Era medianoche en el Mundodisco y, por tanto, el sol estaba mucho, mucho más abajo, deslizándose lentamente bajo la enorme coraza helada de Gran A’Tuin. Rincewind hizo una última intentona de fijar la vista en las puntas de sus botas, que sobresalían por el borde de la roca, pero la enorme distancia se salió con la suya.
A cada lado de él, dos brillantes cortinas de agua se precipitaban hacia el infinito, cuando el mar rodeaba la isla en su camino hacia la gran cascada. Unos cien metros por debajo del mago, el salmón más grande que había visto surgió entre la espuma, en un último salto tan salvaje como desesperado e inútil. Luego, cayó definitivamente hacia la luz dorada.
Enormes sombras destacaron contra la luz, como columnas que soportaran el techo del universo. A cientos de kilómetros bajo él, el mago atisbó la forma de algo, el extremo de algo…
Como en esos curiosos dibujos en que la silueta de una copa ornamentada se transforma de repente en el perfil de dos rostros, la escena que estaba viendo cobró una perspectiva más completa, diferente y aterradora. Porque allí abajo estaba la cabeza de un elefante, tan grande como un continente de buen tamaño. Un poderoso colmillo destacó como una montaña contra la luz dorada, arrojando su amplia sombra hacia las estrellas. La cabeza se movió ligeramente y vio un enorme ojo de rubí, que habría sido grande como un sol de brillar al mediodía.
Bajo el elefante…
Rincewind tragó saliva e intentó no pensar…
Bajo el elefante no había nada salvo el disco distante y doloroso del sol. Y moviéndose poco a poco sobre él había algo que, pese a su tamaño de ciudad, los agujeros de cráteres y el polvo estelar, era sin duda una aleta.
—¿Te suelto? —sugirió el troll.
—¡Nooo! —gimió Rincewind mientras trataba de retroceder.
—Llevo cinco años viviendo aquí, en el Borde, y no he tenido valor —retumbó la voz de Tetis—. Y tú tampoco lo tendrás, si sé juzgar a las personas.
Dio un paso atrás para permitir que Rincewind apoyara los pies en el suelo.
Dosflores se acercó hasta la periferia y echó un vistazo.
—¡Fantástico! —exclamó—. Ojalá tuviera mi caja de dibujos. ¿Qué más hay ahí abajo? Quiero decir, si saltaras, ¿qué más verías?
Tetis se sentó en un saliente.
Muy por encima del disco, la Luna salió de detrás de una nube, y le hizo parecer una estatua de hielo.
—Quizá mi hogar esté ahí abajo —dijo lentamente—. Más allá de vuestros estúpidos elefantes y de esa ridícula tortuga. Es un mundo de verdad. A veces vengo aquí a mirar, pero nunca me animo a dar ese paso adelante… Un mundo de verdad, con gente de verdad. Ahí abajo, en alguna parte, tengo esposa e hijos… —Se detuvo para sonarse la nariz—. Pronto descubriréis de qué pasta estáis hechos aquí en el Borde.
—Por favor, no repitas eso —suplicó Rincewind.
Se volvió y vio a Dosflores, de pie al borde mismo de la roca, con gesto despreocupado.
—Unngh —gimió, mientras trataba de enterrarse en la piedra.
—¿Hay otro mundo ahí abajo? —dijo Dosflores, sin dejar de mirar—. ¿Dónde, exactamente?
El troll movió el brazo en un gesto vago.
—En alguna parte —respondió—. Eso es todo lo que sé. Un mundo pequeño y tranquilo, muy azul.
—Entonces, ¿qué haces aquí? —preguntó Dosflores.
—¿No es obvio? —estalló el troll—. ¡Me caí por el Borde!
* * *
Les habló del mundo de Bathys, que estaba en algún punto entre las estrellas, donde el pueblo marino había construido gran número de civilizaciones sorprendentes en los tres grandes océanos que cubrían su disco. Él había sido carnicero, miembro de la casta que se ganaba peligrosamente la vida en grandes barcos terrestres impulsados por velas. Estos navíos se aventuraban tierra adentro, y cazaban los bancos de ciervos y búfalos, tan abundantes en los continentes azotados por tormentas. Un vendaval había arrastrado su barco hacia tierras inexploradas. El resto de la tripulación consiguió acomodarse en una carreta de remos y ponerse a salvo en un lago desierto, pero Tetis, como capitán, decidió quedarse en el barco. La tormenta le arrastró hasta la periferia rocosa del mundo, y lo redujo a astillas.
—Al principio, caí —dijo Tetis—. Pero la caída no es tan mala, ¿sabéis? Lo que duele es el aterrizaje, y debajo de mí no había nada. En la caída, vi cómo mi mundo se alejaba girando en el espacio, hasta perderse entre las estrellas.
—¿Y qué sucedió después? —preguntó Dosflores, que contenía el aliento mientras contemplaba las nieblas del universo.
—Me congelé hasta quedar sólido —se limitó a responder Tetis—. Por suerte, mi raza puede sobrevivir en ese estado. Pero de cuando en cuando, al pasar junto a otros mundos, me licuaba. Había uno, el que tenía algo que me pareció un extraño anillo de montañas alrededor, que resultó ser el dragón más grande que podáis imaginar. Estaba cubierto de nieve y glaciares, y se mordía la cola con la boca… Bueno, pues pasé a poquísima distancia de él, de hecho crucé su atmósfera como un cometa, y luego volví al espacio. Entonces, una vez que desperté, vi que vuestro mundo se acercaba a mí, como un pastel que me hubiera tirado el Creador…, y mira, caí al mar cerca del fragmento de Circunferencia más cercano a Krull. Había toda clase de criaturas agarradas a la Valla, y en aquel momento buscaban esclavos para vigilar las diferentes zonas. Así acabé aquí. —Se detuvo y miró atentamente a Rincewind—. Todas las noches vengo y miro hacia abajo —terminó—, pero nunca salto. El valor suele escasear aquí, en el Borde.
Rincewind comenzó a gatear decidido en dirección a la cabaña. Dejó escapar un breve grito cuando el troll le levantó, y con una fuerza no exenta de amabilidad, le puso en pie.
—Sorprendente —comentó Dosflores, mientras se inclinaba todavía más sobre el Borde—. ¿Hay muchos mundos ahí abajo?
—Supongo que bastantes, sí —asintió el troll.
—Quizá se podría fabricar una especie de… no sé, algo que te protegiera del frío —dijo el hombrecillo, pensativo—. Una especie de barco que pudiera navegar sobre el Borde, hacia otros mundos lejanos. Me pregunto…
—¡Ni siquiera lo pienses! —gimió Rincewind—. Deja de hablar así, ¿me oyes?
—En Krull, todos hablan así —señaló Tetis—. Los que tienen lengua, claro —añadió.
* * *
—¿Estás despierto?
Dosflores siguió roncando. Rincewind le pegó un codazo cruel en las costillas.
—¡He dicho que si estás despierto!
—Scrdfngh…
—¡Tenemos que largarnos de aquí antes de que llegue esa flota a recogernos!
La tímida luz del amanecer entraba por la única ventana de la cabaña, demorándose sobre los montones de cajas y bultos rescatados esparcidos por el interior. Dosflores gruñó de nuevo y trató de enterrarse entre las pieles y mantas que Tetis les había dejado.
—Mira, aquí hay toda clase de armas y cosas —siguió Rincewind—. Ese tipo se ha ido a no sé dónde. Cuando vuelva, podríamos dejarle sin sentido y… y… bueno, ya pensaremos el resto. ¿Qué te parece?
—No creo que sea buena idea —respondió Dosflores—. De cualquier manera, ¿no te parece una actitud bastante desagradecida?
—Mira qué pena —le espetó Rincewind—. Éste es un universo duro.
Exploró entre los montones de objetos que rodeaban las paredes, y eligió una pesada cimitarra de hoja curva que, probablemente, había sido la alegría y orgullo de algún pirata. Parecía la clase de arma que causa tanto daño por su peso como por su filo. La levantó con torpeza.
—¿Crees que Tetis dejaría por ahí un cacharro como ése si le pudiera hacer daño? —le preguntó Dosflores en voz alta.
Rincewind le ignoró, y tomó posición junto a la puerta. Cuando ésta se abrió, unos diez minutos más tarde, el mago se movió sin titubear y trazó un círculo con la cimitarra a través de la abertura, a la altura aproximada donde debía estar la cabeza del troll. La hoja cortó la nada, y fue a clavarse en el marco de la puerta. Su mismo impulso derribó a Rincewind.
Hubo un suspiro sobre él. Alzó la vista hacia el rostro de Tetis, que meneaba la cabeza con tristeza.
—No me habría hecho daño —dijo el troll—, pero, de todos modos, me siento herido. Profundamente herido.
Pasó sobre el mago, y arrancó la espada de la madera. Sin esfuerzo aparente, dobló la hoja hasta formar un círculo y la lanzó hacia las rocas. La cimitarra trazó un arco plateado hasta que chocó contra una piedra con un ruido metálico, antes de perderse entre las nieblas de la Catarata Periférica.
—Muy profundamente herido —concluyó.
Se agachó junto a la puerta, recogió un saco que había dejado allí y se lo lanzó a Dosflores.
—Es la carcasa de un ciervo, lo que os gusta a los humanos. También hay unas cuantas langostas y un salmón marino. La Circunferencia provee —comentó, como quien no quiere la cosa.
Miró con gesto duro al turista, y luego otra vez al caído Rincewind.
—¿Qué miráis? —le dijo.
—No, es que… —empezó Dosflores.
—…comparado con anoche… —siguió Rincewind.
—…eres muy pequeño —terminó Dosflores.
—Ya veo —respondió el troll, muy despacio—. Ahora, insultos personales.
Se irguió en toda su estatura, que en aquel momento era de un metro veinte.
—Que esté hecho de agua no quiere decir que sea de piedra, ¿sabéis?
—Lo siento —respondió Dosflores, mientras salía de entre las pieles.
—Vosotros estáis hechos de polvo sucio —siguió el troll—, pero yo no hago comentarios sobre cosas que no podéis evitar, ¿verdad? No, señor, no los hago. Cada uno es como le hizo el Creador, y no lo puede evitar. Es lo que siempre digo. Pero, si queréis saberlo, vuestra Luna es bastante más poderosa que las que orbitan alrededor de mi propio mundo.
—¿La Luna? —se sorprendió Dosflores—. No comprendo…
—¿Tengo que deletrearlo, o qué? —se enfadó el troll—. ¡Sufro de mareas crónicas!
Una campana tintineó en la oscuridad de la cabaña. Tetis cruzó a zancadas el suelo crujiente, hacia los complicados mecanismos de palancas, cuerdas y campanas, sostenidos por el cordón superior de la Circunferencia.
La campana sonó de nuevo, y luego empezó a tintinear con un extraño ritmo sincopado. El ruido continuó varios minutos. El troll se quedó de pie, con los oídos alerta, y lo escuchó.
Cuando el sonido cesó, se volvió lentamente y les miró con un gesto preocupado.
—Sois más importantes de lo que creía —dijo—. No tendréis que esperar a la flota de recogida. Un volador viene a por vosotros. Eso es lo que dicen desde Krull. —Se encogió de hombros—. Y ni siquiera había comunicado todavía que estabais aquí. Alguien ha estado bebiendo vino de nueces vul otra vez.
Cogió un gran mazo que colgaba de una columna junto a la campana, e hizo sonar el carillón un momento.
—El mensaje pasará de vigilante en vigilante, hasta llegar a Krull —informó—. ¿No es maravilloso?
* * *
Llegó surcando el mar a toda velocidad, flotando casi dos metros por encima de él. Pero dejaba un rastro de espuma, como si el poder que lo sostenía en el aire, fuera el que fuese, golpeara las aguas con brutalidad. Rincewind sabía qué poder lo sostenía en el aire. Jamás se le habría ocurrido negar que era un cobarde y un incompetente, que ni siquiera se daba buena maña para fracasar; pero seguía siendo un mago de tercera, conocía uno de los Ocho Grandes Hechizos, la Muerte en persona le recogería cuando muriera, y reconocía la buena magia cuando la veía.
La lente que planeaba hacia la isla tendría unos seis metros de diámetro, y era transparente por completo. Sentados sobre ella había gran número de hombres con túnicas negras, cada uno de ellos, asegurado al disco mediante un arnés de piel que evitaba cualquier accidente. Todos contemplaban las olas con una expresión de dolor y tormento tal que el disco transparente parecía llevar un ribete de gárgolas.
Rincewind suspiró de alivio. Era un sonido tan poco habitual que Dosflores apartó los ojos del disco volante para fijarlos en el mago.
—Desde luego, somos importantes —le explicó Rincewind—. No desperdiciarían toda esa magia por un par de esclavos en potencia.
Sonrió.
—¿Qué es? —quiso saber el turista.
—Bueno, el disco en sí debe de haber sido creado por el Concentrador Maravilloso de Fresnel —señaló Rincewind con tono de entendido—. Se requieren muchos ingredientes extraños e inestables, como aliento de demonio y cosas por el estilo. Y, para imaginarlo, hace falta que por lo menos ocho magos de cuarto grado trabajen una semana. Además, hay que tener en cuenta a los magos que van sobre él: todos deben de ser hidrófobos muy dotados…