, Rincewind trató de pensar en los canguros en términos del Mar Circular.
—Me parece que no entiendo bien estos canguros —dijo con firmeza, contemplando atónito cómo el mundo se tambaleaba a su alrededor—. En cambio, la magia… la magia sí que la entiendo.
Dosflores sonrió.
—La magia es una cosa, y los sonidos-reflejados-de-espíritus-subterráneos son otra —dijo.
—¿Qué?
—¿Que qué?
—Esa palabra rara que has usado —dijo Rincewind, impaciente.
—¿Sonidos-reflejados-de-espíritus-subterráneos?
—Nunca la había oído.
Dosflores intentó explicarlo.
Rincewind intentó comprenderlo.
* * *
Durante las largas primeras horas de la tarde, visitaron la ciudad siguiendo una ruta en dirección Dextro, a partir del río, Dosflores abría el camino, con la extraña caja de dibujos colgada del cuello mediante una cinta. Rincewind le seguía de cerca, quejándose a intervalos y parándose de cuando en cuando para asegurarse de que aún llevaba la cabeza sobre los hombros.
Algunos más le seguían. En la ciudad donde las ejecuciones públicas, los duelos, las peleas y las luchas encarnizadas entre magos señalaban regularmente el transcurso de las horas, los habitantes habían hecho de la profesión de observador interesado un auténtico arte. Para ser hombres, resultaban aves de rapiña muy habilidosas. En cualquier caso, Dosflores estaba encantado tomando pintura tras pintura de gente enzarzada en lo que él describía como «actividades típicas». Y como un cuarto de rhinu cambiaba de propietario «por las molestias», una cola de asombrados y felices nouveaux-riches le siguió pronto, por si aquel loco explotaba en una lluvia de oro.
En el Templo de Sek Siete Manos, una precipitada asamblea de sacerdotes y artesanos del trasplante ritual de corazón, estuvieron de acuerdo en que la enorme estatua —cien palmos— de Sek era demasiado sagrada como para ser plasmada en un cuadro mágico. Pero el pago de dos rhinus les hizo pensar rápidamente que quizá no fuera tan sagrada.
Una larga sesión en los Pozos de Putas dio como resultado buen número de pinturas, tan coloridas como instructivas. Rincewind se guardó discretamente unas cuantas, para estudiarlas más detalladamente en privado. Cuando los vapores se despejaron de su cerebro, empezó a preguntarse en serio cómo funcionaba el iconógrafo.
Hasta un mago fracasado sabía que algunas sustancias eran sensibles a la luz. Quizá aquellas placas de cristal estaban tratadas mediante algún proceso arcano, que congelaba la luz al atravesarlas. Tenía que ser algo por el estilo. Rincewind sospechaba a menudo que, en alguna parte, tenía que haber algo mejor que la magia. Y a menudo sufría decepciones.
De cualquier manera, aprovechó todas las oportunidades de manejar él mismo la caja. Dosflores accedió encantado, pues así, el hombrecillo podía salir en sus propias pinturas. Fue entonces cuando Rincewind advirtió algo extraño. La posesión de la caja confería al que la controlaba una especie de poder; cualquiera situado delante del ojo hipnótico de cristal obedecía las órdenes más perentorias sobre postura y expresión.
Así estaban las cosas cuando, en la Plaza de las Lunas Rotas, llegó el desastre.
Dosflores había posado junto a un asombrado vendedor de hechizos. Su multitud de recientes admiradores le observaba con interés, por si hacía alguna locura graciosa.
Rincewind hincó una rodilla en el suelo, la mejor postura para tomar el cuadro, y apretó la palanca mágica.
—Es inútil. Me he quedado sin rosa —dijo la caja.
Una puertecita, hasta entonces ignorada, se abrió frente a sus ojos. Una figura humanoide, pequeña, verde y con horribles verrugas se asomó al exterior, mostrándole en una mano engarfiada una paleta de pintor con costras de colores, gritándole furioso.
—¡No hay rosa! ¿Lo ves? —graznó el homúnculo—. Es inútil que sigas apretando la palanca si no queda rosa, ¿no crees? Si querías rosa, no debiste sacar todas aquellas pinturas de jovencitas, ¿verdad? De ahora en adelante, blanco y negro, o nada. ¿Entendido?
—Muy bien. Claro. Cómo no —asintió Rincewind.
En un rincón oscuro de la caja, le pareció ver un caballete de pintor y una pequeña cama sin hacer. Deseó equivocarse.
—Pues que quede entendido —gruñó el duende, cerrando la puerta de golpe.
Rincewind creyó oír el sonido lejano de más gruñidos, y el ruido de un taburete al ser arrastrado por el suelo.
—Dosflores… —empezó a decir, levantando la vista.
Dosflores había desaparecido. Rincewind contempló la multitud, mientras el horror le cosquilleaba la columna vertebral. Junto con el horror, sintió un suave pinchazo en la base de la espalda.
—Date la vuelta muy despacio —dijo una voz que era como seda negra—, o despídete de tus riñones.
La multitud miraba con gran interés. Estaba siendo un buen día.
Rincewind se volvió lentamente, notando cómo la punta de la espada le arañaba las costillas. Al otro lado de la espada, reconoció a Stren Whitel: ladrón, espadachín cruel y decidido aspirante al título de Peor Hombre del Mundo.
—Hola —saludó débilmente.
A pocos metros advirtió a una pareja de desaprensivos que alzaban la tapa del Equipaje y señalaban excitadamente las bolsas de oro. Whitel sonrío. Aquella sonrisa tenía un efecto desagradable al combinarse con la cicatriz que le cruzaba la cara.
—Yo te conozco —dijo—. Eres un mago de tercera. ¿Qué es esa cosa?
Rincewind vio que la tapa del Equipaje temblaba ligeramente, aunque no había viento. Y aún tenía en las manos la caja de cuadros.
—¿Esto? Hace dibujos —dijo, animado— ¡Eh, no dejes de sonreír, por favor!
Retrocedió rápidamente y enfocó la caja.
Por un momento Withel titubeó.
—¿Qué? —exclamó.
—Perfecto, así, no te muevas… —dijo Rincewind.
El ladrón se detuvo. Luego rugió, y alzó la espada.
Sonó un chasquido de madera, seguido por un par de gritos horrísonos. Rincewind no miró a su alrededor por miedo a las cosas terribles que podría ver. Y para cuando Whitel le buscó de nuevo, ya estaba al otro lado de la plaza y seguía acelerando.
* * *
El albatros descendió trazando círculos lentos y amplios, que terminaron en un muy poco elegante borrón de plumas y en un golpe brusco, cuando aterrizó pesadamente sobre su plataforma, en el jardín para pájaros del Patricio.
El guardián de los pájaros, que sesteaba al sol y de ninguna manera esperaba un mensaje de larga distancia tan pronto después del de aquella mañana, se puso en pie de un salto y levantó la vista.
Momentos más tarde, corría por los pasillos del palacio sosteniendo la cápsula del mensaje y —debido al descuido que le provocó la sorpresa— lamiéndose una fea herida en el dorso de la mano, producida por un picotazo.
* * *
Rincewind corría a trompicones callejón abajo, sin prestar atención a los gritos airados que surgían de la caja de cuadros. Saltó un alto muro, con su túnica raída flotando a su alrededor, como las plumas de un grajo desaliñado. Aterrizó en el patio trasero de una tienda de alfombras, dispersando tanto la mercancía como a los clientes, salió a toda velocidad por la puerta trasera, patinó bajando por otro callejón y se detuvo, con los dientes castañeteándole peligrosamente, justo cuando estaba a punto de caer al Ankh.
Se dice que una sola gota de ciertos ríos místicos puede robar la vida a un hombre. Tras su turbio paso por la ciudad dividida, el Ankh podría ser uno de tales ríos.
A lo lejos, los gritos de rabia adquirieron un escalofriante tono de terror, Rincewind miró a su alrededor desesperadamente, en busca de un bote o asidero que le permitiera escalar los pulidos muros que tenía a derecha e izquierda. No vio nada.
Estaba atrapado.
Espontáneamente, el Hechizo brotó en su mente. No se podía decir que lo hubiera aprendido. Más bien el Hechizo le había aprendido a él. El episodio había terminado con su expulsión de la Universidad Invisible porque, por una apuesta, se había atrevido a abrir las páginas del último ejemplar existente del grimorio del propio Creador, el Octavo, mientras el encargado de la biblioteca universitaria estaba distraído. El Hechizo había saltado de la página para enterrarse instantánea y profundamente en su cerebro, de donde no fueron capaces de sacarlo ni los talentos combinados de toda la Facultad de Medicina. Tampoco podían estar seguros de cuál era concretamente, aunque sabían que se trataba de uno de los Ocho Hechizos Básicos, que estaban intrincadamente entrelazados con el tejido del espacio y el tiempo.