El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

—Más o menos, su prominencia.

—¿Cuánto falta para la partida?

—Para el lanzamiento —le corrigió con cautela el maestro de lanzamientos—. Tres días, su prominencia. La cola del Gran A’Tuin estará en una posición inmejorable.

—Entonces, lo único que falta —concluyó el Archiastrónomo—, es averiguar cuáles serán los sacrificios más apropiados.

El maestro lanzador hizo una reverencia.

—El océano proveerá —dijo.

El anciano sonrió.

—Como siempre —señaló.

* * *

—¡Si supieras navegar…

—¡Si supieras manejar el timón…!

Una ola barrió la cubierta. Rincewind y Dosflores se miraron el uno al otro.

—¡Sigue achicando! —gritaron al unísono, al tiempo que cogían los cubos.

Tras un rato, la voz quisquillosa le llegó desde la cabina inundada.

—No sé por qué tiene que ser culpa mía —dijo.

Tendió otro cubo hacia arriba, y el mago lo vació por la borda.

—¡Porque se suponía que estabas vigilando! —le espetó Rincewind.

—¡Yo fui el que nos salvó a los dos de los tratantes de esclavos! —exclamó Dosflores.

—Preferiría ser un esclavo antes que un cadáver —replicó el mago.

Se irguió y miró el mar. Parecía asombrado. Era un Rincewind muy diferente del que escapara del incendio de Ankh-Morpork, unos seis meses antes. Por ejemplo, tenía muchas más cicatrices, y muchos más viajes a sus espaldas. Había visitado las tundras del Eje, había observado las curiosas costumbres de muchos pueblos pintorescos —obteniendo invariablemente más cicatrices por el camino— y, durante unos días que jamás olvidaría, había viajado por el legendario Océano Deshidratado, en el corazón de ese desierto tan increíblemente seco que es el Gran Nef. También llegó a ver montañas flotantes de hielo, en un mar mucho más frío y húmedo. Había cabalgado a lomos de un dragón imaginario. Había estado a punto de pronunciar el hechizo más poderoso del disco. Había…

Desde luego, el horizonte era mucho más pequeño de lo que debería ser.

—¿Hummm? —dijo Rincewind distraído.

—He dicho que no hay nada peor que la esclavitud —repitió Dosflores.

Se quedó boquiabierto cuando el mago lanzó el cubo al mar, lo más lejos posible. El rostro de Rincewind era una máscara gris.

—Mira, siento haber hecho que nos estrelláramos contra los arrecifes, pero parece que este bote no quiere hundirse, y tarde o temprano llegaremos a tierra —le tranquilizó Dosflores—. Esta corriente debe de dirigirse a alguna parte.

—Echa un vistazo al horizonte —dijo Rincewind con voz átona.

Dosflores miró de reojo.

—Yo creo que está bien —respondió tras un momento—. Admito que parece un poco más corto que de costumbre, pero…

—Es por la Catarata Periférica —señaló Rincewind—. La corriente nos arrastra hacia el borde del mundo.

Hubo un largo silencio, roto sólo por el batir de las olas cuando la corriente hizo girar un poco el barco zozobrante. Ya era bastante fuerte.

—Seguramente, por eso chocamos contra los arrecifes —añadió Rincewind—. Nos salimos del rumbo durante la noche.

—¿Quieres comer algo? —preguntó Dosflores.

Empezó a hurgar en el paquete que había atado a la barandilla, a salvo de la humedad.

—¿Es que no lo entiendes? —ladró Rincewind—. ¡Maldita sea, vamos a caer por el Borde!

—¿No podemos hacer nada para evitarlo?

—¡No!

—Entonces, no tiene sentido que nos pongamos nerviosos —replicó Dosflores con tranquilidad.

—¡Sabía que no debíamos navegar tanto tiempo en dirección al Borde! —se quejó Rincewind, mirando al cielo—. Ojalá…

—Ojalá tuviera mi caja de dibujos —suspiró Dosflores—. Pero se quedó en el barco de los tratantes de esclavos, con el resto del Equipaje y…

—Allí donde vamos, no necesitarás equipaje —afirmó Rincewind.

Se dejó caer y observó con tristeza a una ballena lejana, que se había aventurado por descuido en la corriente de la Periferia, y ahora luchaba contra ella.

Una línea blanca señalaba el horizonte, y al mago le pareció oír un rugido distante.

—¿Qué pasa cuando un barco cae por la Catarata Periférica? —le preguntó Dosflores.

—¿Quién sabe?

—Bueno, en ese caso, quizá naveguemos por el espacio hasta aterrizar en otro mundo. —Una mirada soñadora iluminó los ojos del hombrecillo—. Eso me gustaría —añadió.

Rincewind bufó.

El sol se alzó en el cielo. Allí, cerca del Borde, era considerablemente más grande. Los dos se quedaron de pie, con la espalda apoyada en el mástil, inmersos en sus propios pensamientos. De vez en cuando, por alguna razón no demasiado concreta, uno de los dos cogía un cubo e intentaba achicar algo de agua.

El mar que les rodeaba estaba cada vez más atestado. Rincewind vio varios troncos de árboles que viajaban a la misma velocidad que ellos. Bajo la superficie del agua, se encontraban toda clase de peces. Claro, la corriente debía de estar repleta de comida arrancada a los continentes cercanos al Eje. Se preguntó qué clase de vida se desarrollaría allí, teniendo que nadar constantemente para seguir en el mismo lugar. Decidió que se parecería bastante a la suya. Vio una ranita verde, que luchaba desesperada contra la garra de la corriente inexorable. Para diversión de Dosflores, Rincewind tomó un remo y lo extendió cuidadosamente hacia el pequeño anfibio. La rana subió, agradecida. Un momento más tarde, un par de mandíbulas surgieron del agua y se cerraron impotentes sobre el punto donde un momento antes nadaba el animalito.

Entre las manos de Rincewind, la rana alzó la vista para mirarle, y le mordió el pulgar con gesto pensativo. Dosflores dejó escapar una risita tonta. Rincewind se guardó la rana en un bolsillo y fingió que no le había oído.

—Muy humanitario, sí, pero… ¿para qué? —preguntó el turista—. Dentro de una hora, le dará igual.

—Mira —respondió vagamente Rincewind.

Y se dedicó un momento a achicar agua. Ahora, las olas provocaban una fina lluvia al batir contra su barca, y la rápida corriente hacía que aquéllas fueran cada vez más fuertes. El ambiente parecía cálido, antinaturalmente cálido. Una neblina caliente y dorada se elevaba del mar.

Ahora el rugido se escuchaba con claridad. El pulpo más grande que Rincewind había visto en su vida salió a la superficie a unos metros de ellos y agitó desesperado sus tentáculos antes de hundirse de nuevo. Otra cosa, mucho más grande, y por suerte inidentificable, aulló entre la niebla. Todo un escuadrón de peces voladores saltó entre gotas teñidas de arco iris, y consiguieron adelantar unos metros antes de caer de nuevo y ser barridos por el remolino.

Se estaban saliendo del mundo. Rincewind dejó caer el cubo y se agarró al mástil cuando el final rugiente y definitivo de todo se acercó rápidamente a él.

—Tengo que verlo —decía Dosflores, medio caído y medio apoyado sobre la proa.

Algo duro y rígido golpeó el casco, que giro noventa grados hasta ponerse de lado contra el obstáculo invisible. Luego, el barco se detuvo bruscamente, y una ola de fría espuma marina cayó en cascada sobre la cubierta, de manera que, durante unos segundos, Rincewind se vio sepultado bajo un metro de aguas verdosas burbujeantes. Empezó a gritar, y el mundo submarino adquirió el color púrpura brillante de la inconsciencia. Porque fue en ese momento cuando Rincewind empezó a ahogarse.

* * *

Despertó con la boca llena de un líquido ardiente y, cuando lo tragó, un dolor agudo en la garganta le hizo recuperar la consciencia por completo.

La borda del bote le presionaba la espalda, y Dosflores le miraba con una expresión preocupada. Rincewind dejó escapar un gemido y se sentó.

Cometió un error: el Borde del mundo estaba a muy pocos metros.

Más allá, muy poco más abajo del principio de la interminable Catarata Periférica, había algo mágico.

* * *

A unos cien kilómetros, fuera del alcance de la corriente Periférica, una embarcación de un solo mástil con velas rojas, típica de los traficantes de esclavos, vagaba sin rumbo en el ocaso aterciopelado. La tripulación, o los que quedaban de ella, se amontonaban en la cubierta superior, alrededor de los hombres que preparaban febrilmente una almadía.

El capitán, un hombre fornido que llevaba el turbante típico en las tribus del Gran Nef, había viajado mucho, y conocía muchos pueblos extraños y muchos objetos curiosos, buen número de los cuales había esclavizado y robado, respectivamente. Empezó su carrera como marinero en el Océano Deshidratado, en el centro del desierto más seco del disco. (En este mundo, el agua se encontraba a veces en un cuarto estado poco común, provocado por un calor intenso combinado con los extraños efectos desecantes de la luz octarina. El liquido se deshidrata, y deja un residuo plateado que fluye como una arena finísima por la cual el casco de una nave bien diseñada puede deslizarse con facilidad. El Océano Deshidratado es un lugar extraño, pero no tanto como los peces que lo habitan). El capitán no había tenido miedo nunca. Ahora, estaba aterrado.

—No oigo nada —murmuró al primer maestre.

El maestre escudriñó la oscuridad.

—Quizá haya caído por la borda —sugirió, esperanzado.

La respuesta le llegó en forma de un furioso golpe, procedente de la cubierta de remeros, bajo sus pies. Le siguió el sonido de la madera al hacerse astillas. Los tripulantes se apiñaron aún más, temerosos, mientras blandían las hachas y las antorchas.

Lo más probable era que no se atrevieran a usarlas ni aunque el Monstruo cargara contra ellos. Antes de que comprendieran plenamente su terrible naturaleza, varios hombres le habían atacado con hachas. El resultado fue que abandonó unos instantes su obsesivo registro del barco para arrojarlos por la borda… o devorarlos. El capitán no estaba seguro. La Cosa parecía un cofre, quizá algo más grande de lo corriente, aunque no tanto como para resultar sospechoso. Pero, aunque a veces parecía contener calcetines viejos y demás cosas corrientes en cualquier equipaje, en otras ocasiones —se estremeció con sólo recordarlo— parecía ser… parecía ser… parecía tener… Intentó no pensarlo. Pero tenía la sensación de que los hombres que cayeron por la borda y se ahogaron habían tenido más suerte que los que quedaron atrapados. Intentó no pensarlo. Había dientes, dientes blancos como lápidas mortuorias, y una lengua tan roja como la caoba…

Intentó no pensarlo. No lo consiguió.

Pero lo que sí pensó con amargura fue otra cosa: era la última vez que rescataba a unos desagradecidos a punto de ahogarse en misteriosas circunstancias. La esclavitud era mejor que los tiburones, ¿no? Y luego los hombres escaparon, y cuando sus marineros investigaron el gran cofre —por cierto, ¿cómo demonios habían aparecido en el océano en calma, sentados dentro de un gran cofre?—, éste mordió… Otra vez intentó no pensarlo, pero no pudo evitar preguntarse qué pasaría cuando aquel maldito trasto comprendiera que su propietario ya no estaba a bordo.

—La almadía está preparada, señor —le comunicó el primer maestre.

—Pues al agua con ella —ordenó el capitán—. ¡Todos a bordo! ¡Prended fuego al barco!

Después de todo, pensó con filosofía, no le resultaría tan difícil conseguir otro barco. Y un hombre tenía que pasar mucho tiempo en el Paraíso del que hablaban los mullahs, antes de tener derecho a otra vida. Que la caja mágica comiera langostas.

Algunos piratas conseguían la inmortalidad por sus grandes crueldades o proezas. Otros conseguían la inmortalidad gracias a la gran riqueza amasada. Pero el capitán había decidido mucho tiempo antes que quería alcanzar la inmortalidad por no haber muerto.

* * *

—¿Qué demonios es eso? —exigió saber Rincewind.

—Es hermoso —respondió Dosflores, embelesado.

—Opinaré al respecto cuando sepa qué es —insistió el mago.

—Es el Arco Periferiris —dijo una voz, justo detrás de su oreja izquierda—. Y tienes mucha suerte por estarlo viendo… desde arriba.

La voz venia acompañada de una ráfaga de aliento húmedo, con olor a pescado. Rincewind se sentó, muy rígido.

—¿Dosflores? —llamó.

—¿Sí?

—Si me doy la vuelta, ¿qué veré?

—Se llama Tetis. Dice que es un troll marino. Estamos en su bote. Él nos rescató —le explicó Dosflores—. ¿Quieres darte la vuelta ya?

—Por ahora no, muchas gracias. Dime, ¿por qué no caemos por el Borde? —inquirió Rincewind con una fragilísima calma.

—Porque vuestro bote chocó contra la Circunferencia —dijo la voz tras él, en tonos que sugirieron a Rincewind imágenes de abismos submarinos y Cosas arrastrándose en arrecifes de coral.

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