El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

—Es horrible —dijo un sombrío Rincewind.

La lente se acercaba ahora al borde mismo de la Catarata Periférica. A medida que se acercaba al fin del mundo, la isla no sólo se hacía más alta: también se estrechaba, de manera que la lente permaneció sobre el agua hasta llegar muy cerca de la ciudad. El parapeto que discurría por el precipicio del lado Borde tenía varios puentes transversales que se proyectaban hacia la nada. La lente planeó con suavidad hacia uno de ellos y se posó con la misma lentitud que si fuera un barco atracando en el muelle. Les esperaban cuatro guardias, con el mismo pelo de luna y rostros de noche que Marchesa. No parecían armados, pero cuando Dosflores y Rincewind bajaron al parapeto, les cogieron por los brazos con firmeza de sobra como para quitarles de la cabeza al momento cualquier posible idea de fuga.

Marchesa y los atentos magos hidrófobos quedaron rápidamente atrás cuando los guardias y sus prisioneros se encaminaron a paso ligero por un sendero que discurría entre las casas-barco. El sendero descendía hacia lo que resultó ser una especie de palacio, medio excavado en la misma roca del acantilado. Rincewind advirtió vagamente que les llevaban por unos túneles iluminados, y que atravesaban patios abiertos bajo el cielo lejano. Unos cuantos ancianos, con las túnicas llenas de misteriosos símbolos ocultistas, les dejaron paso y observaron con interés la marcha del sexteto. Rincewind vio en varias ocasiones a hidrófobos —sus arraigadas expresiones de repugnancia ante sus propios fluidos corporales eran inconfundibles— y, de cuando en cuando, hombres que caminaban agotados: sólo podían ser esclavos. Pero no tuvo demasiado tiempo para reflexionar sobre lo que veía antes de que una puerta se abriera ante ellos, y los guardias les empujaran con tanta amabilidad como firmeza hacia el interior de una habitación. Luego, la puerta se cerró de golpe tras ellos.

Rincewind y Dosflores recuperaron el equilibrio y miraron la habitación que les rodeaba.

—¡Guau! —fue todo lo que consiguió decir el turista tras una pausa, durante la que intentó sin éxito encontrar una palabra más adecuada.

—¿Esto es una celda de la prisión? —se preguntó Rincewind en voz alta.

—¿Con tanto oro, y sedas, y todas estas cosas? —añadió Dosflores—. ¡En mi vida he visto nada parecido!

En el centro de la habitación, lujosamente decorada, había una alfombra tan espesa y peluda que Rincewind la tentó con un pie antes de pisarla, por si acaso se trataba de alguna bestia cuyo hábitat fueran los suelos. Y, sobre la alfombra, descansaba una deslumbrante mesa llena de alimentos. La mayoría de los platos se componían de pescado, incluyendo la langosta más grande y mejor presentada que Rincewind pudiera imaginar, pero también vio muchos cuencos y platos llenos de extrañas creaciones que nunca había visto. Extendió la mano con cautela y tomó una especie de fruta púrpura con cristales verdes incrustados.

—Erizos de mar confitados —dijo tras él una voz alegre y cascada—. Una delicia.

Lo dejó caer rápidamente y se dio la vuelta. Un anciano acababa de salir de detrás de las pesadas cortinas. Era alto, delgado y parecía casi benigno, comparado con algunos de los rostros que Rincewind había visto últimamente.

—La crema de pepinos de mar también está muy buena —dijo el rostro en tono conversacional—. Esas cositas verdes son alevines de pez estelar.

—Gracias por avisar —respondió Rincewind con tono débil.

—Pues están buenísimos —comentó Dosflores con la boca llena—. Creía que te gustaba el marisco.

—Sí, yo también lo creía —replicó el mago—. ¿Y qué es este vino, ojos de pulpo machacados?

—Uva marina —le corrigió el anciano.

—¡Estupendo! —exclamó Rincewind.

Y se bebió el vaso de un trago.

—No está mal. Quizá un poco salado —comento.

—La uva marina es un tipodemedusa pequeña—explicóeldesconocido—. Y ahora, creo que debería presentarme. Oye, ¿por qué se ha puesto tu amigo de ese color tan raro?

—El choque cultural, supongo —respondió Dosflores—. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—No lo he dicho. Soy Garhartra, Maestro de Invitados. Mi agradable trabajo consiste en hacer que vuestra estancia aquí sea lo más grata posible. —Hizo una reverencia—. Si queréis algo, no tenéis más que decirlo.

Dosflores se sentó en un adornado sillón de madreperla, con un vaso de vino aceitoso en la mano y un calamar cristalizado en la otra. Frunció el ceño.

—Creo que me he perdido algo —empezó—. Primero nos dijeron que íbamos a ser esclavos…

—¡Una patraña! —le interrumpió Garhartra.

—¿Qué es una patraña? —preguntó Dosflores.

—Los pelos que tenemos alrededor de los ojos, creo —respondió Rincewind desde el otro extremo de la mesa—. ¿Crees que estas galletas estarán hechas de algo realmente nauseabundo?

—…luego, nos rescataron con un gran coste de magia…

—¡Están hechas de algas prensadas! —replicó el Maestro de Invitados, algo enfadado.

—…pero luego nos amenazan, también con un gran coste de magia…

—Sí, ya me imaginaba que serían algas —asintió Rincewind—. Desde luego, saben a algas. O lo sabrían, si hubiera alguien tan masoquista como para comer algas.

—…y luego nos recogen unos guardias y nos arrojan a este lugar…

—Os empujan amablemente —le corrigió Garhartra.

—…que resulta ser una habitación increíblemente lujosa, en la que encontramos montones de alimentos y a un hombre que dice que va a dedicar su vida a hacernos felices —concluyó Dosflores—. Aquí hay algo que no me parece demasiado lógico.

—Sí —asintió Rincewind—. Lo que mi amigo quiere decir es, ¿os vais a poner antipáticos de nuevo? ¿Es esto un intermedio para almorzar?

Garhartra alzó las manos, como para infundirles confianza.

—Por favor, por favor —protestó—. Era necesario traeros aquí lo antes posible. No queremos esclavizaros, claro que no. Por favor, estad tranquilos sobre ese punto.

—Bueno, estupendo —se calmó Rincewind.

—Sí, de hecho vais a ser sacrificados —terminó tranquilamente Garhartra.

—¡¿Sacrificados?! ¿Quieres decir que nos mataréis? —gritó el mago.

—¿Mataros? ¡Pues claro! ¡Por supuesto! Menudo sacrificio sería si no lo hiciéramos, ¿no? Pero no te preocupes, será comparativamente indoloro.

—¿Comparativamente? ¿Comparado con qué? —chilló Rincewind.

Cogió una botella alta color verde, llena de uva-medusa marina, y la lanzó con todas sus fuerzas contra el Maestro de Invitados, que alzó la mano como para protegerse.

Hubo un chisporroteo de llamas octarinas entre sus dedos, y de pronto el aire cobró ese tacto espeso y grasiento que delata la presencia de una poderosa descarga mágica. La botella lanzada perdió velocidad y se detuvo en el aire, mientras giraba con suavidad.

Al mismo tiempo, una fuerza invisible levantó a Rincewind y le lanzó contra el otro extremo de la habitación, situándole con torpeza a media altura de la pared. El mago perdió la respiración. Se quedó allí, con la boca abierta de ira y sorpresa.

Garhartra bajó la mano y se la frotó muy despacio contra la túnica.

—No me gusta tener que hacerlo —aseguró.

—Si tú lo dices… —murmuró Rincewind.

—Pero ¿por qué queréis sacrificarnos? —preguntó Dosflores—. ¡Si apenas nos conocéis!

—De eso se trata, ¿no te parece? Es de mala educación sacrificar a un amigo. Además, fuisteis… hummm… especificados. No sé demasiado sobre el dios en cuestión, pero Él fue muy claro sobre ese punto. Mirad, ahora tengo que marcharme. Ya sabéis cómo son estas cosas, hay mucho que organizar.

El Maestro de Invitados abrió la puerta y se volvió para mirarles.

—Por favor, poneos cómodos, y no os preocupéis.

—¡Pero si no nos has dicho nada concreto! —aulló Dosflores.

—La verdad es que no vale la pena, ¿no? No tenéis necesidad de saber la razón por la que seréis sacrificados mañana, de verdad. Dormid bien. Comparativamente bien, al menos —se despidió Garhartra.

Cerró la puerta. Un breve destello octarino alrededor de las jambas sugería que ahora estaba sellada muy por encima de las habilidades de cualquier cerrajero humano.

* * *

Cling, clang, tang, sonaban las campanas que rodeaban la Circunferencia en aquella noche llena de luna y del estrépito rugiente de la Catarata Periférica.

Terton, vigilante de la zona 45, no había oído tal aviso desde la noche en que un kraken gigante fue arrastrado hacia la Valla, cinco años antes. Asomó medio cuerpo fuera de su choza —que estaba construida de troncos arrastrados al lecho marino, a falta de un refugio mejor en aquella zona— e intentó distinguir algo en la oscuridad. En un par de ocasiones, le pareció ver movimiento a lo lejos. Estrictamente hablando, debería remar para ver qué causaba el tintineo. Pero allí, en una oscuridad tan completa, no parecía una idea tan excelente, así que cerró la puerta de golpe, envolvió las campanas —que seguían tintineando como locas— con una manta, e intentó dormirse de nuevo.

No sirvió de nada, porque hasta la cuerda superior de la Valla vibraba ahora, como si algo muy grande y pesado tirase de ella. Tras contemplar el techo un rato, y tratar con todas sus fuerzas de no pensar en enormes tentáculos y en ojos como estanques, Terton apagó la lámpara y entreabrió la puerta.

Algo se acercaba siguiendo la Valla, algo que avanzaba a saltos gigantescos, saltos de metros de largo. Cayó cerca de él y, por un momento, Terton vio algo rectangular, con cientos de patas, cubierto de algas y —aunque no tenía rasgos de los que se pudiera deducir esto— que estaba muy, muy furioso.

La choza quedó reducida a fragmentos cuando el monstruo cargó contra ella, aunque Terton sobrevivió subiéndose a la Circunferencia. Algunas semanas más tarde le salvó una flota de recogida. Luego, robó una lente (había desarrollado la hidrofobia hasta un grado increíble), huyó de Krull y, tras muchas aventuras, llegó al Gran Nef, una zona del Mundodisco tan seca que la lluvia cae de abajo arriba. De todos modos, el lugar le pareció incómodamente húmedo.

—¿Has probado con la puerta?

—Sí —respondió Dosflores—, y está igual de cerrada que la última vez que preguntaste. De todos modos, aún nos queda la ventana.

—Una excelente ruta de escape —murmuró Rincewind desde su puesto, a media altura de la pared—. Dices que queda sobre el Borde. Un simple pasito adelante y caemos al espacio. Quizá nos congelemos, o choquemos contra otro mundo a una velocidad increíble, o vayamos a parar al corazón de un sol ardiente. ¿Te parece bien?

—Vale la pena intentarlo —fue la única respuesta de Dosflores—. ¿Quieres una galleta de algas?

—¡No!

—¿Cuándo piensas bajar?

Rincewind bufó. En parte, era un bufido de vergüenza. El hechizo de Garhartra era la Turbación de Gravedad Personal de Atavarr, poco usado y difícil de dominar. El resultado práctico era que, hasta que se desvaneciese, el cuerpo de Rincewind estaría convencido de que «abajo» quedaba en un ángulo de noventa grados con respecto a esa dirección, tal y como suelen concebirla la mayoría de los habitantes del disco. De hecho, estaba de pie sobre la pared.

Mientras, la botella lanzada pendía en el aire, a pocos metros de distancia. En su caso, el tiempo se había… bueno, no se había detenido en realidad, pero sí había aminorado su marcha según otros muchos parámetros. Hasta aquel momento, había tardado varias horas en desplazarse cinco centímetros, al menos según el punto de vista de Dosflores y Rincewind. El cristal reflejó la luz de la luna. Rincewind suspiró y trató de ponerse cómodo en la pared.

—¿Por qué no te preocupas nunca? —exigió saber, con tono quisquilloso—. Mañana por la mañana nos sacrificarán a un dios u otro, y tú sigues ahí sentado, pegándote un atracón de canapés.

—Supongo que se nos ocurrirá algo —respondió Dosflores.

—¡Es que ni siquiera sabemos por qué nos van a matar! —siguió el mago.

«Te gustaría ,¿eh?»

—¿Has sido tú el que ha dicho eso? —preguntó Rincewind.

—¿El qué?

«Estás oyendo voces», repitió alguien en la mente del mago.

Rincewind se sentó de lado.

—¿Quién eres? —quiso saber.

Dosflores le miró con gesto preocupado.

—Soy Dosflores —le dijo—. Piensa bien, tienes que acordarte.

Rincewind se llevó las manos a la cabeza.

—Ha sucedido por fin —gimió—. ¡Me estoy saliendo de mi propia mente!

«Buena idea —aprobó la voz—. Aquí dentro ya estamos bastante apretados.»

El hechizo que sujetaba a Rincewind contra la pared se desvaneció con un ligero «pop». Cayó de lado y aterrizó bruscamente contra el suelo.

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