—¡No se mueva! —gritó el hombre del objeto metálico.
«Un amuleto —decidió Rincewind—. Debe de ser un amuleto.»
El hombre moreno retrocedió hasta un rincón.
—Ha sido usted muy valiente —dijo a Rincewind el Portador del Amuleto—. ¿Lo sabe?
—¿El qué?
—¿Qué le pasa a su amigo?
—¿Amigo?
Rincewind bajó la vista hacia Dosflores, que seguía durmiendo con toda tranquilidad. Esto no le sorprendió. Lo que le sorprendió de verdad fue que el turista llevaba ropa nueva. Ropa extraña. Ahora, los calzones le llegaban justo por encima de las rodillas. En el torso llevaba una especie de chaleco de un tejido brillante. Tenía en la cabeza un ridículo sombrero de paja. Con una pluma y todo.
Una sensación extraña en las piernas hizo que Rincewind bajara la vista. Sus propias ropas también habían cambiado. En vez de la vieja túnica, tan cómoda, tan maravillosamente bien adaptada para la velocidad en cualquier contingencia posible, ahora tenía las piernas apresadas en tubos de tela. Además, llevaba una chaqueta de un tejido gris…
Hasta entonces, nunca había oído el idioma que estaba usando el hombre del amuleto. Era grosero, y con un ligero acento ejeño. Entonces, ¿por que entendía cada palabra?
A ver, habían aparecido de repente en el interior de este dragón, se habían materializado, se habían, se habían…, se habían conocido charlando en el aeropuerto y claro, decidieron sentarse juntos en el avión, y él le había prometido a Jack Zweiblumen acompañarle cuando volvieran a Estados Unidos. Sí, eso era. Y entonces Jack se había puesto enfermo, y él se asustó, y entró allí, y sorprendió al secuestrador aéreo. Claro. ¿Qué demonios quería decir «ejeño»?
El doctor Rjinswand se restregó la frente. Le vendría bien una copa.
Las ondas concéntricas de la paradoja se extendieron por el mar de la causalidad.
Lo más urgente es aclarar a cualquiera que no comprenda la totalidad del multiverso que, aunque el mago y el turista acababan de aparecer en el avión, al mismo tiempo ya habían estado a bordo desde el comienzo del vuelo, siguiendo el curso normal de los hechos. O sea: aunque es cierto que acababan de aparecer en este juego concreto de dimensiones, no es menos cierto que llevaban toda la vida en ellas. En este punto de la explicación es cuando el lenguaje se rinde y se va a tomar un trago.
El hecho es que varios quintillones de átomos acababan de materializarse (aunque no exactamente, véase lo antes expuesto) en un universo donde no tenían derecho a estar. El resultado habitual de estas cosas suele ser una gran explosión. Pero como los universos son unas cosas bastante resistentes, este universo concreto se había salvado a sí mismo deshilando su continuum espaciotemporal hasta un punto donde los átomos sobrantes pudieran acomodarse sin peligro, y tejiéndose luego a toda velocidad hasta alcanzar de nuevo ese círculo de fuego al que buena parte de sus habitantes gustan de llamar El Presente. Por supuesto, esto cambia la historia —hubo unas cuantas guerras de menos, unos cuantos dinosaurios de más, cosas por el estilo—, pero en resumen, el episodio completo transcurrió con una tranquilidad muy notable.
De todos modos, fuera de este universo concreto, las repercusiones de la repentina aparición doble rebotaron de un lado a otro bajo las mismas narices del Total de las Cosas, retorciendo dimensiones enteras y borrando galaxias que no dejaron ni rastro.
Pero todo esto pasó inadvertido para el doctor Rjinswand, treinta y tres años, soltero, nacido en Suecia, educado en Nueva Jersey, especialista en los fenómenos de oxidación y fugas en ciertos reactores nucleares. De cualquier manera, lo más seguro es que no lo hubiera creído.
Zweiblumen seguía inconsciente. La azafata, que había ayudado a Rjinswand a llegar a su asiento, entre los aplausos del resto de los pasajeros, se inclinaba preocupada sobre él.
—Hemos enviado un mensaje por radio —dijo a Rjinswand—, cuando aterricemos, la ambulancia ya estará esperando. Eh… en la lista de pasajeros dice que usted es doctor…
—No sé qué le pasa —respondió rápidamente Rjinswand—. Lo mío son los reactores Magnox, y esas cosas. ¿Es alguna especie de conmoción?
—Nunca he…
La frase se vio interrumpida por un terrible golpe en la parte trasera del avión. Muchos pasajeros gritaron. Una brusca ráfaga de viento barrió todos los periódicos y revistas sueltas hacia el torbellino aullante que azotaba el pasillo.
Algo más recorría el pasillo. Algo grande, oblongo, de madera y con remaches de latón. Si era lo que parecía —un cofre andante, como los que suelen aparecer en las historias de piratas, llenos de oro manchado de sangre y de piedras preciosas—, entonces lo que se abrió bruscamente era la tapa.
Allí no había piedras preciosas. Pero sí muchos, muchos dientes enormes, blancos como el sicomoro, y una lengua palpitante, roja como la caoba.
Una vieja maleta pretendía devorarle.
Rjinswand se aferró al inconsciente Zweiblumen, que poco consuelo podía proporcionarle, y empezó a temblar como una hoja. Deseaba con todas sus fuerzas estar en cualquier otro lugar…
Hubo una repentina oscuridad.
Hubo un relámpago brillante.
La desaparición brusca de varios quintillones de átomos, de un universo en el que de todos modos no tenían derecho a estar, provocó al instante un desequilibrio en la armonía de la totalidad, que ésta intentó compensar a la desesperada, aunque acabó con unas cuantas subrealidades en el proceso. Grandes oleadas de magia pura hirvieron incontrolables bajo los mismos fundamentos del multiverso, y escaparon por cada ranura posible hacia dimensiones más tranquilas. A su paso, provocaron novas, supernovas, colisiones estelares, la emigración de bandadas de gansos y el hundimiento de continentes imaginarios. Al otro extremo del tiempo, algunos mundos presenciaron puestas de sol de un crepitante color octarino, cuando partículas con una fuerte carga mágica atravesaron rugientes la atmósfera. En el halo cometario que rodea el Sistema Gélido de Zeret, un noble cometa murió como un príncipe, atravesando en llamas el cielo.
Pero Rincewind no vio nada de todo esto. Agarraba al inerte Dosflores por la cintura, y se precipitaba hacia el mar del Mundodisco, a pocos cientos de metros bajo él. Ni siquiera los movimientos convulsivos de todas las dimensiones consiguieron quebrar la férrea Ley de la Conservación de la Energía: el breve viaje de Rjinswand en el avión había bastado para trasladarle muchos cientos de kilómetros en horizontal, y un par de miles de metros en vertical.
La palabra «avión» ardió un momento en la mente de Rincewind, antes de desaparecer.
¿Era un barco aquello que se divisaba abajo?
Las frías aguas del Mar Circular rugieron hacia él, y le recibieron en su abrazo verde y asfixiante. Un momento más tarde, otro objeto se estrelló contra el agua: era el Equipaje, que todavía portaba la poderosa runa del hechizo de transporte TWA.
Rincewind y Dosflores lo utilizaron como balsa.
CERCA DEL BORDE
Se había invertido gran cantidad de tiempo en la fabricación. Ahora estaba casi terminada, y los esclavos limpiaron los últimos restos de barro que quedaban en el casco exterior.
Otros esclavos se dedicaban diligentemente a frotar los flancos metálicos con arena de plata, y el bronce nuevo adquiría un brillo sedoso. Seguía caliente, pese a llevar ya una semana enfriándose en el foso de fundición.
El Archiastrónomo de Krull hizo un leve gesto con la mano, y sus porteadores depositaron el trono a la sombra del casco.
Parece un pez, pensó. Un gran pez volador. Pero… ¿de qué mares?
—Desde luego, es algo magnífico —susurro—. Una auténtica obra de arte.
—La nave —respondió el fornido hombre que le acompañaba.
El Archiastrónomo se volvió poco a poco y levantó la vista hacia el rostro impasible del hombre. A ningún rostro le cuesta demasiado parecer impasible cuando tiene dos esferas doradas en lugar de ojos. Además, las esferas brillaban de una manera desconcertante.
—La nave, sí. Arte puro —dijo el astrónomo con una sonrisa—. Supongo que eres el mejor artesano de naves de todo el Mundodisco, Ojosdorados. ¿Estoy en lo cierto?
El artesano tardó un momento en contestar. Su cuerpo desnudo —desnudo, esto es, a excepción de un cinturón de herramientas, un ábaco de pulsera y un bronceado intenso— se tensó al considerar las implicaciones de esta última frase. Los ojos dorados parecían mirar hacia algún otro mundo.
—La respuesta es a la vez sí y no —contestó al fin.
Algunos de los astrónomos menores, de pie tras el trono, se sobresaltaron ante tamaña falta contra la etiqueta, pero el Archiastrónomo no pareció advertirla.
—Sigue —pidió.
—Carezco de algunas habilidades fundamentales. Pero soy Ojosdorados Manodeplata Dáctilos —continuó el artesano—. Y construí los Guerreros Metálicos que guardan la Tumba de Pitchiu, diseñé los Embalses de Luz del Gran Nef, y construí el Palacio de los Siete Desiertos. Pero… —Se rozó uno de los ojos, que dejó escapar un ligero tintineo—, cuando construí el ejército gólem para Pitchiu, éste me cubrió de oro y luego hizo que me sacaran los ojos, para que no pudiera crear ninguna otra obra que rivalizara con la que hice para él.
—Sabio, pero cruel —señaló compasivo el Archiastrónomo.
—Cierto. Así que aprendí a escuchar el temple de los metales, y a ver con los dedos. Aprendí a distinguir las menas por el sabor y el olor. Fabriqué estos ojos, pero no me sirven para ver. Más tarde, se me llamó para construir el Palacio de los Siete Desiertos, tras lo cual el Emir me cubrió de plata antes de cortarme la mano derecha, cosa que no me sorprendió del todo.
—Un grave inconveniente, considerando tu trabajo —asintió el Archiastrónomo.
—Utilicé parte de la plata para hacerme esta nueva mano, y apliqué en su fabricación mi insuperable conocimiento sobre palancas y fulcros. Con eso me basta. Después, creé el primer gran Embalse de Luz, con una capacidad de 50.000 horas de luz diarias. Los consejos tribales del Gran Nef me cubrieron de sedas finas, antes de encerrarme para que no escapara jamás. Me tomé la molestia de utilizar la seda y algo de bambú para construir una máquina voladora, con la que me lancé desde la torreta más alta de mi prisión.
—Tras lo cual, y tras varios incidentes, llegaste a Krull —terminó el Archiastrónomo—. Cualquiera pensaría que otro tipo de trabajo (el cultivo de lechugas, por ejemplo) conllevaría menos riesgo de morir por partes. ¿Por qué insistes en practicar tu profesión?
Ojosdorados Dáctilos se encogió de hombros.
—Se me da bien —respondió.
El Archiastrónomo contempló de nuevo el pez de bronce, que brillaba como un gong bajo el sol del mediodía.
—Qué belleza —musitó—. Y es algo único. Acércate, Dáctilos. Recuérdame qué te prometí como recompensa.
—Me pediste que diseñara un pez para nadar por los mares espaciales que se extienden entre los mundos —entonó el maestro artesano—. A cambio de eso…, a cambio…
—¿Sí? Mi memoria ya no es lo que era —ronroneó el Archiastrónomo, mientras tocaba el bronce cálido.
—A cambio —siguió Dáctilos, al parecer sin demasiadas esperanzas—, me dejarías libre y te abstendrías de cortar ninguno de mis apéndices. No quiero ningún tesoro.
—Ah, sí, ya lo recuerdo. —El anciano alzó una mano surcada de venas azules—. Mentí —añadió.
Sólo se oyó un ligero silbido, y el hombre de ojos dorados se tambaleó. Luego, bajó el rostro hacia la punta de flecha que le sobresalía del pecho. Una gota de sangre le floreció entre los labios.
En toda la plaza no se oyó un ruido (aparte del bordoneo de algunas moscas expectantes) cuando alzó muy despacio su mano de plata y tocó la punta de la flecha.
Dáctilos gruñó.
—Un trabajo chapucero —dijo, y se derrumbó hacia atrás.
El Archiastrónomo empujó el cadáver con la punta del pie, y suspiró.
—Habrá un breve período de duelo y luto, como corresponde a un maestro artesano —anunció.
Observó cómo un moscardón azul se posaba sobre uno de los ojos dorados, antes de levantar el vuelo, sorprendido.
—Ya es suficiente —dijo el Archiastrónomo.
Llamó a un par de esclavos para que se llevaran el cadáver.
—¿Están preparados los quelonautas? —preguntó.
El maestro controlador de lanzamientos dio un paso al frente.
—Por supuesto, su prominencia —respondió.
—¿Se han entonado las plegarias adecuadas?