El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

—¿La Circunferencia? —repitió.

—Sí. Discurre por todo el Borde del mundo —explicó el troll, invisible para él.

Por encima del rugido de la catarata, Rincewind creyó distinguir el chapoteo de unos remos. Al menos, esperaba que fueran remos.

—Ah, la Circunferencia —dijo el mago—. Una circunferencia marca el límite de las cosas.

—Eso hace la Circunferencia —asintió el troll.

—Se refiere a esto —explicó Dosflores, al tiempo que señalaba hacia abajo.

Los ojos de Rincewind siguieron el dedo, temerosos de lo que podían ver…

En el eje del bote había una cuerda, suspendida un metro por encima de la superficie de las blancas aguas. El bote estaba atado a ella, sujeto pero móvil, mediante un complejo mecanismo de poleas y ruedecillas de madera. Iban recorriendo la longitud de la cuerda, mientras el remero invisible impulsaba el bote junto a la mismísima Catarata Periférica. Eso explicaba el misterio, pero… ¿cómo se sostenía la cuerda?

Rincewind la siguió con los ojos, y descubrió un recio poste de madera que surgía de las aguas, pocos metros más adelante. Mientras miraba, el bote se acercó a él y lo sobrepasó. Las pequeñas ruedas encajaban con limpieza en una ranura, hecha evidentemente para ese propósito.

Rincewind advirtió también que unas cuerdas más finas colgaban de la principal, a intervalos de más o menos un metro.

Se volvió hacia Dosflores.

—Ya veo lo que es —dijo—, pero… ¿qué es?

Dosflores se encogió de hombros.

—Poco más adelante, está mi casa —dijo tras Rincewind el troll marino—. Ya hablaremos cuando estemos allí. Ahora, tengo que remar.

Rincewind descubrió que darse la vuelta para mirar «poco más adelante» implicaría descubrir el aspecto del troll marino, y no estaba seguro de querer hacerlo todavía. En vez de eso, contempló el Arco Periferiris.

Colgaba entre las nieblas, por encima del Borde del mundo. Sólo aparecía por la mañana y por la noche, cuando la luz del pequeño sol orbital brillaba sobre la enorme masa de Gran A’Tuin, la Tortuga del Mundo, y alcanzaba el campo mágico del Mundodisco desde el ángulo preciso.

Un doble arco iris empezaba a aparecer. Cerca del inicio de la Catarata Periférica estaban los siete colores menores, que chispeaban y bailaban entre la espuma de los mares moribundos.

Pero palidecían en comparación con la franja más ancha que flotaba tras ellos, sin dignarse a compartir el mismo espectro.

Era el Color Rey, del cual todos los colores menores eran simples reflejos parciales e insulsos. Era el octarino, el color de la magia. Estaba vivo, brillante y vibrante. Y era, sin discusiones, el pigmento de la imaginación: porque, allí donde aparecía, indicaba que la simple materia estaba al servicio de los poderes de la mente mágica. Era la esencia misma del encantamiento.

Pero a Rincewind siempre le parecía una especie de púrpura verdoso.

* * *

Tras un rato, un pequeño punto casi al borde del mundo resultó ser un diminuto acantilado, tan peligrosamente suspendido que las aguas de la catarata giraban a su alrededor antes de empezar la gran caída. Allí se había construido una chabola, con maderos arrastrados por la corriente, y Rincewind advirtió que la cuerda superior de la Circunferencia subía por el islote rocoso gracias a varias estacas de hierro, y que atravesaba la chabola entrando por una ventanita redonda. Más tarde, descubrió que así era como el troll se enteraba de la llegada de cualquier cosa salvable a su segmento de la Circunferencia, gracias a varios juegos de campanillas de bronce que colgaban de la cuerda en un equilibrio delicado.

Alguien había construido una empalizada flotante con maderos bastos, en el lado Eje de la isla. Se componía de un par de cascos de barcos, y de una buena cantidad de madera en forma de planchas, maderos, e incluso troncos enteros de árboles, algunos de los cuales todavía ostentaban hojas verdes. A tan escasa distancia del Borde, el campo mágico del Mundodisco era tan intenso que todo aparecía rodeado de un aura brillante, producto de la descarga espontánea de ilusión pura.

Con unos pocos trompicones más, el bote quedó bien encajado contra un espigón de madera. En cuanto estuvo allí, Rincewind advirtió todas las sensaciones familiares que delatan la presencia de una gran aura oculta: un sabor aceitoso, azulado, y un olor como a lata. Alrededor de ellos, la magia desenfocada reptaba sin ruido por el mundo.

El mago y Dosflores saltaron a las planchas de madera, y Rincewind vio por primera vez al troll.

No era ni la mitad de temible de como lo había imaginado.

Hummm, titubeó su imaginación al poco rato.

No era que el troll resultase aterrador. En vez de la monstruosidad putrefacta y llena de tentáculos que esperaba, Rincewind se encontró mirando a un anciano regordete, pero no particularmente feo, que podría pasar por normal en las calles de la ciudad. Siempre, claro está, que el resto de los transeúntes estuvieran acostumbrados a ver ancianos aparentemente compuestos de agua y muy poca cosa más. Era como si el océano hubiera decidido crear vida sin pasar por todo el tedioso proceso de la evolución, limitándose a formar un bípedo con parte de sí mismo, y enviarlo a chapotear por la playa. El troll era de un agradable color azul transparente. Mientras Rincewind le contemplaba, un banco de peces plateados le pasó por el pecho.

—Es de mala educación mirar fijamente —dijo el troll.

Al abrir la boca, se le veía una pequeña cresta de espuma, y la cerraba igual que las aguas se cierran sobre una piedra.

—¿Sí? ¿Por qué? —preguntó Rincewind.

¿Cómo se conserva unido?, le gritaba su mente. ¿Por qué no se desparrama?

—Si venís a mi casa, os conseguiré comida y ropa seca —prometió el troll con solemnidad.

Echó a andar por las rocas sin volverse para asegurarse de que le seguían. Después de todo, ¿adónde más podían ir? Estaba oscureciendo, y una brisa húmeda y gélida soplaba por el Borde del mundo. El Arco Periferiris ya había desaparecido, y las nieblas que cubrían la catarata comenzaban a disiparse.

—Vamos —dijo Rincewind, tomando a Dosflores por el codo.

Pero, al parecer, el turista no quería moverse.

—Vamos —repitió el mago.

—Cuando oscurezca del todo, ¿crees que, si miramos hacia abajo, podríamos ver a Gran A’Tuin, la Tortuga del Mundo? —preguntó Dosflores, contemplando las nubes.

—Espero que no —afirmó Rincewind—. Vaya si lo espero. Venga, vamos.

Dosflores le siguió de mala gana hacia el interior de la cabaña. El troll había encendido un par de lámparas, y estaba cómodamente sentado en una mecedora. Cuando entraron, se puso en pie, tomó una jarra alta y sirvió dos copas de un líquido verdoso. Bajo aquella luz escasa, el troll era fosforescente, igual que los mares cálidos en las aterciopeladas noches veraniegas. Y, sólo para añadir un toque grotesco al terror sordo de Rincewind, parecía unos cuantos centímetros más alto.

La mayor parte del mobiliario de la habitación estaba constituida por cajas.

—Eh… tienes una casa muy bonita —comentó Rincewind—. Étnica.

Cogió una copa y contempló el líquido verde que brillaba en el interior. «Más vale que sea bebible —pensó—. Porque me lo voy a beber.» Lo tragó de golpe.

Era lo mismo que le hiciera tomar Dosflores en el bote de remos. Pero, en aquel momento, su mente lo había ignorado porque había asuntos más urgentes. Ahora, tuvo tiempo de saborearlo.

Rincewind frunció los labios. Sintió un escalofrío. Una de sus piernas se flexionó, ascendió compulsivamente y le alcanzó de lleno en el pecho.

Dosflores paladeó el contenido de su copa con gesto pensativo, mientras consideraba el sabor.

—Ghlen cárdeno —dijo por fin—. La bebida de nueces vul fermentadas que congelan-destilan en mi país natal. Cierto regusto ahumado, picante. De las plantaciones altas en… eh… la Provincia de Rehigreed, ¿no? Cosecha del año que viene, deduzco por el color. ¿Puedo preguntar cómo lo has conseguido?

(En el Mundodisco las plantas se dividen en las siguientes categorías: anuales —que se plantan a principios de un año para cosecharlas a finales—, bienales —que se plantan un año para cosecharlas al siguiente— y perennes que se plantan una vez y siguen creciendo hasta más noticias. Pero también existen unas especies muy escasas, las retroanuales, que gracias a un extraño giro cuatridimensional en su código genético, se pueden plantar un año para que crezcan el anterior. Las cepas de nuez vul son un caso todavía más extraño, puesto que pueden crecer hasta ocho años antes de que se plante su semilla. Se dice que el vino de nuez vul proporciona a los que lo beben ciertas visiones del futuro. Un futuro que, desde el punto de vista de la nuez, es el pasado. Increíble, pero cierto.)

—Con el tiempo, todas las cosas acaban en la Circunferencia —respondió el troll poéticamente, mientras se mecía con suavidad en su silla—. Mi trabajo es recoger todo lo que flote. Madera y barcos, claro. Barriles de vino. Fardos de tejidos. Vosotros.

La luz se hizo en la mente de Rincewind.

—Es una red, ¿no? ¡Tienes una red al borde del mar!

—La Circunferencia —asintió el troll.

Unas olas diminutas le recorrieron el pecho.

Rincewind observó la oscuridad fosforescente que rodeaba la isla, y en su rostro se dibujó una sonrisa estúpida.

—¡Claro! —exclamó—. ¡Es asombroso! Se pueden hundir estacas, clavarlas a los arrecifes y… ¡dioses! ¡La red debe de ser muy fuerte!

—Lo es —asintió Tetis.

—¡Si tienes suficientes rocas y arrecifes, se puede extender tres o cuatro kilómetros! —se sorprendió el mago.

—Quince mil kilómetros. Yo sólo patrullo esta zona.

—¡Eso es un tercio del perímetro del disco!

Tetis les salpicó un poco al asentir de nuevo. Mientras los dos hombres se servían otras copas del vino verde, les habló de la Circunferencia, del gran trabajo que había costado construirla, del Reino de Krull, tan antiguo como sabio, que la había hecho muchos siglos antes, y de los siete navíos que la patrullaban constantemente para mantenerla en condiciones y llevar lo que encontraban en ella a Krull, y el modo en que Krull se había convertido en una tierra de aprendizaje, regida por los más sabios buscadores de conocimientos, de todas las maneras posibles, comprender todas las maravillosas complejidades del universo, y de cómo los marineros que llegaban a la Circunferencia eran convertidos en esclavos, después de que les cortaran las lenguas. Tras algunos comentarios subidos de tono que siguieron a esta afirmación, les habló en tono amistoso de la inutilidad de la fuerza, de la imposibilidad de escapar de la isla excepto en bote y hacia otra de las trescientas ochenta islas que había entre aquella en que estaban y Krull, o saltando por el Borde, y de las ventajas de la mudez por encima de, digamos, la muerte.

Hubo una pausa. El lejano rugido nocturno de la Catarata Periférica sólo servía para dar una consistencia más pesada a aquel silencio.

Luego, la mecedora empezó a crujir de nuevo. Tetis parecía haber crecido de modo alarmante durante su monólogo.

—Esto no es nada personal —añadió—. Yo también soy un esclavo. Si intentáis hacerme algo, tendré que mataros, claro, pero os garantizo que no me proporcionará ningún placer.

Rincewind echó un vistazo a los brillantes puños que descansaban sobre el regazo del troll. Sospechó que podían golpear con toda la fuerza de un tsunami.

—Creo que no lo entiendes —explicó Dosflores—. Soy ciudadano del Imperio Dorado. Estoy seguro de que Krull no desea disgustar al Emperador.

—¿Y cómo va a enterarse el Emperador? —preguntó el troll—. ¿Crees que eres el primer súbdito del Imperio que acaba en la Circunferencia?

—¡No seré un esclavo! —gritó Rincewind—. Antes que eso… ¡antes que eso, saltaré por el Borde!

Le sorprendieron aquellas palabras en su propia voz.

—¿De verdad lo harías? —preguntó el troll.

La mecedora quedó apoyada contra la pared, y un brazo azul agarró al mago por la cintura. Un momento más tarde, el troll salía de la cabaña a zancadas, con Rincewind atrapado sin esfuerzo en un puño.

No se detuvo hasta llevar a Rincewind a un extremo de la isla. Éste chilló.

—Cállate o te tiraré por el Borde de verdad —le espetó el troll—. Te tengo agarrado, ¿no? Ahora, mira.

Rincewind miró.

Ante él se extendía una suave noche negra, cuyas estrellas, difuminadas por la niebla, brillaban pacíficamente. Pero sus ojos se vieron arrastrados hacia abajo, impulsados por una fascinación irresistible.

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