El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Entonces vio el camino, que se perdía en otra oscura entrada del túnel. Alguien lo había usado regularmente, y no hacía mucho tiempo. Era un rastro profundo y estrecho en la alfombra gris.

Dosflores lo siguió. Discurría por salas todavía más polvorientas y pasillos ventosos por los que cabría un dragón (y dragones habían pasado por allí en otros tiempos, al parecer: dio con una habitación llena de arneses corroídos, y en otra encontró petos y cadenas de mallas que podía usar un elefante). Terminaban en un par de puertas verdes de bronce. Cada una era tan alta que desaparecía en la penumbra. Delante de Dosflores, a la altura del pecho, había un pequeño pestillo de latón en forma de dragón.

Cuando lo tocó, las puertas se abrieron al momento, con un silencio desconcertante.

Instantáneamente, unas chispas crepitaron en el pelo de Dosflores. Hubo una repentina ráfaga de viento cálido y seco que no afectó al polvo como habría hecho un viento cualquiera, sino que le hizo cobrar desagradables formas medio vivas antes de que se posara de nuevo. A los oídos de Dosflores llegaron los extraños chirridos gorjeantes de Cosas encerradas en lejanas mazmorras dimensionales, muy lejos de la frágil celosía espaciotemporal. Aparecieron sombras donde no había nada para causarlas. El aire zumbó como una colmena.

Casi al momento, hubo una gran descarga de magia a su alrededor.

La cámara que había tras la puerta estaba iluminada por un brillo verdoso claro. Y apiladas a lo largo de las paredes, cada una en su estante de mármol, había hileras e hileras de ataúdes. En el centro de la sala se encontraba un sillón de piedra, sobre un estrado. Contenía una figura desmadejada, que no se movía, pero sí hablaba con una voz cascada y vieja.

—Pasa, jovencito.

Dosflores entró. La figura del asiento era humana, al menos por lo que podía distinguir a tan escasa luz, pero había algo en la extraña manera de reposar en la silla que le hacía alegrarse de no ver nada más claro.

—Estoy muerto, ¿sabes? —le llegó una voz en tono coloquial, desde lo que Dosflores esperaba fervorosamente fuera una cabeza—. Supongo que ya lo has notado.

—Hummm —fue la respuesta de Dosflores.

Empezó a retroceder.

—Es obvio, ¿verdad? —asintió la voz—. Tú debes de ser Dosflores, ¿no? ¿O eso viene después?

—¿Después? —se sorprendió Dosflores—. ¿Después de qué?

Se detuvo.

—Bueno —explicó la voz—, verás, una de las desventajas de estar muerto es que uno queda libre de las ligaduras del tiempo. Por tanto, puedo ver lo que ha sucedido y sucederá, todo al mismo tiempo. Aunque claro, ahora sé que, a efectos prácticos, el Tiempo no existe en absoluto.

—Eso no parece una desventaja —señaló Dosflores.

—¿Tú crees? Imagina que cada momento sea uno, que resulte a la vez un recuerdo lejano y una sorpresa desagradable, y ya verás. ¿Comprendes ahora a qué me refiero? De todos modos, ahora recuerdo lo que estaba a punto de decirte. ¿O ya lo he hecho? Por cierto, bonito dragón. ¿O no he dicho eso todavía?

—Es bastante bueno. Simplemente, apareció —explicó Dosflores.

—¿Apareció? —se sorprendió la voz—. ¿Tú lo invocaste?

—Sí, bueno, lo único que hice fue…

—¡Tienes el Poder!

—Lo único que hice fue pensar en él.

—¡En eso consiste el Poder! ¿Te he dicho ya que yo soy Greicha Primero? ¿O eso viene luego? Lo siento, pero no tengo mucha experiencia en esto de trascender. De todos modos, sí… el Poder. Invoca dragones, ¿sabes?

—Creo que eso ya me lo has dicho —señaló Dosflores.

—¿Ya? Sí, la verdad es que pensaba hacerlo —aseguró el hombre muerto.

—Pero ¿cómo funciona? Llevo toda la vida pensando en dragones, pero ésta es la primera vez que aparece uno.

—Bueno, verás, la verdad del asunto es que los dragones nunca han existido tal como entiendes la existencia tú (o tal como la entendía yo, hasta que fui envenenado hace unos tres meses). Hablo del auténtico dragón, del draconis nobilis, ya sabes. El dragón de pantano, draconis vulgaris, es una criatura muy básica, indigna de nuestra atención. Por otra parte, el auténtico dragón es una criatura de espíritu tan refinado que sólo puede tomar forma en este mundo si lo concibe una imaginación bien entrenada. E incluso entonces, la imaginación tiene que estar perfectamente impregnada de magia: esto ayuda a debilitar los muros entre el mundo de lo visible y el de lo invisible. Entonces llegan los dragones tal como eran, e imprimen su forma en la matriz de posibilidades de este mundo. A mí se me daba muy bien cuando estaba vivo. Podía imaginar más de… bueno, casi quinientos dragones a la vez. Ahora Liessa, la más hábil de entre todos mis hijos, apenas alcanza a imaginar cincuenta criaturas originales. Para que luego hablen de la educación progresista. En realidad, no cree en ellos. Por eso sus dragones resultan bastante aburridos, mientras que el tuyo… —la voz de Greicha tenía ahora un matiz de admiración— …es casi tan bueno como solían ser los míos. Una agradable visión para estos ojos maltratados. Aunque ya no tengo ojos, claro.

—Has repetido varias veces que estás muerto —intervino rápidamente Dosflores.

—¿Y?

—Y los muertos… esto…, pues ya sabes, no suelen hablar demasiado. Por norma general.

—Yo era un mago muy, pero que muy poderoso. Mi hija me envenenó, claro. El método de sucesión unánimemente admitido en nuestra familia. Pero —suspiró el cadáver. Al menos el suspiro surgió del aire, a unos decímetros por encima de él—, pronto resultó obvio que ninguno de mis hijos tenía suficiente poder para arrebatar el señorío sobre el Wyrmberg a los otros dos. Un resultado altamente insatisfactorio. Un reino como el nuestro debe tener un único gobernante. Así que decidí seguir vivo sin efectos oficiales, cosa que les molesta mucho a todos, por supuesto. No daré a mis hijos la satisfacción de enterrarme, hasta que sólo quede uno para dirigir la ceremonia.

Se oyó un desagradable sonido chirriante. Dosflores supuso que pretendía ser una carcajada.

—Liessa —siguió la voz del mago muerto—. Mi hija. Su poder es el más fuerte, ¿sabes? Los dragones de mis hijos son incapaces de volar más de unos pocos kilómetros antes de desaparecer.

—¿Desaparecer? Ya noté que el dragón que nos trajo aquí era transparente —intervino Dosflores—. Admito que me pareció un poco extraño.

—Claro —dijo Greicha—. El poder sólo funciona cerca del Wyrmberg. Es la ley del cuadrado a la inversa, ¿sabes? Al menos, eso creo yo. Cuando los dragones vuelan más allá, empiezan a «consumirse». Si no fuera así, mi pequeña Liessa ya estaría dominando el mundo, que me lo digan a mí. Pero, bueno no debo retenerte más. Supongo que estarás deseando rescatar a tu amigo.

Dosflores se quedó con la boca abierta.

—¿A Hrun? —dijo.

—No, a ése no. Al mago flaco. Mi hijo Lio!rt está intentando hacerle pedazos. Me gustó mucho la manera en que le rescataste. Bueno, en que le rescatarás.

Dosflores hinchó el pecho y se irguió en toda su altura, un trabajo muy sencillo.

—¿Dónde está? —preguntó, al tiempo que se dirigía hacia la puerta con lo que él esperaba que fueran zancadas heroicas.

—No tienes más que seguir el camino en el polvo —explicó la voz—. Liessa viene a verme de vez en cuando. Todavía viene a ver a su viejo padre, mi nenita. Fue la única con suficiente carácter para asesinarme. De tal palo, tal astilla. Por cierto, buena suerte. Creo recordar que ya te lo dije. Quiero decir, que te lo diré ahora.

La voz temblorosa se perdió en un laberinto de tiempos verbales, mientras el turista corría por los pasillos vacíos, y el dragón trotaba ágilmente tras él. Pero pronto se detuvo para apoyarse contra una columna, sin aliento. Le parecía que habían pasado siglos desde que comiera por última vez.

«Por qué no vuelas», le sugirió Ninereeds mentalmente.

El dragón extendió las alas y dio un aleteo experimental, que le levantó por un momento del suelo. Dosflores le miro un instante, luego corrió hacia él y subió rápidamente al cuello de la bestia. Pronto estuvieron en el aire. El dragón volaba con facilidad a un metro por encima del suelo, y dejaba atrás una nube de polvo.

Dosflores se agarró lo mejor que pudo cuando Ninereeds maniobró por una serie de cavernas y se remontó rodeando una escalera de espiral, en la que se podría haber instalado fácilmente todo un ejército en retirada. Al llegar a la cima, salieron a zonas concurridas más habitualmente. En todos los pasillos, los espejos brillaban pulidos, y reflejaban una luz tenue.

«Huelo a otros dragones.»

Las alas se convirtieron en una mancha borrosa, y Dosflores se vio lanzado hacia atrás cuando el dragón giró y se precipitó hacia un pasillo lateral, como una golondrina ansiosa de mosquitos. Otro giro brusco les envió a toda velocidad por la entrada de un túnel, hasta un lateral de una gran cueva. Había rocas mucho más abajo, y arriba, desde grandes agujeros del techo, salían amplios rayos de luz. Además, había mucha actividad en la parte superior. Cuando Ninereeds planeó, azotando el aire con las alas. Dosflores vio en el techo las sombras de las bestias posadas en sus perchas, y también puntos en forma de hombres que, por alguna extraña razón, caminaban cabeza abajo.

«Esto es una cueva cuadra», dijo el dragón con voz satisfecha.

Mientras Dosflores miraba todo, una de las sombras en forma de hombre se desprendió del techo y empezó a agrandarse…

* * *

Rincewind observó el rostro blanco de Lio!rt mientras se alejaba. Qué cosa más rara, rió una pequeña parte de su mente, ¿por qué me estaré elevando?

Entonces empezó a perder el equilibrio en el aire, y la realidad se impuso. Caía hacia unas rocas, lejanas y manchadas de guano.

Su cerebro se rebeló ante la idea. Las palabras del Hechizo eligieron ese preciso momento para resurgir de las profundidades de su mente, como hacían siempre en momentos de crisis. «¿Por qué no nos pronuncias? —parecían apremiarle—. ¿Qué tienes que perder?»

Mientras caía, Rincewind movió una mano.

—Ashonai —declamó.

La palabra se formó frente a él en una fría llama azul, que se meció al viento.

Movió la otra mano, ebrio de terror y magia.

—Ebiris —entonó.

El sonido se congeló en una fluctuante palabra anaranjada, que flotó junto a su compañera.

—Urshoring. Kvanti. Pythan. N’gurad. Feringomalee.

Mientras las palabras exhibían sus colores de arco iris a su alrededor, maniobró con las manos y se dispuso a pronunciar la octava y última palabra, que aparecería en un chispeante octano y sellaría el Hechizo. Hasta olvidó las inminentes rocas.

De pronto, se quedó sin aliento. El Hechizo se dispersó y desapareció. Un par de brazos se cerraron en torno a su cintura, y el mundo pareció tambalearse hacia un lado cuando el dragón salió de su largo picado. Sus garras arañaron por un momento la superficie de la roca del ahora ruidoso suelo del Wyrmberg. Dosflores dejó escapar una carcajada triunfal.

—¡Le tengo!

Y el dragón se curvó con elegancia en la cúspide del vuelo, aleteó suave, casi perezosamente, y atravesó la entrada de la cueva hacia el aire de la mañana.

* * *

Al mediodía, en una amplia pradera verde sobre la superficie del Wyrmberg, con su equilibrio imposible, los dragones y sus jinetes formaron un ancho círculo. Tras ellos quedaba sitio de sobra para una multitud de siervos, esclavos y otros que arañaban una forma de vida allí, en el techo del mundo. Todos contemplaban las figuras agrupadas en el centro del circo de hierba.

El grupo se componía de una serie de señores dragón, entre los que se encontraban Lio!rt y su hermano. El primero se frotaba todavía las piernas, con una mueca de dolor. Un poco apartados estaban Liessa y Hrun, con algunos partidarios de la mujer.

Entre las dos facciones se encontraba el Maestro Tentador hereditario del Wyrmberg.

—Como ya sabéis —empezó, inseguro—, el no del todo difunto Señor del Wyrmberg, Greicha Primero, ha estipulado que no habrá sucesión hasta que uno de sus hijos —o su hija, que todo puede ser— se sienta con poder suficiente para desafiar y derrotar a sus hermanos, o hermano y hermana, en combate a muerte.

—Sí, sí, todos lo sabemos. Sigue con lo demás —exigió una voz quisquillosa, que surgía del aire junto a él.

El Maestro Tentador tragó saliva. Nunca había terminado de encajar la negativa de su antiguo señor a expirar decentemente. ¿Está muerto el viejo buitre, o no?, se preguntaba.

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