Frente a ellos, los mil millones de toneladas de la imposibilidad que era el mágico Wyrmberg se alzaban contra el cielo. Esto no era tan grave, al menos hasta que Rincewind volvió la cabeza y vio la sombra de la montaña deslizándose poco a poco por las nubes del mundo…
—¿Qué ves? —preguntó Dosflores al dragón.
«Veo una pelea en la cima de la montaña», fue la amable respuesta que le llegó.
—¿Has oído? —exclamó Dosflores—. Probablemente, Hrun está luchando por su vida en este momento.
Rincewind no respondió. Tras una pausa, Dosflores miró tras él. El mago miraba fijamente hacia nada en concreto, y movía los labios sin emitir sonido alguno.
—¿Rincewind?
El mago dejó escapar un sonido tembloroso.
—Perdona —se disculpó Dosflores—, ¿cómo has dicho?
—… La distancia…, qué caída… —murmuró Rincewind.
Sus ojos concentrados ofrecieron por un momento una expresión de sorpresa, y luego se abrieron despavoridos. Cometió el error de mirar hacia abajo.
Soltó un grito de horror. Y empezó a caerse. Dosflores le agarro.
—¿Qué pasa?
Rincewind trató de cerrar los ojos, pero la imaginación tenía párpados, y la muy maldita siguió mirando fijamente.
—¿No te dan miedo las alturas? —consiguió preguntar.
Dosflores bajó la vista hacia el diminuto paisaje, moteado por las sombras de las nubes. La idea del temor no se le había ocurrido nunca.
—No —respondió—. ¿Por qué van a darme miedo? Te matas igual si caes desde doce metros que desde mil brazas. Es lo que siempre digo yo.
Rincewind trató de considerar la idea fríamente, pero no consiguió verle la lógica. No se trataba de la caída en sí, sino del golpe…
Dosflores le sujetó rápidamente.
—Aguanta —dijo con animación—. Ya casi hemos llegado.
—Ojalá estuviera de vuelta en la ciudad —gimió Rincewind—. ¡Ojalá estuviera de vuelta en el suelo!
—¿Crees que los dragones podrían volar hasta las estrellas? —soñó Dosflores—. Eso sí que sería impresionante…
—Estás loco —se limitó a puntualizar Rincewind.
El turista no respondió nada, y cuando el mago consiguió enfocar los ojos, se horrorizó al ver que Dosflores contemplaba las estrellas ya pálidas con una extraña sonrisa en los labios.
—¡Ni lo pienses! —añadió Rincewind con tono amenazador.
«El hombre que buscas está hablando con la dama dragón», intervino el animal sobre el que cabalgaban.
—¿Hummm? —respondió Dosflores, todavía concentrado en las estrellas.
—¿Qué? —le apremió Rincewind.
—Ah, sí, Hrun —despertó Dosflores—. Espero que lleguemos a tiempo. ¡En picado! ¡Baja!
Rincewind abrió los ojos cuando el viento aceleró hasta transformarse en un vendaval. Quizá por eso se le habían abierto. Desde luego, ahora el viento le impedía cerrarlos.
La superficie plana del Wyrmberg subió hacia ellos, bandeándose de manera alarmante, y luego se convirtió en un borrón verde que les rodeaba por ambos costados. Los pequeños bosques y campos se transformaron en un montón de retazos acelerados. El breve rayo plateado que vieron podía ser el pequeño río que caía en cascada por el borde de la plataforma. Rincewind intentó expulsar el recuerdo de su mente, pero el recuerdo estaba muy a gusto allí, y se dedicaba a aterrar al resto de los ocupantes y a destrozar el mobiliario.
* * *
—Creo que no —respondió Liessa.
Hrun cogió la copa de vino con un movimiento pausado. Sonrió como una calabaza.
Alrededor de todo el circo, los dragones empezaron a aullar. Sus jinetes miraron hacia arriba.
Y algo que parecía un borrón verde pasó sobre el circo, y Hrun desapareció.
La copa de vino se quedó un momento en el aire, y luego se estrelló contra el escalón. Sólo entonces se derramó una única gota.
Esto fue porque, en el momento de atrapar suavemente a Hrun entre sus garras, el dragón Ninereeds había sincronizado por un momento los ritmos de sus cuerpos. Dado que la dimensión de la imaginación es mucho más compleja que las del espacio y el tiempo, que a efectos prácticos son dimensiones bastante pobretonas, la consecuencia de esto fue la transformación instantánea de un Hrun estacionario y fálico en un Hrun que se desplazaba de costado a unos ciento cincuenta kilómetros por hora, sin otro efecto secundario que unas cuantas gotas de vino derramadas de su boca. Otro de los efectos fue que Liessa gritó de rabia, y materializó a su dragón. Cuando la bestia dorada apareció frente a ella, la joven saltó a su lomo, todavía desnuda, y arrebató el arco a uno de los guardias. Alzó el vuelo mientras los demás jinetes dragón no habían hecho todavía más que dirigirse hacia sus monturas.
El Maestro Tentador, que lo observaba todo desde la columna tras la que se había deslizado prudentemente al empezar el loco alboroto, captó en aquel momento el eco transdimensional de una teoría que acababa de surgir en la mente de uno de los primeros psiquiatras de un universo adyacente. La gotera dimensional debía de ser de ida y vuelta, porque el psiquiatra vio entonces a la chica sobre el dragón. El Maestro Tentador sonrió.
—¿Apuestas algo a que no le atrapa? —dijo junto a su oído la voz de Greicha, toda gusanos y sepulcros.
El Maestro Tentador cerró los ojos y tragó saliva con dificultad.
—Creí que, a estas alturas, mi señor ya estaría residiendo plenamente en la Tierra Temible —consiguió decir.
—Soy un mago —señaló Greicha—. La Muerte en persona tiene que recoger a un mago. Y, ajá, parece que hoy no está por estos alrededores…
—¿Nos vamos? —preguntó la Muerte.
Iba a lomos de un caballo blanco, un caballo de carne y hueso, pero de ojos rojos y fosas nasales distendidas. Extendió su mano huesuda, recogió el alma de Greicha del aire y la enrolló hasta que no fue más que un punto dolorosamente luminoso. Luego, se la tragó.
Picó espuelas a su corcel y el animal salió disparado, arrancando chispas con los cascos.
—¡Señor Greicha! —susurró el viejo Maestro Tentador cuando el universo fluctuó a su alrededor.
—Ha sido un truco sucio —le llegó la voz del mago, una simple molécula de sonido alejándose entre las infinitas dimensiones negras.
—Mi señor…, ¿cómo es la muerte? —preguntó con voz trémula el anciano.
—Te lo haré saber en cuanto lo haya investigado a fondo —le respondió la más ligera modulación de la brisa.
—Sí —murmuró el Maestro Tentador.
Se le ocurrió una idea terrible.
—Que sea de día, por favor —añadió.
* * *
—¡Payasos! —rugió Hrun desde su asidero entre las garras delanteras de Ninereeds.
—¿Qué dice? —gritó Rincewind mientras el dragón batía estruendosamente sus alas en el aire, en un intento de ganar más altura.
—¡No le oigo! —respondió Dosflores, también a gritos.
Pero el viento se llevó su voz. Cuando el dragón se escoró ligeramente, bajó la vista hacia el juguete que era la cima del poderoso Wyrmberg, y vio la oleada de criaturas que alzaban el vuelo para perseguirles. Las alas de Ninereeds batían el aire con algo parecido a la satisfacción. El aire… el aire era cada vez más tenue. A Dosflores se le taponaron los oídos por tercera vez.
Advirtió que, al frente de la bandada persecutoria, había un dragón dorado. Con su jinete incluido.
—Oye, ¿estás bien? —preguntó un asustado Rincewind.
Tuvo que aspirar varias bocanadas de aquel extraño aire destilado para poder formular las palabras.
—Podía haberme convertido en Señor, pero vosotros, payasos, tuvisteis que… —jadeó Hrun, mientras el tenue aire gélido arrancaba la vida hasta de su poderoso pecho.
—¿Qué le pasa al aire? —murmuró Rincewind.
Unas lucecitas azules aparecieron ante sus ojos.
Dosflores emitió un gemido, y se desmayó.
El dragón desapareció.
Durante unos segundos, los dos hombres siguieron ascendiendo. Dosflores y el mago ofrecían una extraña imagen, el uno sentado ante el otro, a horcajadas sobre algo que no estaba allí. Luego, lo que recibía el nombre de gravedad en el Mundodisco se recuperó de la sorpresa, y los reclamó.
En ese momento, el dragón de Liessa pasó como un rayo, y Hrun aterrizó pesadamente sobre el cuello de la bestia. Liessa se inclinó hacia adelante y le besó.
Rincewind se perdió este detalle mientras caía, con los brazos todavía engarfiados en torno a la cintura de Dosflores. El disco era un diminuto mapa redondo clavado contra el cielo. No parecía moverse, pero Rincewind sabía que lo hacía. El mundo entero se acercaba a él como un gigantesco plato de natillas.
—¡Despierta! —gritó, tratando de imponer su voz sobre el rugido del viento—. ¡Dragones! ¡Piensa en dragones!
Atisbó un montón de alas borrosas cuando cayeron en picado entre la bandada de criaturas que les perseguían, que pronto quedaron mucho más arriba. Los dragones graznaban y trazaban círculos en el cielo.
Dosflores no respondió. La túnica de Rincewind le azotaba, pero el turista no despertó.
«Dragones», pensó un aterrado Rincewind. Intentó concentrar toda su mente, visualizar un dragón auténtico. «Si él puede hacerlo, yo también», se decía. Pero no sucedió nada.
El disco era mucho más grande ahora, un círculo entre las nubes, que se acercaba hacia ellos.
Rincewind lo intentó de nuevo, giró los ojos y tensó hasta el último nervio de su cuerpo. Un dragón. Su imaginación, que generalmente iba sobrecargada de trabajo, buscaba desesperadamente un dragón, cualquier dragón.
—No lo conseguirás —rió la voz de la Muerte que era como el monótono repicar de campanas funerarias—. No crees en ellos.
Rincewind miró la terrible aparición a caballo que le sonreía y el terror se apoderó de su mente.
Hubo un relámpago brillante.
Hubo una repentina oscuridad.
Hubo un suelo suave bajo los pies de Rincewind. Se vio rodeado por una luz rosada, y por los repentinos gritos angustiados de muchas personas.
Miró espantado a su alrededor. Estaba de pie en una especie de túnel, lleno casi por completo de asientos, sobre los que había atadas muchas personas con ropas muy extrañas. Todos le gritaban a él.
—¡Despierta! —siseó—. ¡Ayúdame!
Arrastró al turista todavía inconsciente, e intentó alejarse de la gente. Su mano libre encontró el extraño pestillo de una puerta. Lo giró y se agachó para cruzarla, antes de cerrar de golpe.
Contempló la nueva habitación en que se hallaba, y se encontró con la mirada aterrorizada de una joven, que dejó caer la bandeja que sostenía, y gritó.
Parecía la clase de grito que suele atraer ayuda muscular. Rincewind, con un miedo que destilaba cantidades ingentes de adrenalina, pasó corriendo junto a ella. Allí había más asientos, y la gente que los ocupaba se agachó cuando el mago pasó junto a ellos, arrastrando a Dosflores por el corredor central. Más allá de las filas de asientos había pequeñas ventanas. Y más allá de las ventanas, contra un fondo de nubes algodonosas, vio el ala de un dragón. Era plateada.
«Un dragón me ha devorado —pensó—. Eso es ridículo —se replicó a sí mismo—, los dragones no tienen ventanas.» Entonces, tropezó con un hombro contra el otro extremo del túnel, y entró en una habitación cónica todavía más extraña que la anterior.
Estaba llena de lucecitas parpadeantes. Entre las luces, sentados en sillas giratorias, había cuatro hombres que le miraban boquiabiertos. Cuando echó un vistazo a su espalda, vio que la mirada de los cuatro hombres se desviaba hacia un lado.
Rincewind se volvió lentamente. Junto a él se encontraba un quinto hombre, joven, barbudo, y tan moreno como el pueblo nómada del Gran Nef.
—¿Dónde estoy? —preguntó el mago—. ¿Es el vientre de un dragón?
El joven dio un paso hacia atrás y exhibió ante el rostro del mago una pequeña caja negra. Los hombres de los asientos se encogieron.
—¿Qué es esto? —preguntó Rincewind—. ¿Una caja de dibujos?
Extendió la mano y la cogió: este movimiento pareció sorprender al hombre moreno, que gritó y trató de recuperarla. Se oyó otro grito, esta vez procedente de uno de los hombres sentados. Sólo que ahora ya no estaba sentado. Se había puesto en pie, y apuntaba al joven con un pequeño objeto metálico.
Su actitud tuvo un efecto sorprendente. El hombre se inclinó, y levantó las manos.
—Por favor, señor, déme la bomba —dijo el hombre del objeto metálico—. Con cuidado, por favor.
—¿Esta cosa? —preguntó el mago—. ¡Toda tuya! ¡No la quiero para nada!
El hombre la recogió con mucho cuidado y la depositó en el suelo. Los que seguían sentados se relajaron, y uno de ellos empezó a hablar urgentemente con la pared. El mago le miró, asombrado.