—¿Sí, señor? —respondió, con el corazón en un puño.
—Estoy seguro de que no soñarás con intentar huir de la ciudad para eludir tus obligaciones. Creo que eres un urbanita de nacimiento. Y puedes estar seguro de que los señores de otras ciudades conocerán las condiciones de nuestro trato antes de que caiga la noche.
—Te aseguro que esa idea ni siquiera se me había pasado por la cabeza, señor.
—¿No? Pues tienes un rostro que engaña. Yo que tú, lo controlaría.
* * *
Rincewind llegó al Tambor Roto a toda velocidad, justo a tiempo de chocar contra un hombre que salía rápidamente de espaldas. La prisa del desconocido se justificaba en parte por la lanza que llevaba clavada en el pecho. Dejó escapar un sonoro gorgoteo, y cayó muerto a los pies del mago.
Rincewind trató de echar un vistazo por la puerta, y retrocedió cuando una pesada hacha de combate silbó y pasó junto a él volando como una perdiz.
Un segundo vistazo le informó de que, probablemente, el hacha no tenía nada personal contra él. Sólo la casualidad. El oscuro interior del Tambor era escenario de una pelea. Buen número de los combatientes —según confirmó un tercer vistazo, más largo— yacían destrozados. Rincewind se echó a un lado para dejar paso a un taburete, que fue a estrellarse al otro lado de la calle. Luego, entró rápidamente.
Llevaba puesta una túnica oscura, oscurecida todavía más por el uso constante y los escasos lavados. En la penumbra, nadie pareció advertir la sombra que se arrastraba a gatas, desesperadamente, de mesa en mesa. En cierto momento un luchador, al retroceder, pisó algo que parecían dedos. Algo que parecían dientes le mordieron el tobillo. Dejó escapar un grito agudo, y bajó la guardia lo suficiente para que una espada, blandida por un asombrado adversario, le traspasara.
Rincewind llegó junto a la escalera, lamiéndose la mano herida y corriendo curiosamente encorvado. Una flecha se clavó en la madera, justo encima de él, y el mago dejó escapar un sollozo.
Subió la escalera de una carrera, esperando ser alcanzado de un momento a otro por un proyectil con más puntería.
Se irguió por fin en el pasillo superior, jadeando, y vio el suelo que se extendía ante él, repleto de cadáveres. Un hombretón de barba negra, con una espada ensangrentada en la mano, forcejeaba con el pestillo de una puerta.
—¡Eh! —gritó Rincewind.
El hombre miró a su alrededor y luego, casi distraídamente, se sacó de la bandolera una especie de cuchillo arrojadizo, que salió disparado de su mano. Rincewind lo esquivó agachándose. Oyó un breve grito tras él, y el arquero que estaba a punto de disparar su arma la dejó caer, llevándose las manos a la garganta.
El hombretón ya estaba buscando otro cuchillo. Rincewind miró a su alrededor con ojos salvajes y entonces, improvisando, adoptó una pose mágica.
Echó la mano hacia atrás.
—¡Asoniti! ¡Kyorucha! ¡Beazleblor!
El hombre titubeó, mirando nerviosamente a un lado y a otro, esperando el resultado de aquella magia. Llegó a la conclusión de que no había nada a punto de golpearle, al mismo tiempo que Rincewind, tras atravesar rápidamente el pasillo, le encajaba una buena patada en la entrepierna.
Mientras el hombre gritaba y se doblaba sobre sí mismo, el mago abrió la puerta, entró a toda velocidad, la cerró tras él y se apoyó en la madera, jadeante y sudoroso.
Allí, todo era silencio. Dosflores dormía pacíficamente en la cama baja. Y, al pie de la cama, se encontraba el Equipaje.
Rincewind aventuró unos pasos hacia adelante. La codicia le movía con tanta suavidad como si se transportase sobre ruedecitas. El baúl estaba abierto. Había bolsas dentro, y en una de ellas, se atisbaba el brillo del oro. Por un momento, la avaricia se impuso a la prudencia, y extendió una mano ansiosa… pero ¿para qué? No viviría suficiente para disfrutarlo. Retiró la mano de mala gana, y se sorprendió al ver un ligero temblor en la tapa abierta del baúl. ¿No se había movido ligeramente, como si la agitara el viento?
Rincewind se miró los dedos, y luego la tapa. Parecía pesada, y tenía agarraderas de latón. Ahora, estaba quieta.
¿Qué viento?
—¿Rincewind?
Dosflores se incorporó en la cama. El mago saltó hacia atrás, componiendo una sonrisa.
—¡Mi querido amigo, llegas justo a tiempo! ¡Tomaremos un almuerzo, y luego, estoy seguro de que habrás preparado un programa maravilloso para esta tarde!
—Estooo…
—¡Estupendo!
Rincewind respiró profundamente.
—Mira —dijo desesperado—, comamos en otro lugar. Abajo hay una especie de lucha.
—¿Una pelea de taberna? ¿Y por qué no me despertaste?
—Bueno, verás, yo… ¿cómo?
—Creí que me había explicado bien esta mañana, Rincewind. Quiero ver la auténtica vida morporkiana: el Mercado de Esclavos, los Pozos de Putas, el Templo de los Dioses Menores, el Gremio de Mendigos… y una Auténtica Pelea de Taberna. —Un leve tono de sospecha apareció en la voz de Dosflores—. Porque existen, ¿no? Ya sabes, gente colgándose de las lámparas del techo, peleas a espada sobre las mesas…, ese tipo de cosas en que siempre se meten Hrun el Bárbaro y Comadreja. ¡Emociones!
Rincewind se sentó pesadamente en la cama.
—¿Quieres ver una pelea? —dijo.
—Sí. ¿Qué hay de malo en eso?
—Para empezar, la gente resulta herida.
—Bueno, tampoco sugería que participásemos. Sólo quiero ver una pelea, nada más. Y a algunos de vuestros famosos héroes. Tenéis héroes, ¿verdad? ¡¿No serán todo historias de marineros?!
Para sorpresa del mago, la voz de Dosflores era casi suplicante.
—Sí, claro que existen —se apresuró a responder Rincewind.
Los imaginó mentalmente, y la sola idea le dio escalofríos.
Todos los héroes del Mar Circular pasaban tarde o temprano por Ankh-Morpork. La mayoría venía de las tribus bárbaras, cerca de las heladas tundras del Eje, cuya economía se basaba en la exportación de héroes. Casi todos tenían burdas espadas mágicas, cuyos ecos incontrolados en el plano astral organizaban el caos en cualquier experimento delicado de brujería aplicada en kilómetros a la redonda, pero Rincewind no tenía nada que objetar en ese aspecto. Sabía que era un desertor de la magia, así que no le molestaba que la mera aparición de un héroe a las puertas de la ciudad hiciera explotar las retortas y materializarse demonios en todo el Distrito de los Magos. No, lo que no le gustaba de los héroes era que resultaban suicidamente sombríos cuando estaban sobrios, y homicidamente locos cuando se emborrachaban. Además, había demasiados. En algunos de los territorios más importantes cerca de la ciudad se formaba un auténtico alboroto cuando llegaba la estación. Se hablaba de organizar una lista rotatoria.
Se frotó la nariz. Los únicos héroes con los que solía pasar algún tiempo eran Bravd y Comadreja, que estaban fuera de la ciudad en aquel momento, y Hrun el Bárbaro, que era prácticamente un intelectual según los estándares del Eje, ya que podía pensar sin mover los labios. Se decía que Hrun estaba pirateando en algún punto de la zona Dextro.
—Mira —dijo al fin—. ¿Has conocido alguna vez a un bárbaro?
Dosflores meneó la cabeza.
—Eso me temía —siguió Rincewind—. Bueno, son…
Desde fuera, de la calle, les llegó el ruido de pies corriendo, y se oyó un nuevo rugido en la planta baja. Le siguió una conmoción en la escalera. La puerta se abrió de golpe antes de que Rincewind reuniera valor para saltar por la ventana.
Pero, en vez del loco que esperaba, se encontró frente a frente con el rostro redondo y rojizo de un sargento de los Vigilantes. Recuperó la respiración. El peligro debía de haber pasado, porque los Vigilantes se cuidaban mucho de no intervenir en ninguna reyerta antes de que las oportunidades se inclinaran claramente a su favor. El trabajo ofrecía una pensión, y atraía a hombres prudentes, que pensaban antes de actuar.
El sargento echó un vistazo a Rincewind, y luego examinó a Dosflores con interés.
—¿Todo va bien? —dijo.
—Sí, muy bien —respondió Rincewind—. Algo os retuvo, ¿eh?
El sargento le ignoró.
—Entonces, ¿éste es el extranjero?
—Ya nos íbamos —intervino rápidamente el mago. Empezó a hablar en trob—. Creo que deberíamos almorzar en otro sitio, Dosflores. Conozco algunos lugares.
Y salió hacia el pasillo con todo el aplomo que pudo reunir. Dosflores le siguió y, segundos más tarde, les llegó un quejido aterrado del sargento, cuando el Equipaje cerró su tapa de golpe, se levantó, se estiró y echó a andar tras ellos.
Los Vigilantes estaban sacando cadáveres del salón de la taberna. No había nadie vivo. Los Vigilantes se habían asegurado de que todo fuera así, dándoles tiempo más que suficiente para escapar por la puerta trasera; un bonito compromiso, a medio camino entre la precaución y la justicia, pero que beneficiaba a ambas partes.
—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó Dosflores.
—Bueno, ya sabes. Eso, hombres —respondió Rincewind.
Antes de que pudiera detenerse, cierta parte de su cerebro que no tenía nada que hacer allí, tomó el control de su boca.
—En realidad, son héroes —añadió.
—¿De verdad?
Cuando uno ha metido un pie en las Miasmas Grises de H’rull, es mucho más sencillo meter el otro directamente y ahogarse, en vez de prolongar la lucha. Rincewind se dejó llevar.
—Sí. Aquel de allí es Erig Brazofuerte, el otro es Zenell el Negro…
—¿Está aquí Hrun el Bárbaro? —quiso saber Dosflores, mirando ansiosamente a su alrededor.
Rincewind tomó aliento.
—Es ése, el que está detrás de nosotros.
La enormidad de esta mentira fue tal que sus repercusiones alcanzaron tanto a uno de los planos astrales más bajos, como al Distrito de los Magos, al otro lado del río, donde adquirieron una velocidad tremenda al atravesar la onda de poder que siempre pendía sobre esta zona, y cruzaron salvajemente el Mar Circular. Uno de los ecos llegó hasta el mismo Hrun, que en aquel momento luchaba contra un par de gnolls en una cornisa a punto de derrumbarse, en las Montañas Caderack. Le provocó una confusión momentánea.
Entretanto, Dosflores había abierto la tapa del Equipaje y sacaba apresuradamente un pesado objeto cúbico de color negro.
—¡Es fantástico! —exclamó—. ¡En casa no se lo van a creer!
—¿Qué pretende hacer? —inquirió el sargento, con tono dubitativo.
—Te da las gracias por habernos rescatado —respondió Rincewind.
Observó de soslayo la caja negra, casi esperando que estallara, o empezara a emitir extraños tonos musicales.
—Ah —dijo el sargento.
Él también observaba la caja negra. Dosflores les sonrió alegremente.
—Me gustaría tener un recuerdo de esto —dijo—. ¿Te importaría pedirles a todos que se pusieran allí, junto a la ventana? No tardaré nada. Eh… ¿Rincewind?
—¿Sí?
Dosflores se puso de puntillas para susurrarle algo al oído.
—Supongo que sabéis lo que es esto, ¿no?
Rincewind bajó la vista para mirar la caja. Tenía un ojo redondo de cristal que salía del centro de una de las caras, y una palanquita detrás.
—Pues no del todo —respondió.
—Es un instrumento para hacer dibujos rápidamente—explicó Dosflores—. Un invento bastante reciente. Yo estoy muy orgulloso, pero espero… mira, supongo que estos caballeros no sentirán aprensiones, ¿verdad? Por supuesto, les pagaré por el tiempo que pierdan.
—Tiene una caja con un demonio que pinta cuadros —abrevió Rincewind—. Haced lo que dice este loco, y os dará oro.
Los Vigilantes sonrieron, un tanto nerviosos.
—Me gustaría que salieras en la pintura, Rincewind. Así, perfecto.
Dosflores sacó el disco dorado que Rincewind había visto antes, y escrutó un momento su superficie.
—Bastará con treinta segundos —dijo animado—. ¡Por favor, sonreíd!
—¡Sonreíd! —ordenó Rincewind. En la caja sonó un zumbido.
—¡Perfecto!
* * *
El segundo albatros volaba muy por encima del disco. En realidad, volaba tan alto que alcanzaba a ver con sus pequeños ojos anaranjados la totalidad del mundo, y el enorme y brillante Mar Circular. Llevaba una cápsula amarilla con un mensaje atado a una pata. Mucho más abajo, oculto por las nubes, el pájaro que había llevado el primer mensaje al Patricio de Ankh-Morpork aleteaba suavemente de vuelta hacia el hogar.
* * *
Rincewind contempló atónito el pequeño cuadrado de cristal. Allí estaba él, desde luego: una diminuta figura, con todos sus colores, en pie delante de un grupo de Vigilantes, todos con las caras congeladas en un rictus aterrado. Un zumbido de terror sin palabras recorrió a los hombres que le rodeaban, cuando se inclinaron sobre su hombro para echar un vistazo.