Pero aquellos dragones no estaban del todo bien. Comparados con los que había imaginado, eran demasiado pequeños y zalameros. Los dragones deberían ser grandes, verdes, exóticos, deberían tener garras y respirar fuego. Grandes y verdes, con colas largas y afiladas…
Por el rabillo del ojo vio un movimiento en el rincón más lejano y oscuro de la mazmorra. Cuando volvió la cabeza, desapareció, aunque también creyó oír un ligerísimo ruido: algo como unas garras arañando la piedra…
—¿Hrun? —llamó.
Del otro camastro le llegó un ronquido.
Dosflores se dirigió hacia el rincón, y rozó suavemente las piedras por si había un pasadizo secreto. En aquel momento, la puerta se abrió de golpe, y chocó contra la pared. Media docena de guardias entraron rápidamente, se repartieron por la celda e hincaron una rodilla en tierra. Apuntaban sus armas exclusivamente a Hrun. Cuando lo recordó más tarde, Dosflores se sintió bastante ofendido.
Hrun ronco.
Una mujer entró a zancadas en la habitación. No hay muchas mujeres que puedan dar una zancada convincente, pero ella lo consiguió. Miró un instante a Dosflores, con la misma expresión con que se miraría un elemento del mobiliario, y luego bajó la vista hacia el hombre tendido en el camastro.
Llevaba el mismo modelo de arnés de piel que usaban los jinetes dragón, sólo que el suyo era mucho más breve. Eso y la magnífica melena color rojizo nogal que le caía suelta hasta la cintura, eran su única concesión a lo que incluso en Mundodisco se consideraba decencia. Tenía una expresión pensativa.
Hrun dejó escapar un sonido gorgoteante, se dio media vuelta y siguió durmiendo.
Con un movimiento cuidadoso, como si manejara un instrumento de gran delicadeza, la mujer se sacó una pequeña daga negra del cinturón, y lanzó una puñalada hacia abajo.
Antes de que hubiera recorrido la mitad de su arco, la mano derecha de Hrun se movió tan deprisa que pareció viajar entre dos puntos del espacio sin que el tiempo transcurriera mientras atravesaba el aire intermedio. Se cerró en torno a la muñeca de la mujer con un ruido sordo. Su otra mano buscó febrilmente una espada que no estaba allí…
Hrun se despertó.
Emitió un gruñido alzando la vista para mirar a la mujer, con el entrecejo fruncido por el asombro.
Entonces vio a los arqueros.
—Suéltame —dijo la mujer, con una voz que era modulada, tranquila e incrustada de diamantes.
Hrun liberó lentamente su presa.
Ella dio un paso atrás, al tiempo que se masajeaba la muñeca. Miraba a Hrun como un gato miraría la guarida de los ratones.
—Bien —dijo por fin—, has pasado la primera prueba. ¿Cuál es tu nombre, bárbaro?
—¿A quién llamas bárbaro?
—Eso es lo que quiero saber.
Hrun contó el número de arqueros muy despacio, e hizo un breve cálculo. Relajó los hombros.
—Soy Hrun de Chimeria. ¿Y tú?
—Liessa Dama Dragón.
—¿Eres la que manda en este lugar?
—Eso está por ver. Parece que eres un mercenario, Hrun de Chimeria. Puede que te contrate… si superas las pruebas, claro. Hay tres. Ya has pasado la primera.
—¿Cómo son las otras… —Hrun hizo una pausa, movió los labios sin sonido y aventuró un final para la frase— …dos?
—Peligrosas.
—¿Y la paga?
—Excelente.
—Disculpad —intervino Dosflores.
—¿Y si fracaso en las pruebas? —siguió Hrun, ignorándole.
El aire entre Hrun y Liessa chispeó con pequeñas explosiones de carisma cuando sus miradas se buscaron, en busca de asidero.
—Si hubieras fallado la primera, ahora estarías muerto. Puedes considerarlo la penalización típica.
—¡Ejem! Escuchad… —empezó Dosflores.
Liessa desperdició una breve mirada en él, y pareció verle por primera vez.
—Llevaos eso de aquí —dijo con tranquilidad.
Se volvió hacia Hrun.
Dos de los guardias se colgaron los arcos del hombro, agarraron a Dosflores por los codos y le levantaron del suelo. Luego, salieron por la puerta con un trotecillo rápido.
—¡Eh! —exclamó Dosflores mientras corrían por el pasillo exterior—. ¿Dónde… —se detuvieron frente a otra puerta— está mi… —abrieron la puerta— equipaje?
Aterrizó sobre un montón de lo que en tiempos pasados pudo ser paja. La puerta se cerró de golpe, y los ecos enmarcaron el ruido de pestillos al encajar en su sitio.
En la otra celda, Hrun apenas había parpadeado.
—De acuerdo —dijo—, ¿cuál es la segunda prueba?
—Tienes que matar a mis dos hermanos.
Hrun se paró a considerar la idea.
—¿A los dos al mismo tiempo, o uno detrás de otro? —preguntó.
—Consecutiva o concurrentemente —le tranquilizó ella.
—¿Qué?
—Tú limítate a matarlos —replicó ésta con sequedad.
—¿Son buenos luchadores?
—Renombrados.
—¿Y a cambio de todo eso?
—Te casarás conmigo y te convertirás en el Señor del Wyrmberg.
Hubo una larga pausa. Las cejas de Hrun se fruncieron cuando su dueño se concentró en cálculos desacostumbrados.
—¿Me quedo contigo y con esa montaña? —dijo al fin.
—Sí. —La chica le miró directamente a los ojos, y torció los labios—. La paga merece la pena, te lo aseguro.
Hrun dejó caer la vista hacia los anillos que Liessa llevaba en la mano. Las piedras eran grandes, y muy reconocibles: diamantes de un azul lechoso, procedentes de las cuencas arcillosas de Mithos. Cuando al fin consiguió apartar los ojos de las joyas, descubrió que Liessa le miraba airada.
—¡Qué calculador! —le espetó—. ¿Y tú eres Hrun el Bárbaro, que caminaría tranquilamente hasta las fauces de la misma Muerte?
Hrun se encogió de hombros.
—Claro —replicó—. Pero la única razón para caminar hasta las fauces de la Muerte es para poder robarle sus dientes de oro.
Describió un amplio arco con una mano, en la que llevaba el camastro de madera. El trasto se estrelló contra los arqueros, seguido alegremente por Hrun, que derribó a un hombre de un golpe y le robó el arma al otro. Un segundo más tarde, todo había terminado.
Liessa no se había movido.
—¿Y bien? —dijo.
—¿Y bien, qué? —replicó Hrun, sin abandonar su lugar entre la masacre.
—¿Quieres matarme?
—¿Cómo? ¡oh, no! No, esto es una especie de costumbre, ya sabes. Para no perder práctica. A ver, ¿dónde están esos hermanos tuyos?
Sonrió.
* * *
Dosflores se sentó en la paja y contempló la oscuridad. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí. Como mínimo, horas. Quizá días. Jugó con la idea de que habían sido años, y que sencillamente los había olvidado.
No, esa manera de pensar no le llevaría a ninguna parte. Trató de pensar en otra cosa: hierba, árboles, aire fresco, dragones. Dragones…
Hubo un ligerísimo movimiento en la oscuridad. Dosflores sintió que el sudor le cosquilleaba en la frente.
En aquella celda había algo, además de él. Algo que hacía ruidos leves, pero que, incluso en la oscuridad insondable, daba la impresión de ser descomunal. Sintió que el aire se movía.
Cuando levantó el brazo, notó una sensación pegajosa, y vio una ligera lluvia de chispas que delataban la existencia de un campo mágico localizado. Dosflores descubrió que, en aquel momento, daría cualquier cosa por un poco de luz.
Una ráfaga de llamas le pasó por encima de la cabeza, y fue a estrellarse contra el muro. Cuando las rocas brillaron con el calor de una caldera, alzó la vista y vio al dragón que ahora ocupaba más de la mitad de la celda.
«Te obedezco señor», dijo una voz dentro de su cabeza.
Al brillo de las piedras chisporreantes, Dosflores vio su propio reflejo en dos ojos verdes enormes. Tras ellos, el dragón era multicolor y flexible, con cuernos y púas, como los que siempre había imaginado: un dragón de verdad. Aunque tenía las alas plegadas, rozaba ambos muros de la celda. Dosflores estaba entre sus garras.
—¿Me obedeces?
La voz le temblaba entre el miedo y el entusiasmo.
«Por supuesto, señor.»
El brillo se fue desvaneciendo. Con un dedo tembloroso, Dosflores señaló el lugar donde recordaba la puerta.
—¡Ábrela! —exclamó.
El dragón alzó su enorme cabeza. Otra vez surgió la bola de llamas. Pero, en esta ocasión, los músculos del cuello del dragón se contrajeron, y su color cambió del naranja al amarillo, del amarillo al blanco y, por último, al azul más claro imaginable. Para entonces, la llama era ya muy delgada, y allí donde tocaba la pared, la roca estallaba y se fundía. Cuando alcanzó la puerta, el metal explotó en una lluvia de gotas ardientes.
Sombras negras se combaban y danzaban en las paredes. Durante un momento en que a Dosflores le dolieron los ojos, el metal burbujeó, y luego la puerta cayó en dos pedazos al pasillo exterior. La llama desapareció con una rapidez casi tan sorprendente como su aparición.
Dosflores pasó con cautela sobre la puerta, que se enfriaba, y examino toda la longitud del pasillo. Estaba vacío.
El dragón le siguió. El recio marco de la puerta le puso algunas dificultades, que el animal superó con un meneo de hombros que arrancó la madera y la lanzó hacia un lado. La criatura miró expectante a Dosflores. Su piel se contraía y se retorcía mientras luchaba por extender las alas en los estrechos confines del pasillo.
—¿Cómo llegaste ahí dentro? —preguntó Dosflores.
«Tú me llamaste, amo.»
—No recuerdo haberlo hecho.
«Con tu mente. Me llamaste con tu mente», pensó con paciencia el dragón.
—¿Quieres decir que apareciste porque pensé en ti?
«Si.»
—¿Fue cosa de magia?
«Si.»
—¡Pero si me he pasado toda la vida pensando en dragones!
«Probablemente en ese lugar la frontera entre el pensamiento y la realidad es un poco confusa. Sólo sé que antes no existía, que pensaste en mí y existí. Por tanto estoy a tu entera disposición, claro.»
—¡Cielo santo!
Media docena de guardias eligieron aquel momento para aparecer por un recodo del pasillo. Se detuvieron boquiabiertos. Luego, uno recobró la compostura suficiente para levantar el arco y disparar.
El pecho del dragón se alzó. La flecha estalló en el aire, en fragmentos llameantes. Los guardias se perdieron de vista a toda velocidad. Una fracción de segundo más tarde, una ráfaga de llamas barrió las piedras sobre las que habían estado.
Dosflores le contempló admirado.
—¿También puedes volar?
«Por supuesto.»
Dosflores examinó el pasillo de arriba abajo, y decidió no seguir a los guardias. Como sabía que estaba extraviado por completo, cualquier dirección sería mejor que aquélla. Pasó junto al dragón y echó a correr. La enorme bestia se volvió con dificultad para seguirle.
Atravesaron una serie de pasillos que se entrecruzaban como un laberinto. En determinado momento, Dosflores creyó oír gritos mucho más atrás, pero pronto se perdieron en la distancia. En ocasiones, pasaban junto a arcos y puertas. Una tenue luz se filtraba por varios ventanucos y, en algunos tramos, se reflejaban en enormes espejos, encajados en el mismo muro del pasillo. También les llegó a veces una luz más brillante, procedente de una fuente lejana.
Pero lo que más extraño le pareció a Dosflores mientras bajaba a toda velocidad un tramo de escalones anchos, levantando nubes de polvo plateado al pasar, fue que allí los túneles eran mucho más amplios. Y además, estaban mejor construidos. En los nichos de las paredes había estatuas, y de cuando en cuando colgaban tapices descoloridos, pero interesantes. Mostraban en su mayoría dragones; cientos de dragones, volando o posados en sus anillas, dragones con hombres sobre sus lomos, cazando ciervos o, en algunos casos, a otros hombres. Dosflores tocó suavemente uno de los tapices. El tejido se desintegró de inmediato en el aire cálido y seco, y sólo quedaron algunas hebras allí donde había sido bordado con finos hilos de oro.
—¿Por qué dejarían aquí todo esto? —se pregunto.
«No lo sé», respondió una voz educada sobre su cabeza.
Se volvió y miró hacia arriba, hacia la cabeza equina que pendía sobre él.
—¿Cómo te llamas, dragón? —preguntó Dosflores.
«No lo sé.»
—Creo que te llamaré Ninereeds.
«Entonces, así me llamo.»
Avanzaron entre el polvo sempiterno por una serie de enormes salas con columnas oscuras. Las salas habían sido talladas en la roca sólida. Y con cierta gracia: del suelo al techo, las habitaciones eran una masa de estatuas, gárgolas, bajorrelieves y columnas estriadas que proyectaron extrañas sombras móviles cuando el dragón, a petición de Dosflores, proporcionó algo de luz. Cruzaron largos pasillos y grandes cavernas en forma de anfiteatro, todas llenas de un espeso polvo suave y deshabitadas por completo. Hacía siglos que nadie pasaba por aquellas cuevas.