El rostro de Rincewind era una máscara de espanto y fascinación.
—No aguantaba un minuto más en Bes Palargic —siguió Dosflores alegremente—, sentado todo el día detrás de un escritorio, sumando y sumando columnas de cifras. Al final, lo único que me esperaba era una pensión de jubilación. ¡Y eso no tiene nada de romántico! Dosflores, pensé, es ahora o nunca. No tienes que limitarte a escuchar las historias. Puedes ir allí. Ahora es el momento de dejar de pasear por los muelles, escuchando los relatos de los marineros. Así que compilé un libro de frases y compré un pasaje para el siguiente barco que zarpaba hacia las Islas Marrones.
—¿Sin guardias? —murmuró Rincewind.
—¿Guardias? ¿Para qué los quiero? No tengo nada que valga la pena robar.
Rincewind carraspeó.
—Tienes, eh… oro —dijo.
—Apenas dos mil rhinus. Lo suficiente para que una persona sola viva durante un mes o dos. En casa, claro. Quizá aquí pueda estirar el dinero un poco más.
—¿Un rhinu es una de esas monedas grandes de oro? —preguntó Rincewind.
—Sí. —Dosflores miro al mago por encima de las extrañas lentes con gesto preocupado—. ¿Crees que tendré suficiente con dos mil?
—Síííí —se atragantó Rincewind—. Quiero decir… sí. Tendrás suficiente.
—Perfecto.
—Hummm. ¿Todo el mundo es tan rico como tú en el Imperio Ágata?
—¿Yo? ¿Rico? Bendito seas, ¿quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¡Si sólo soy un pobre oficinista! ¿Crees que le pagué demasiado al tabernero?
—Eh… se habría conformado con menos —concedió Rincewind.
—Vaya, ya lo sé para la próxima vez. Veo que tengo mucho que aprender. Se me ocurre una idea, Rincewind. ¿Aceptarías trabajar para mí como… no sé… como guía? Parece que la palabra «guía» es la más apropiada para las circunstancias. Creo que podría pagarte un rhinu diario.
Rincewind abrió la boca para responder, pero sintió que las palabras se le agarraban a la garganta, negándose a salir a un mundo que enloquecía por momentos. Dosflores se sonrojó.
—Te he ofendido —dijo—. Ha sido una petición impertinente para un profesional como tú. Sin duda te aguardan muchos proyectos importantes… trabajos de magia elevada, seguramente…
—No —respondió débilmente Rincewind—. Ahora mismo, no ¿Has dicho un rhinu? ¿Uno al día? ¿Todos los días?
—Creo que, dadas las circunstancias, podría ofrecerte rhinu y medio diario. Los gastos corren de mi cuenta, claro.
Rincewind se recuperó magníficamente.
—Estará bien —dijo—. Muy bien.
Dosflores se metió la mano en la bolsa y sacó un objeto redondo de oro, lo miró un momento y volvió a guardarlo. Rincewind no tuvo ocasión de echarle un vistazo de cerca.
—Creo que me vendría bien descansar un poco —dijo el turista— Ha sido una travesía muy larga. ¿Serías tan amable de venir al mediodía, para que demos una vuelta por la ciudad?
—Claro.
—Entonces, por favor, ten la gentileza de pedir al tabernero que me muestre mi habitación.
Rincewind lo hizo, y observó al nervioso Broadman, que acababa de volver al galope de alguna habitación trasera, encabezar la marcha por la escalera de madera, detrás de la barra. Segundos más tarde, el Equipaje se levantó y trotó por el suelo, en pos de ellos.
Sólo entonces el mago bajó la vista para contemplar las seis enormes monedas que tenía en la mano. Dosflores había insistido en pagarle los cuatro primeros días por adelantado.
Hugh asintió y le sonrió, dándole ánimos. Rincewind nunca había obtenido buenas notas en precognición. Pero ahora, en su mente, unos oxidados circuitos funcionaban a toda velocidad, y a sus ojos, el futuro aparecía pintado en brillantes colores. Empezaba a picarle la espalda, justo entre los omóplatos. Sabía que lo más sensato que podía hacer era comprar un caballo. Tendría que ser un animal rápido, y caro; así, de pronto, a Rincewind no se le ocurría el nombre de ningún vendedor suficientemente rico como para darle el cambio de casi una onza de oro.
Y luego, por supuesto, las otras cinco monedas le servirían para instalar un útil consultorio a una distancia segura: por ejemplo, trescientos kilómetros. Eso sería lo más sensato.
Pero ¿qué le pasaría a Dosflores, solo, en una ciudad donde hasta las cucarachas tenían un olfato infalible para detectar el oro? Había que ser un auténtico infame para abandonarle.
* * *
El Patricio de Ankh-Morpork sonrió, pero sólo con los labios.
—¿La Puerta Eje, dices? —murmuró.
El capitán de la guardia saludó rápidamente.
—Sí, señor. Tuvimos que matar al caballo para que se detuviera.
—Lo que te ha traído aquí por una ruta bastante directa —dijo el patricio, bajando la vista para mirar a Rincewind—. Bueno, ¿qué dices tú?
Se rumoreaba que toda un ala del palacio estaba ocupada por escribientes, que pasaban el día ordenando y actualizando toda la información recogida por el sistema de espías, exquisitamente organizado por su amo. Rincewind no lo dudaba. Echó un vistazo al balcón que recorría toda una pared de la sala de audiencias: una carrera repentina, un salto ágil… y el brusco silbido de las flechas al salir de las ballestas. Sintió un escalofrío.
El Patricio se acarició las barbillas con una mano llena de anillos, y contempló al mago con ojos tan pequeños y duros como abalorios.
—Veamos: violación de juramento, robo de caballo, falsificación de moneda… Sí, Rincewind, creo que de ésta acabas en el circo.
Aquello ya era demasiado.
—¡No robé el caballo! ¡Lo pagué, y a buen precio!
—Pero con moneda falsa. Técnicamente, es un robo.
—¡Pero esos rhinus son de oro puro!
—¿Rhinus? —El Patricio hizo girar una de las monedas entre sus gruesos dedos—. ¿Así se llaman? ¡Qué interesante! Pero, como puedes ver, no se parecen demasiado a nuestros dólares.
—¡Por supuesto que no!
—¡Ah! Entonces, ¿lo admites?
Rincewind abrió la boca para decir algo, lo pensó mejor, y volvió a cerrarla.
—Más o menos. Y, por encima de todo eso está, desde luego, la infamia moral de traicionar cobardemente a un visitante recién llegado a nuestras playas. ¡Qué vergüenza, Rincewind!
El Patricio hizo un vago gesto con la mano. Tras el mago, los guardias retrocedieron unos metros, y su capitán dio unos pasos a la derecha. De repente, Rincewind se sintió muy solo.
Se dice que, cuando un mago está a punto de morir, la Muerte en persona se presenta a recogerle, en vez de dejar la tarea a un subordinado, como la Enfermedad o el Hambre, que es lo más corriente. Rincewind miró nerviosamente a su alrededor, esperando ver la alta figura de negro: los magos, incluso los magos fracasados, tienen en los ojos, además de bastoncillos y conos, unos pequeños octógonos que les permiten ver el octarino, el color básico del cual todos los demás colores no son sino sombras pálidas en el espacio normal de cuatro dimensiones. Se dice que es una especie de púrpura verdeamarillento fosforescente.
Y… ¿no veía ahora una sombra en el rincón?
—Por supuesto —siguió el Patricio—, podría ser piadoso.
La sombra desapareció. Rincewind alzó la vista, con una expresión de esperanza loca en el rostro.
—¿Sí? —dijo.
El Patricio hizo otro gesto con la mano. Rincewind vio que los guardias salían de la cámara. A solas con el señor supremo de las ciudades gemelas, casi deseó que volvieran.
—Acércate más, Rincewind —dijo el Patricio.
Le señaló un plato de golosinas que descansaba sobre una mesita baja de ónice, junto al trono.
—¿Quieres una medusa transparente? ¿No?
—Hummm —dijo Rincewind—. No.
—Ahora quiero que escuches muy atentamente lo que te voy a decir —empezó el Patricio con tono amistoso—, si no, morirás. De una manera interesante. Durante mucho tiempo. Por favor, deja de temblar así.
»Como eres más o menos un mago, te supongo consciente de que vivimos en un mundo que tiene forma de disco. Y se dice que, en el borde más lejano, hay un continente. Es pequeño, pero su peso es igual al de todas las masas de tierra de este hemicírculo. También lo sabías, ¿no? ¿Y sabías que, según la leyenda, esto se debe a que está hecho en su mayor parte de oro?
Rincewind asintió. ¿Quién no había oído hablar del Continente Contrapeso? Algunos marineros incluso creían las historias de su niñez, y navegaban en su busca. Por supuesto, volvían con las manos vacías, y eso cuando volvían, que era lo menos habitual. Quizá morían devorados por tortugas gigantes, en opinión de marinos más serios. Porque, evidentemente, el Continente Contrapeso no era más que un mito solar.
—Existe, por supuesto —dijo el Patricio—. Aunque no está hecho de oro, sí es cierto que allí es un metal muy corriente. La mayor parte de la masa corresponde a los depósitos de octirón, a gran profundidad bajo la superficie. Supongo que, ahora, tu incisiva mente habrá deducido enseguida que la existencia del Continente Contrapeso es una amenaza mortífera para nuestra gente. —Hizo una pausa y vio la boca abierta de Rincewind. Suspiró y siguió hablándole—. ¿No me he explicado correctamente?
—Sssí… —respondió Rincewind. Tragó saliva y se lamió los labios—. Quiero decir, no. O sea… bueno, oro…
—Ya veo —le interrumpió dulcemente el Patricio—. Quizá piensas que ir al Continente Contrapeso y volver con un barco cargado de oro sería maravilloso, ¿verdad?
Rincewind tenía el presentimiento de que le estaban tendiendo una trampa.
—¿Sí? —aventuró.
—¿Y si todos los hombres que viven a las orillas del Mar Circular tuvieran una montaña de oro propia? ¿Crees que sería bueno? ¿Qué sucedería? Piénsalo con cuidado.
Rincewind frunció el ceño. Pensó.
—¿Que todos seríamos ricos?
El modo en que bajó la temperatura tras su observación, le demostró que no había sido correcta.
—Más valdrá que te lo diga, Rincewind. Según costumbre, hay ciertos contactos entre los Señores del Mar Circular y el Emperador del Imperio Ágata —siguió el Patricio—. Es un contacto muy ligero, porque tenemos pocas cosas en común. Nosotros no tenemos nada que ellos quieran, y ellos no tienen nada que nosotros podamos pagar. Es un imperio antiguo, Rincewind. Antiguo, astuto, cruel y muy, muy rico. Así que intercambiamos saludos fraternales por correo albatros. A intervalos poco frecuentes.
»Una de esas cartas llegó esta mañana. Parece que a un súbdito del Emperador se le ha metido en la cabeza visitar nuestra ciudad. Sólo porque quiere verla. Desde luego, sólo un loco se sometería a todas las privaciones de cruzar el Océano en dirección Dextro para ver algo, pero ése no es el tema.
»Llegó esta mañana. Podría haberse tropezado con un gran héroe, con el más astuto de los ladrones o con el más sabio de los sabios. Tropezó contigo. Ese tal Dosflores te ha contratado como guía, como su mirador, Rincewind. Te encargarás de que vuelva a su hogar con un buen informe sobre nuestras tierras. ¿Qué te parece?
—Eh… muchas gracias, señor —respondió Rincewind, deprimido.
—Hay otra cuestión, por supuesto. Sería una tragedia que le pasara algo desagradable a nuestro pequeño visitante. Por ejemplo, que muriese. Terrible para toda nuestra tierra, porque el Emperador de Ágata cuida de los suyos… y puede hacernos desaparecer con un gesto. Un simple gesto. Y sería terrible para ti, Rincewind, porque en las semanas que transcurriesen hasta la llegada de la enorme flota mercenaria del Imperio, algunos de mis sirvientes se encargarían intensivamente de tu persona, con la esperanza de que, a su llegada, los capitanes vengadores calmasen su ira al ver tu cuerpo todavía vivo. Hay ciertos hechizos que pueden evitar que la vida abandone un cuerpo, por mucho que se haya abusado de él, y… Ah, veo en tu rostro que por fin comprendes, ¿verdad?
—Sssí…
—¿Cómo dices?
—Sí, señor. Yo me… eh… encargaré. O sea, que yo me encargaré de cuidarle y de que no le suceda nada malo.
«Y después me buscaré un trabajo de malabarista en el infierno, para hacer equilibrios con bolas de nieve», añadió amargamente para sus adentros.
—¡Excelente! Doy por supuesto que las relaciones entre Dosflores y tú son ya muy buenas. Un buen comienzo. Cuando vuelva sano y salvo a su tierra, comprobarás que no soy desagradecido. Quizá incluso olvide los cargos presentados contra ti. Gracias, Rincewind. Puedes marcharte.
Rincewind decidió no pedir que le devolvieran los cinco rhinus restantes. Retrocedió cautelosamente.
—¡Ah, una cosa más! —dijo el patricio, mientras el mago tanteaba en busca del pomo.