El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

—No está del todo claro —siguió— si se permite lanzar un desafío por delegación…

—Se permite, se permite —restalló la voz desencarnada de Greicha—. Es una muestra de inteligencia. Y sigue, que nos vamos a pasar aquí todo el día.

—Os desafío —intervino Hrun, mirando a los hermanos—. A los dos a la vez.

Lio!rt y Liartes se miraron.

—¿Quieres luchar contra nosotros dos a la vez? —preguntó Liartes, un hombre alto y delgado, con larga cabellera negra.

—Sí.

—¿Crees que es justo?

—Sí. Os supero en proporción de uno contra dos.

Lio!rt se enfureció.

—¡Bárbaro arrogante…!

—¡Eso ya es el colmo! —rugió Hrun—. ¡Te…!

El Maestro Tentador extendió una mano surcada de venillas azules, para contenerle.

—Está prohibido pelear en el Campo de Matanza —comentó.

Se detuvo, e hizo una pausa para considerar el sentido de lo que había dicho.

—Bueno, ya sabéis a qué me refiero —aventuró. Intentó dar más explicaciones, pero se rindió—. Como parte desafiada, mis señores Lio!rt y Liartes pueden elegir armas —añadió.

—¡Dragones! —exclamaron a la vez.

Liessa bufó.

—Los dragones se pueden usar en una ofensiva, así que son armas —dijo Lio!rt con firmeza—. Si no estás de acuerdo, podemos luchar por eso.

—Eso —asintió su hermano, mientras señalaba a Hrun con un movimiento de cabeza.

El Maestro Tentador sintió que un dedo fantasmal le golpeaba el pecho.

—No te quedes ahí con la boca abierta —dijo la voz sepulcral de Greicha—. ¿Quieres darte prisa?

Hrun dio un paso atrás y meneó la cabeza.

—Oh, no —negó—. Con una vez, he tenido de sobra. Prefiero morir a luchar sobre una de esas cosas.

—Entonces, muere —dijo el Maestro Tentador, con toda la amabilidad que le fue posible.

Lio!rt y Liartes ya se dirigían a zancadas hacia el otro lado de la pradera, donde sus sirvientes aguardaban con las monturas. Hrun se volvió a Liessa. La chica se encogió de hombros.

—¿No tendré ni una espada? —suplicó—. ¿Ni siquiera un cuchillo?

—No —respondió ella—. No esperaba esto.

De repente, la chica parecía más menuda, y todo su aire desafiante había desaparecido.

—Lo siento.

—¿Que tú lo sientes? —se enfadó Hrun.

—Sí, lo siento.

—Eso me pareció oír, que lo sentías.

—¡Oye, no me mires así! Puedo imaginarte el mejor dragón para cabalgar…

—¡No!

El Maestro Tentador se secó la nariz con un pañuelo, sostuvo ante él un momento el pequeño cuadrado de seda, y luego lo dejó caer.

Un repentino batir de alas hizo girar en redondo a Hrun. El dragón de Lio!rt ya estaba en el aire, y se dirigía hacia ellos. Mientras sobrevolaba a poca altura el prado, una ráfaga de llamas surgió de su boca, trazando una línea negra en la hierba. Y la línea se dirigía hacia Hrun.

En el último momento, el bárbaro empujó a Liessa a un lado, y sintió el salvaje dolor del fuego en el brazo mientras se lanzaba al suelo, en busca de refugio. Al caer, rodó sobre sí mismo, y se puso en pie de un salto, buscando frenéticamente al otro dragón. El animal se acercó por un lado, y Hrun se vio obligado a saltar a ciegas para esquivar las llamas. La cola del dragón le azotó al pasar, y le encajó un doloroso golpe en la frente. Consiguió ponerse en pie, y sacudió la cabeza para librarse de aquellas estrellitas bailarinas que tenía ante los ojos. Su maltratada espalda gritaba de dolor.

Lio!rt se aproximaba en una segunda pasada, pero esta vez volaba más despacio, para compensar la inesperada agilidad del hombretón. Cuando el suelo ascendió hacia él, vio al bárbaro de pie, inmóvil como una roca, con el pecho subiendo y bajando, y los brazos caídos a los costados. Un blanco sencillo.

Cuando su dragón sobrepasó al bárbaro, Lio!rt volvió la cabeza. Esperaba ver un enorme montón de cenizas.

Allí no había nada. Sorprendido, Lio!rt se enderezó en el dragón.

Entonces, le vio.

Hrun se había colgado de las escamas en el hombro del dragón con una mano, y con la otra se apagaba las llamas del cabello. La mano de Lio!rt voló hacia su daga, pero el dolor había agudizado los ya excelentes reflejos de Hrun hasta hacerlos afilados como agujas. El canto de una mano golpeó como un martillo la muñeca del señor dragón, y la daga salió despedida hacia el suelo. La otra mano, en forma de puño, alcanzó al hombre de lleno en la barbilla.

El dragón que soportaba el peso de ambos combatientes estaba a tan sólo unos metros de la hierba. Resultó ser una circunstancia afortunada, porque en el momento en que Lio!rt perdió el sentido, el animal dejó de existir.

Liessa corrió por el césped y ayudó a Hrun a ponerse en pie.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —preguntó, confuso.

—¡Ha sido fantástico! —exclamó ella—. ¡Qué salto pegaste en el aire! ¡Increíble!

—Sí, pero… ¿qué ha pasado?

—Es un poco difícil de explicar.

Hrun examinó el cielo. Liartes, que era con mucho el más cauteloso de los dos hermanos, trazaba círculos muy por encima de ellos.

—Bueno, tienes unos diez segundos para intentarlo —respondió Hrun.

—Los dragones…

—¿Sí?

—…son imaginarios.

—¿Quieres decir tan imaginarios como estas quemaduras que tengo en el brazo?

—Sí. ¡No! —La chica sacudió violentamente la cabeza—. ¡Ya te lo explicaré luego!

—Perfecto, si encuentras un médium verdaderamente bueno —le espetó Hrun.

Levantó la vista hacia Liartes, que empezaba a descender trazando amplios círculos.

—Oye, limítate a escuchar. A menos que mi hermano esté consciente, su dragón no puede existir, no tiene ningún medio para llegar a…

—¡Corre! —gritó Hrun.

La empujó lejos de él y se lanzó de bruces al suelo cuando el dragón de Liartes se precipitó, mientras dejaba otra cicatriz humeante en el césped.

La criatura tomó altura para hacer otra pasada, y Hrun se puso en pie como pudo antes de echar a correr hacia los bosques que bordeaban la zona de combate. Eran muy claros, poco más que unos matorrales crecidos, pero al menos ningún dragón podría volar por allí.

El bicho ni siquiera lo intentó. Liartes llevó a tierra su montura, que se posó en el césped a pocos metros del bárbaro. Su jinete desmontó sin prisa. El dragón dobló las alas y agachó la cabeza hasta la hierba, mientras su amo se apoyaba contra un árbol y silbaba alegremente.

—Puedo achicharrarte hasta que salgas —comentó Liartes al rato.

Nada se movió entre los arbustos.

—¿Estás quizá tras aquel arbusto de acebo?

El arbusto de acebo se transformó en una bola de llamas.

—Seguro que he visto un movimiento en esos helechos.

Los helechos se convirtieron en simples esqueletos de cenizas blancas.

—No haces más que prolongar tu agonía, bárbaro. ¿Por qué no te rindes ya? He abrasado a mucha gente. No duele nada —prometió Liartes, mirando de soslayo a los arbustos.

El dragón siguió trazando su espiral, incinerando cada arbusto sospechoso y cada matorral de helechos. Liartes esgrimió la espada y aguardó.

Hrun saltó de un árbol, y aterrizó ya corriendo. Tras él, el dragón rugió y aplastó arbustos mientras intentaba girar en redondo, pero Hrun corría, corría con la vista fija en Liartes y una rama seca en las manos.

Hay un hecho poco conocido, pero cierto: una criatura de dos patas vence casi siempre a otra de cuatro en distancias cortas, porque un cuadrúpedo tarda más tiempo en ordenar y acompasar sus extremidades. Hrun oyó el roce de las garras tras él, y luego un sonido ominoso: el dragón tenía las alas medio desplegadas, y trataba de volar.

Cuando Hrun se lanzó sobre el señor dragón, la espada de Liartes trazó un arco malintencionado, sólo para verse incrustada contra la rama. Entonces, Hrun se precipitó contra él y los dos hombres lucharon en el suelo.

El dragón rugió.

Liartes gritó cuando Hrun levantó una rodilla con precisión anatómica, pero consiguió lanzar un golpe a ciegas que acertó en la nariz del bárbaro.

Hrun se separó de un salto y se puso en pie, sólo para encontrarse frente a frente con un rostro equino salvaje, el del dragón, con las fosas nasales distendidas.

Lanzó una patada, y acertó en plena sien a Liartes, que en ese momento trataba de levantarse. El hombre se derrumbó.

El dragón desapareció. La bola de fuego que se precipitaba hacia Hrun fue desvaneciéndose hasta que, cuando llegó a él, no era más que una brisa de aire cálido. Luego no se oyó nada más que el crepitar de los arbustos en llamas.

Hrun se echó al hombro al señor dragón inconsciente, y trotó hacia el circo. A medio camino, encontró a Lio!rt tirado en el suelo, con una pierna doblada en un ángulo extraño. Se detuvo con un gruñido, y se echó al segundo señor sobre el hombro libre.

Liessa y el Maestro Tentador le aguardaban sobre un estrado, en un extremo del prado. La dama dragón ya había recuperado su compostura, y ahora miraba directamente a Hrun, mientras el bárbaro soltaba a los dos hombres en un escalón, ante ella. La gente que la rodeaba mantenía una pose deferente, como si fueran su corte.

—Mátalos —dijo Liessa.

—Los mataré cuando yo decida —replicó—. En cualquier caso, no está bien matar a gente inconsciente.

—Pues no se me ocurre un momento más adecuado —dijo el Maestro Tentador.

Liessa bufó.

—Entonces, los desterraré —afirmó—. Cuando estén fuera del alcance de la magia del Wyrmberg, no tendrán Poder. Serán simples bandoleros. ¿Te das por satisfecho con eso?

—Sí.

—Me sorprende que seas tan misericordioso, bár… Hrun.

Hrun se encogió de hombros.

—Un hombre de mi posición no puede permitirse no serlo. Hay que pensar en la imagen. —Miró a su alrededor—. Bien, ¿cuál es la siguiente prueba?

—Te advierto que es algo peligroso. Si quieres, puedes marcharte ahora. Pero, si superas la prueba, te convertirás en el Señor del Wyrmberg y, por supuesto, en mi esposo legítimo.

Hrun la miró a los ojos. Pensó en cómo había sido su vida hasta la fecha. De repente, le pareció llena de largas noches húmedas durmiendo bajo las estrellas, de luchas desesperadas con trolls, guardias de ciudades, innumerables bandidos, sacerdotes malvados y, al menos en tres ocasiones, con auténticos semidioses. Y todo eso, ¿para qué? Bueno, para conseguir un tesoro respetable, tenía que admitirlo. Pero ya lo había gastado todo. Rescatar doncellas en apuros tenía su recompensa temporal, sí, pero luego siempre acababa situándolas en cualquier ciudad con una buena dote. Porque, tras una temporada, hasta la ex doncella más complaciente se volvía posesiva, y no simpatizaba demasiado con los esfuerzos de Hrun por rescatar a sus hermanas en sufrimientos. En resumen, la vida no le había dejado mucho más que una reputación y toda una red de cicatrices. Ser señor resultaría divertido. Hrun sonrió. Con una base como aquélla, con todos aquellos dragones y un buen puñado de luchadores, un hombre podía labrarse una posición.

Además, la moza no era nada desdeñable.

—¿La tercera prueba? —preguntó ella.

—¿Volveré a estar desarmado? —quiso saber Hrun.

Liessa subió un brazo y se quitó el casco, de manera que los rizos de pelo rojizo se le desparramaron por la espalda. Luego se quitó el broche de la túnica. No llevaba nada bajo ella.

Cuando Hrun la miró de arriba abajo, dos maquinas de cálculos especulativos empezaron a funcionar en su mente. Una calibraba el oro de sus ajorcas, los rubíes engarzados en los anillos de oro que llevaba en los dedos de los pies, el diamante que le adornaba el ombligo, y las dos filigranas de plata. La otra máquina conectaba directamente con su libido. Las dos arrojaron resultados que le complacieron mucho.

Liessa alzó una mano y le ofreció sonriente una copa de vino.

—Creo que no —respondió.

* * *

—Él no intentó rescatarte a ti —señaló Rincewind como último recurso.

Se agarró desesperado a la cintura de Dosflores cuando el dragón trazó un pausado círculo, mientras se inclinaba sobre el mundo en un ángulo peligroso. El recién adquirido conocimiento de que el lomo escamoso sobre el que se encontraba sólo existía como una especie de ensoñación tridimensional no eliminaba nada en absoluto, como pronto comprendió, aquella desagradable sensación en el estómago. Su mente no hacía más que desviarse hacia las posibles consecuencias que tendría una pérdida de concentración por parte de Dosflores.

—Ni siquiera Hrun habría derrotado a todos esos arqueros —insistió un testarudo Dosflores.

Cuando el dragón se elevó todavía más sobre el bosque, donde los tres habían echado un sueño tan húmedo como incómodo, el sol ya salía por el borde del disco. Al momento, los tenebrosos azules y grises del preamanecer se transformaron en un deslumbrante río de bronce que fluía por todo el mundo, transformando en oro a su paso el hielo, el agua o los embalses de luz. (Debido a la densidad del campo mágico que rodeaba el disco, la luz se movía a velocidades subsónicas. Esta interesante propiedad se podía aprovechar: por ejemplo, el pueblo Sorca del Gran Nef se había pasado siglos construyendo intrincados y sutiles embalses de sílice pulido para atrapar la lenta luz solar y «almacenarla», por llamarlo de alguna manera. Las chispeantes reservas del Nef, sobrecargadas tras muchas semanas de luz solar ininterrumpida, resultaban sin duda un espectáculo magnífico desde el aire, y fue una pena que Rincewind y Dosflores no mirasen en aquella dirección.)

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